Los cielos pregonan la gloria de Dios. Toda la realidad alaba al Creador, desde el resplandor primordial al imponente perfil de las montañas. ¿Y el hombre? Una nada minúscula, pero «coronada de gloria y dignidad». Un astrofísico, cuyo oficio es investigar sobre el origen del universo, interviene en el Pontificio Consejo para los Laicos sobre el tema «¿Quién es Dios?», hablando de sí mismo, de su trabajo y de esas motas de polvo sobre la mesa…
La pregunta “¿Quién es Dios para ti?” implica la vida entera: la familia, las amistades, los deseos, los intereses, el trabajo. Como se me ha pedido, partiré de la experiencia de mi trabajo cotidiano para tratar de responder a esta pregunta.
Mi trabajo es algo peculiar. Me dedico a la investigación científica en el campo de la cosmología, la ciencia que estudia la estructura y la evolución del universo en su conjunto. Desde hace años, con muchos compañeros y amigos diseminados por todo el mundo, estamos estudiando “la primera luz aparecida en el universo”: se trata de la luz primordial emitida en los momentos iniciales de la expansión cósmica, antes de la formación de las galaxias, de las estrellas, de los planetas, y de los propios átomos que constituyen nuestro cuerpo. Desde hace veinte años estoy involucrado en el proyecto más ambicioso en este sector, el satélite Planck de la Agencia Espacial Europea, lanzado al espacio el 4 de mayo de 2009, y que se encuentra en una órbita a un millón y medio de kilómetros de la Tierra. Gracias a instrumentos de altísima sensibilidad, enfriados a temperaturas cercanas al cero absoluto, Planck observa este débil resplandor que proviene de los confines del espacio-tiempo, que llega a nosotros después de un viaje de casi 14 millardos de años y que nos permite reconstruir una imagen del universo recién nacido con un detalle sin precedentes.
La vastedad del universo, que la ciencia contemporánea nos pone frente a los ojos, nos deja sobrecogidos: millardos de galaxias, cada una compuesta por millardos de estrellas, distribuidas en un espacio cuya profundidad se mide en millardos de años luz (¡y cada año luz es de alrededor de diez mil millardos de kilómetros!). Pero mucho antes de la llegada de la cosmología moderna, el hombre ya vivía una relación extraordinaria con el universo.
Una fascinación misteriosa. Todas las civilizaciones antiguas han estado profundamente marcadas por la fascinación misteriosa del cielo, y han advertido en la esfera estrellada el vértigo, la inmensidad, la belleza de lo creado. También nuestra tradición bíblica es riquísima en símbolos y referencias astronómicas: “los cielos” se citan a menudo cuando se habla de Dios. Así hoy, ante los espacios inconmensurables de la cosmología moderna, objeto de mi cotidiano trabajo de investigación, no puedo dejar de preguntarme: en este universo inmenso, ¿quién es Dios? Y, ¿quién es el hombre? ¿Cómo nos introduce en estas preguntas y las ilumina nuestra tradición judeo-cristiana? Al escrutar la bóveda celeste con la simple mirada, el antiguo pueblo hebreo se dio cuenta muy bien de la desproporción que subsiste entre la naturaleza humana y la inmensidad del cosmos. Las palabras del Salmo 8 – a mi parecer – siguen siendo hoy insuperables a la hora de dar voz a esta desproporción, incluso dentro de la sensibilidad que nos otorga nuestra visión actual del universo:
«Cuando contemplo el cielo, obra de tus manos, la luna y las estrellas que has creado: ¿qué es el hombre para que pienses en él, el ser humano para darle poder?» (Sal 8, 4-5).
¿Qué soy yo?, ¿qué es el hombre en este “desmedido espacio” de la creación? Una mota de polvo. En esta inmensidad del cosmos el hombre es “apenas nada”. La ciencia moderna, bien lejos de redimensionar esta desproporción, la amplifica formidablemente. Pero el Salmo 8 evidencia enseguida la otra vertiente de la paradoja propia de la condición humana:
«Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad» (Sal 8, 6).
El hombre es una partícula infinitesimal en el universo, sin embargo cada ser humano, el yo de cada uno de nosotros, es el punto vertiginoso en el que el universo se hace consciente de sí. Sobrecoge pensar en la pequeñez del hombre y al mismo tiempo en la grandeza de su naturaleza, comparable solo con el infinito. El hombre es la autoconciencia del cosmos.
Me impresionan estos pasajes del Antiguo Testamento en los que la inmensidad del cielo se usa como imagen de la grandeza de Dios, como signo de la desproporción estructural entre Dios y el hombre, como emblema de Su misericordia infinita:
«Porque cuanto aventajan los cielos a la tierra, así aventajan mis caminos a los vuestros y mis pensamientos a los vuestros» (Is 55,9).
La enormidad de las dimensiones cósmicas que emergen hoy de la ciencia realzan más aún la fuerza de esta comparación. Si bien maravilloso, el universo en el Antiguo Testamento es siempre indicado como un “signo”, una “imagen”, una “analogía” de su Creador. Hay una distinción fundamental entre la creación (el universo) y el Creador (Dios). Las cosas, de hecho, no se hacen por sí mismas.
¿Cuestión de equilibrio? Recuerdo que una vez, hace muchos años, pasaba por una situación difícil. Acababa de regresar a Italia después de unos años de estudio en EEUU y había iniciado junto a otros el proyecto que después se convertiría en el Plank. El trabajo era muy intenso, a menudo tenía que viajar y estar lejos de mi casa largos periodos de tiempo. Mi mujer y yo teníamos un niño pequeño, nacido en América, y al regresar a Italia nació nuestra segunda hija. Entre tanto, había empezado a dar clase en la universidad. En resumen, no me veía capaz de responder a todo lo que la vida me pedía. Un día tuve la suerte de ver a don Giussani, al que le conté mi situación y le pedí que me aconsejase sobre cómo encontrar un equilibrio, un justo compromiso entre mi responsabilidad familiar, las exigencias de la investigación, la enseñanza, etc. Al cabo de unos segundos de silencio, me miró y me dijo: «No, no es un problema de equilibrio. Tienes que darte cuenta de que, cuando te relacionas con tus hijos y tu mujer, cuando te relacionas con tu trabajo y tus investigaciones, con tus alumnos, con tus amigos, te relacionas con Cristo». Luego se sacó un pañuelo del bolsillo, lo pasó por la mesa y me lo enseñó diciendo: «¿Ves estas motas de polvo? Hasta estas motas de polvo, en última instancia, vienen de Él».
Aquel diálogo me impactó profundamente. No resolvió de golpe mis problemas (de hecho, con el paso del tiempo la complejidad de la vida ha ido en aumento), pero me ofreció una mirada nueva sobre las cosas, introdujo una mirada que poco a poco fue creciendo en mí. «Todo, en última instancia, viene de Él». La realidad no se hace por sí misma, cada cosa es dada, es creada ahora. Entender esto marca la diferencia. Nuestra razón accede más fácilmente a la naturaleza de la realidad como “creada”, “dada” ahora, cuando parte de una experiencia sensible, que todos podemos experimentar: mi yo existe en este instante. Utilizando otra vez las palabras de don Giussani: «En este momento yo, si estoy atento, es decir, si soy una persona madura, no puedo negar que la evidencia mayor y más profunda que percibo es que yo no me hago a mí mismo, que no me estoy haciendo ahora a mí mismo. Yo no me doy el ser, no me doy la realidad que soy, soy algo “dado”. ...yo soy Tú que me haces» (El sentido religioso, Encuentro 1998, p 152).
La sorpresa de la realidad. Esta es nuestra condición, la misma que compartimos con todas las cosas a nuestro alrededor. Las motas de polvo, las estrellas del cielo, cualquier galaxia o partícula del universo, el tiempo y el espacio, cualquier criatura que pudiera pensar debería decir: «Yo soy Tú que me haces». En última instancia, todo arraiga en el Misterio que llama a ser cada cosa instante tras instante. De aquí proviene el asombro ante la presencia de la realidad, sin el cual todo se daría por descontado, se reduciría a pura apariencia y se vaciaría de sentido:
«Vanos por naturaleza todos los hombres que ignoraban a Dios y no fueron capaces de conocer por las cosas buenas que se ven al Artífice, sino que al fuego, al viento, al aire ligero, a la bóveda estrellada, al agua impetuosa o a las lumbreras del cielo los consideraron como dioses, señores del mundo. Si, cautivados por su belleza, los tomaron por dioses, sepan cuánto les aventaja su Señor, pues fue el Autor mismo de la belleza quien los creó» (Sab 13, 1-4).
Uno de los aspectos más fascinantes que emergen de la astrofisica actual es la evidencia de que la vida y nuestra misma existencia requieren el concurso de la historia entera del universo para poder subsistir. Ya los antiguos sabían que la vida humana depende del sol y de la lluvia, de la fertilidad de la tierra, del día y de la noche, del sucederse de las estaciones. Hoy sabemos que la vida depende también de los ciclos estelares, de las explosiones de supernovas, del ritmo de la expansión cósmica, del contraste de densidad en el universo primordial, de la estructura de las leyes físicas, del valor de las constantes fundamentales. Sin todos estos factores (y otros muchos), sin una historia cósmica de 14 millardos de años, no se daría la vida. Cuanto más conocemos el universo, tanto más comprobamos que todos sus factores parecen contribuir a la posibilidad de que la tierra albergue nuestra existencia.
En el Antiguo Testamento se encuentran referencias sublimes al universo (no sólo a la la Tierra) como el lugar que alberga la vida, el ambiente creado para hacer posible nuestra existencia.
«Él extiende los cielos como un manto, los despliega como una tienda para morar en ella» (Is 40, 22).
El universo entero es el regazo de la vida que culmina en la milagrosa unicidad de la criatura humana. Dios llama a cada uno por su nombre y le da una forma única e irrepetible, plasmando su figura desde la profundidad del cosmos, en lo secreto de sus entrañas, en el vientre materno.
«No desconocías mis huesos cuando, en lo oculto, me ibas formando, y entretejiendo en lo profundo de la tierra» (Sal 138, 15).
A partir de mi experiencia, he tratado de decir cómo la relación con Dios alegra mi trabajo cotidiano y la percepción de su objeto, que es el estudio del universo. Pero a decir verdad, en mi vida la familiaridad con Dios no es en primer lugar fruto de la investigación científica que tanto me apasiona. Es más bien el fruto de un encuentro humano que tuve y que sigo experimentando hoy. “Dios” sería para mí una palabra abstracta si no lo hubiera encontrado en Jesucristo mediante el encuentro con testigos creíbles, fiables, fascinantes, en el seno de la Iglesia. Sin el acontecimiento de esta humanidad cambiada, que continuamente me sorprende y me corrige, ¿en qué quedaría mi mirada al universo? Sería quizás más cínica, más insegura, más presuntuosa... ¿Y en qué quedaría mi relación con mis colegas, mis colaboradores y mis estudiantes?, ya que cualquier trabajo, incluso el mío, consiste sobre todo en la relación con las personas con las que se trabaja. Y todavía más: ¿En qué quedaría el amor a mi mujer, a mis hijos y a mis amigos? ¿Qué sería de mí?
El misterio y nosotros. Es conmovedor pensar que el Misterio eterno que crea de la nada el universo a cada instante se haya interesado por nosotros hasta hacerse una compañía humana para nuestra vida. Y, en esta perspectiva cósmica, qué sobrecogedor es escuchar a Jesús, Rey del universo, decir: «Hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados» (Lc 12, 7). ¡Qué ternura infinita! ¡Qué vertigo! Es este el carácter de Dios, el verdadero abismo: el cuidado que Él tiene con cada uno de nosotros. «Para nosotros Dios no es una hipótesis lejana», ha escrito Benedicto XVI a los seminaristas el pasado 18 de octubre de 2010, «no es un desconocido que se ha retirado después del Big Bang. Dios se ha manifestado en Jesucristo. En el rostro de Jesucristo vemos el rostro de Dios. En sus palabras escuchamos al mismo Dios que nos habla».
Intervención en la XXV Asamblea Plenaria del Pontificio Consejo para los Laicos sobre “La cuestión de Dios hoy”. Roma, 25 de noviembre de 2011
«Para nosotros Dios no es un desconocido que se ha retirado después del Big Bang. Dios se ha manifestado en Jesucristo. En el rostro de Jesucristo vemos el rostro de Dios»
Benedicto XVI
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