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Huellas N.11, Diciembre 2011

LECTURAS / Curso básico de cristianismo

Quién se atreve a escribir el corazón

Luca Doninelli

Continuamos nuestro viaje con los autores que nos acompañan en el trabajo sobre El sentido religioso. En esta ocasión, David Foster Wallace. Porque ha descrito como pocos «la experiencia elemental», que plantea al hombre una alternativa: vivir como un autómata o aceptar la herida que lo «atraviesa de pies a cabeza»

«Lane Dean jr. ve todo esto, y siente piedad, y también algo más, algo a lo que no sabe dar nombre, que le es dado bajo la forma de una pregunta que nunca, en todas las reflexiones y rupturas de aquella larga semana, le había venido a la mente: ¿Por qué estaba tan seguro de no amarla? ¿Por qué un tipo de amor debería ser distinto a otro? ¿Y si no tuviera la más mínima idea de lo que es el amor? ¿Qué haría Jesús en su lugar? Porque sólo en ese momento fue cuando Lane sintió las pequeñas manos de ella, suaves y fuertes, sobre las suyas, para que se diese la vuelta. ¿Y si hubiera sido sólo cuestión de miedo, si la verdad no fuera más que ésa, y si aquello por lo que rezar no fuera ni siquiera el amor sino el simple valor, el valor de mirarla a los ojos mientras ella se lo dice, y de fiarse del propio corazón?».
Podrían ser éstas las últimas palabras que el escritor americano David Foster Wallace escribió en su vida, interrumpida bruscamente el 12 de septiembre de 2008, cuando su mujer lo encontró ahorcado en casa. Tenía 46 años. Su muerte se abisma en la oscuridad –la oscuridad de una condición existencial muy difícil– que la lectura de sus libros no puede disipar, si bien los paisajes de algunos de sus escritos (como en la novela La broma infinita, Mondadori 2002, donde toda una parte de EEUU se transforma en una especie de horrible vertedero) parecen aludir a otras sombras, más profundas –como una enfermedad mortal que afecta a todos los hombres– pero también a una luz sorprendente, que no emana de dichas sombras (muerte, desesperación), sino de algo distinto: un poco como en La vocación de San Mateo de Caravaggio, donde la ventana cerrada nos revela que la luz viene de otro lugar.
Desde cierto punto de vista, toda la obra de Foster Wallace podría leerse como una lucha sistemática y encarnizada contra el suicidio. Wallace lo trata ampliamente como tema de sus narraciones, argumento de sus ensayos e intervenciones públicas.
No obstante, la última palabra que (probablemente) este gran escritor plasmó sobre el papel es la palabra “corazón”, y el pasaje citado al comienzo, extraído del relato Good people (Buena gente, ndt, recogido en la colección de relatos La niña del pelo raro, Mondadori 2000) nos dicen también cómo tenemos que entender sus palabras.
Antes de esbozar el retrato de este autor dotado de una gran inteligencia narrativo, me gustaría precisar que no se trata de un escritor “para todos los públicos”. Algunos de los temas tratados en su vasta obra, que toca múltiples aspectos de la vida actual, pueden herir la sensibilidad de muchas personas. Por eso, más que por la dificultad de sus páginas, aún siendo un escritor aconsejable para los jóvenes (a partir de los 18 años), es importante que no sean lectores con una psicología frágil. Leer la obra de un verdadero escritor es como cruzar un mar: hacen falta buenos y rudos marineros.

Belleza devorada. La biografía de David Foster Wallace revela una personalidad peculiar, afectada desde la adolescencia por un sufrimiento atroz (una forma grave de depresión, como la llaman hoy en día, que le obligaba a tomar gran cantidad de psicofármacos), y dotada de un talento extraordinario, que le llevó a hacer aportaciones importantes no sólo en la narrativa y la ensayística social, sino también en campos específicos como la lingüística y la lógica matemática.
Los críticos han destacado siempre su talento (basta con mirar las contraportadas de sus libros): algo sobre lo que nos alerta el escritor italiano Tommaso Pincio. Palabras como “talento” y “genio” se utilizan a menudo para enmascarar el fastidio que nos produce algo que no nos gusta o que no hemos comprendido. Para entendernos: nadie dice que Dostoievski tenía mucho talento; ni que Dante era muy inteligente. Son cosas que se dicen de Umberto Eco o de Stephen Hawking.
Lo que veo, por el contrario, es que los jóvenes leen fácilmente a David Foster Wallace (en adelante DFW), y que instintivamente reconocen los rasgos elementales de toda su obra, densa y compleja: una lucidez en grado extremo, la capacidad de captar los detalles, una ironía finísima que a menudo se transforma en comicidad hilarante, pero sobre todo una magnanimidad y una honda piedad en su modo de mirar al ser humano y su destino.
También es cierto que casi todos sus personajes son un poco irracionales y locos –sobre todo los protagonistas de La broma infinita, una novela de más de 1200 páginas– pero el lector valiente, el lector que afronta el texto con apertura y sencillez sin que prevalezca una interpretación previa, sabe que a menudo la complejidad descrita no se corresponde con una complicación de origen, sino con la aceptación de un dato muy cierto: que es terriblemente difícil comprender la realidad.
Este es el juicio al que se puede añadir el talento y la inteligencia, que, sin embargo, no pueden proporcionarnos el timón para navegar por el difícil mar del mundo, ni mucho menos el mapa con la indicación del puerto más seguro.
Pero los jóvenes que aman a DFW saben que precisamente la búsqueda de este puerto –o sea, de algo que no es posible alcanzar con nuestras fuerzas– constituye el interés profundo del escritor, y por eso lo aman, como lo amo yo, aceptando su estilo agresivo y sus excentricidades.
En el relato El neón de siempre (en Extinción, Mondadori) el protagonista comienza diciendo que toda su vida ha sido un impostor, que se ha preocupado únicamente de su propia imagen, de gustar a los demás (pero añade también de “ser amado”), que ha estudiado siempre para sacar las mejores notas, nunca para mejorarse a sí mismo, y que de este modo ha devorado toda la belleza que la vida podía ofrecerle, siempre con «el temor de no haberlo hecho lo suficientemente bien».

Para no morir. He aquí otro dato que hace que DFW sea tan importante: su conciencia de una herida que atraviesa al hombre de pies a cabeza y le obliga a una alternativa fundamental: o convertirse en uno de esos de autómatas guiados sólo por la capacidad de adaptación, perfectamente integrados en este mundo y sin ninguna pregunta, o aceptar esa herida y, con ella, las preguntas que nos atormentan, y a las que no podemos dar respuesta con nuestras propias fuerzas, porque «cuanto más descubrimos nuestras exigencias, más nos damos cuenta de que no podemos resolverlas nosotros mismos, ni pueden los demás, hombres como nosotros» (L. Giussani, Huellas de experiencia cristiana). La razón por la cual venimos haciendo este camino de acompañamiento a la lectura de El sentido religioso presentando ahora en vez de un clásico consolidado de nuestra cultura, un escritor nacido en 1962, muerto trágicamente y muy controvertido, es ésta: que pocos escritores han descrito como él lo que llamamos “experiencia elemental” –o “corazón”, según el significado bíblico de esta palabra– con la misma precisión, con la misma certeza de que el “corazón” no es una interpretación o un sentimiento, sino algo objetivo, que existe dentro de nosotros, tiene sus propias leyes y, que casi con toda seguridad (es el sentido que se capta cada vez más en él, con el paso de los años) Otro ha puesto dentro de nosotros.
En el maravilloso texto This is water (Esto es agua, ndt), una conferencia del año 2005 no publicada en español, en un determinado momento lo dice claro y rotundo: el ateismo no existe en la realidad, cada uno de nosotros debe adorar (la «devoción incondicional» de la que habla don Giussani) algo o a alguien, es inevitable: pero, si este algo no es Dios, si no es una Presencia excepcional portadora de una pretensión fuera de lo común («¿Quién eres tú para mí», pregunta Agustín, y la respuesta es: «Yo soy tu Dios») cualquier otro “dios” elegido entre los distintos aspectos de la experiencia humana (riqueza, belleza física, éxito, prestigio cultural) nos devorará, reduciéndonos a muertos vivientes. También en This is water, DFW habla de la verdad, y después de decir que el problema de la verdad no tiene que ver con el futuro o con la vida después de la muerte, exclama: «La Verdad con V mayúscula tiene que ver con la vida antes que con la muerte. Tiene que ver con la posibilidad de conseguir llegar a los treinta, o a los cincuenta años, sin tener el deseo de pegarse un tiro en la cabeza». En suma, tiene que ver con la vida, con lo que somos aquí y ahora. La característica más prodigiosa de su escritura siempre ha sido penetrar en los mecanismos mentales de sus personajes. No le interesaban mucho ni la psicología ni el psicoanálisis. Le interesaba la estructura mental mediante la cual las personas –que, si bien se mira, difícilmente pueden considerarse “normales”– establecen, pierden, recuperan, destruyen y reconstruyen su relación con esa cosa misteriosa que es la realidad. Alguien escribió que sus personajes son inverosímiles, que no son humanos, que su mundo es absurdo, ilógico. Este alguien (en realidad es más de uno), debería sin embargo explicar por qué los jóvenes lo encuentran en cambio tan legible, tan cercano a su manera de ver el mundo, tan partícipe de sus problemas reales, que a menudo no son los que están codificados, sociológicamente definibles y repetibles, sino distintos y a los cuales es más difícil dar un nombre.

Una lucha que no hay que perderse. En el relato mencionado al principio de este artículo –donde, entre otras cosas, DFW muestra gran valor al poner en el centro de su relato una palabra, “corazón”, que los puristas de la literatura (que lo idolatraban) consideran impronunciable por ser muy retórica– se habla de un buen chico que quería hacer abortar a una buena chica (gente de parroquia, tanto ella como él) a la que ha dejado embarazada. El relato retoma uno célebre de Hemingway, que describe la misma dinámica. Pero mientras que en el relato de Hemingway (Colinas como elefantes blancos) al final las razones de ella ceden ante la fuerza, la violencia psicológica de él, aquí las cosas cambian porque aparece un personaje ausente en la historia de Hemingway: el corazón humano, un personaje que en la literatura de nuestro tiempo aparece muy poco, por no decir nunca.
¿Quién tiene ya el valor de representar al hombre en lucha con la Verdad, el drama humano como una lucha entre lo que el instinto nos ordena y la libertad de escuchar el corazón, que a menudo nos indica caminos diferentes? David Foster Wallace, único en su generación, único en las últimas décadas, tuvo esta valentía: esta lucha es el centro del drama que sacude todo su mundo. Por lo tanto, aunque sus páginas puedan ser a veces irritantes, extrañas, incomprensibles, además de desagradables, vale la pena seguirlo, aceptando de él aun aquello que nos hiere. Concluyo con un poco de bibliografía. Cada uno puede, por supuesto, seguir el recorrido que le parezca. Pero yo diría que para empezar, hay dos libros que no hay que perderse: La niña del pelo raro y Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, en los que la dinámica que he descrito se manifiesta de la forma más sencilla. En el primero, gracias a la luz que Good people arroja sobre otros relatos, clarificando cuánto de invocación, de pregunta, se oculta bajo la extrañeza de ciertas situaciones. En el segundo, gracias al extraordinario autorretrato de un escritor que aborda su materia con la intención de mantenerse a cierta distancia de ella para después descubrir que, por muy ridícula que pueda ser una situación, quien la observa, si es honesto, no puede mantenerse ajeno a ella.
A estos textos se añaden después Extinción y, sobre todo, el texto de la conferencia This is water. Tras lo cual, uno está listo para afrontar los relatos de Entrevistas breves con hombres repulsivos y los ensayos de Tenis, TV, trigonometría, tornado... y de Hablemos de langostas. Yo dejaría por último The Broom of the System (La escoba del sistema, ndt, no publicada en español) y su obra maestra La broma infinita, porque de lo contrario se corre el riesgo de cerrarlos nada más empezar. A menos que se sea como era yo a los dieciséis años, que me gustaba empezar siempre por lo más arduo (vicio que he conservado).
En noviembre, Mondadori ha publicado en español su obra póstuma y, hasta ahora, inédita, El rey pálido.

«EL PROYECTO QUE LLEVAR A CABO»
Nacido cerca de Nueva York en 1962, crece en el Medio Oeste y se gradúa en Literatura inglesa y en Filosofía en la Universidad de Arizona, especializándose en Lógica y Matemáticas. Durante toda su vida enseña literatura, en Illinois y en California: «Cuando veo a esos chicos de pueblo descubrir que la buena narrativa consigue darte algo que no te puede dar ninguna otra cosa, es algo estupendo», decía. En 1987, la primera novela The broom of the system (La Escoba del sistema, ndt) es valorado por la crítica. Le siguen la colección de historias cortas La niña del pelo raro (1989) y su gran novela La broma infinita (1996), que toma su título de una cita de Hamlet y se coronó de inmediato como una obra maestra. Entre el resto de sus obras, las colecciones de relatos Extinción y Entrevistas breves con hombres repulsivos, varios ensayos y reportajes narrativos: Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, Hablemos de langostas, This is water, Roger Federer as religious experience (Roger Federer como experiencia religiosa, ndt). Es el autor mismo quien declara, en una entrevista, que «el proyecto que vale la pena llevar a cabo es escribir algo que impulse al lector a afrontar la realidad en lugar de ignorarla». Afectado desde joven por una grave forma de depresión, el 12 septiembre de 2008 Wallace fue encontrado ahorcado en su casa.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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