A raíz de la vida misionera de algunas personas, la explosión de un pequeño pueblo en la tierra de los guaraníes. La tercera etapa de nuestro viaje está dedicada al país que tiene «al Misterio inscrito en la geografía». Un país en el que, mientras se celebra el bicentenario de la Independencia, se renueva una historia de amistad que permite vivir y morir. Intensamente
«¿Qué hace este hombre aquí con nosotros?». No es la primera vez que Violeta se cruza con él. Muy al contrario, le conoce bien, son amigos. Pero la pregunta se clava cada vez más en su corazón: «¿Por qué una persona tan interesante viene desde tan lejos para compartir su tiempo con alguien como yo?».
Esta mujer paraguaya no consigue explicarse por qué un sacerdote italiano ha venido a dar la vida hasta aquí. Lo ve gastar sus días por gente desconocida, más tarde enfermar y morir a diez mil kilómetros de su lugar de nacimiento. Pero la pregunta no se apaga. Ella escribe este apunte al comienzo de un viaje: «Nada puede responder a esta incógnita que va más allá de cualquier lógica. Frente al Misterio no hay explicación: sólo observar, mirar. Sentir al Misterio y creer».
Preguntas incómodas. Sentir y creer a la vez: es lo más parecido a un abrazo. Un abrazo que se recibe sin haber hecho nada. Que se recibe así y se devuelve así. La historia del movimiento en Paraguay está escrita completamente dentro de esta lógica misteriosa. La «incógnita» de Violeta delante de don Danilo Muzzin, sacerdote lombardo que vivió sus últimos cuatro años como misionero aquí, es la misma que lleva en su interior la vida de este pueblo cristiano crecido en el carisma de don Giussani en la tierra roja de los guaraníes. Asunción, San Lorenzo, Villarrica, Caaguazú, Encarnación, Ciudad del Este... Es una incógnita preciosa porque es familiar. Vive en un vínculo que se está haciendo más profundo sin haberlo programado y sin separación entre la vida, la Escuela de comunidad, las vacaciones, el trabajo y todos los lugares de caridad que verás en estos días.
Una amistad que trae hasta aquí a los amigos de Brasil y de los demás países. Tal vez para quedarse solo veinticuatro horas y después marcharse.
En la parroquia de San Rafael, en el barrio Tembertary de Asunción, una cincuentena de bachilleres con las mochilas a la espalda están exultantes por la hazaña que han realizado: han conseguido sacar el autobús, que se había quedado atrapado en el barro, tirando con una cuerda. Acaban de volver de pasar unos días en la montaña con el padre Paolino Buscaroli, que está más entusiasmado que ellos. Natural de Romaña, llegó aquí procedente de Chile hace nueve años para trabajar con el padre Aldo Trento. Y te deja clavado cuando le oyes hablar de sus chicos: «Tienen preguntas incómodas que suponen una provocación para mí. Son profundos, están insatisfechos. Me ayudan a ver que la realidad es algo que no se puede evitar: o es una maldición o es la posibilidad de vivir de verdad». Lleva en la mano la carta de un joven de la parroquia: “Padre, entiendo que chavales como yo se quiten la vida: no encuentro sentido a lo que me sucede, y no sé qué hacer, es un tormento...”. «Son inconsolables. Es necesario ayudarles a no tener miedo de lo que sienten, porque es verdadero. Es la posibilidad, para mí y para ellos, de descubrir quién nos puede consolar».
Paolino lleva la catequesis, las visitas a las casas, las misas en las plazas de los barrios y la vida de más de doscientos niños y jóvenes, la mayoría de ellos procedentes de familias deshechas. «Para estar con ellos frente a la vida necesito de la amistad que vivo en Cristo con el padre Aldo, con Cleuza, Marcos y los demás». Comparte todo con ellos, desde ver «cómo gana Cristo los corazones» hasta el dolor por la traición de «un hijo que has sacado adelante y que de repente se marcha». Además, todo el trabajo «para aprender a juzgar juntos a este pueblo que es tan religioso como inestable y sentimental».
Este año se celebra el bicentenario de la Independencia. Asunción está tapizada con los tres colores de la bandera: «El deseo tan bueno de libertad», dice el padre Paolino, «se ha convertido en un intento de independencia con respecto a Cristo». Incluso en este país, que ha inscrito al Misterio en su geografía. Cuando Juan Pablo II consagró Paraguay a la Virgen de Caacupé, habló a la multitud de los Misterios cristianos a través de los nombres de las ciudades: Concepción, Encarnación, Asunción. Y pidió a la Virgen «una nueva efusión del Espíritu Santo» para el país, «con la fecundidad del testimonio cristiano». Esto sucedió en mayo de 1988. Dos meses después, don Giussani terminaba así un mensaje de felicitación por la semilla del movimiento que estaba naciendo aquí: «... La fe en Cristo es el medio para vivir más intensamente también este mundo. Ánimo y hasta la vista».
El padre Aldo Trento llegará a Paraguay un año después. Con él partimos temprano para celebrar la misa en la Granja Padre Pío. Está situada en Itá, a cuarenta kilómetros de Asunción. Pasamos por caminos de tierra roja, entre casas pobres. El coche se detiene. Ahí nos esperan cuatro hombres en medio de la bruma matutina, sin un ruido. Parecen monjes: son los enfermos de sida salvados de la muerte en la clínica y que ahora trabajan la huerta y embotellan el agua. La misa se celebra en la pequeña capilla construida junto a su casa. Thomas, Alcides, Vicente y Miguel, que cuenta que pesaba treinta kilos cuando llegó aquí, y ahora es un hombretón que se conmueve de agradecimiento.
Una diferencia imponente. El cuidado del parque es perfecto: es el mismo cuidado que has visto en la Casa Virgen de Caacupé, en un bosque ahogado por las lianas y que ahora se ha convertido en un jardín lleno de caminos y de orquídeas. Allí Pedro, Memor Domini, vive su vida con una quincena de menores condenados (véase Huellas, n. 7/2011). No existe ninguna lógica que explique esto. Aquí han terminado haciendo Escuela de comunidad con ellos algunos campesinos que habían ocupado parte de su tierra. Los hechos que suceden aquí son imponentes, como lo es la diferencia con respecto a todo lo que les rodea. Por la noche el padre Aldo, mientras cenamos junto con Jorge y el padre Aníbal, con el que comparte la responsabilidad del movimiento aquí, te explica cómo es posible lo que has visto: «Yo he sido pensado por Dios. Soy continuamente pensado por Él. De esta certeza nace todo lo demás. Las obras son un fruto. Yo me avergonzaba de mí mismo, de mi historia, pero fui abrazado: es la única manera de que emerja en toda su humanidad mi “yo”, como el “yo” de un moribundo. Porque debe crecer en nosotros la conciencia de un hecho incontestable: primero está el amor, luego el mal. Antes que el pecado está el perdón».
De la historia del padre Aldo se ha hablado mucho, así como de la clínica San Riccardo Pampuri (véase Huellas, n. 8/2009), pero entrar en ella es como poner un pie en un lugar santo que es evidente que no puede nacer de un hombre. Aquí todo nace, como los tiempos de la jornada, del silencio delante de Cristo. Delante de cada cama. Y delante de un misterio que hace de la vida y de la muerte algo de una belleza nunca vista. Incluso del respirar.
La clínica se halla junto a la parroquia de San Rafael. Aquí llega mucha gente, jóvenes y los adultos que hacen caritativa, personas del barrio o de otras zonas de la ciudad, incluso de lejos, para confesarse, para pedir ayuda. O simplemente para ver. Desde muy temprano, una mujer llora mientras espera sentada en las escaleras de la casa de Aldo y de Paolino. En cuanto se abre la puerta, se levanta al momento: «Padre, necesito...», y así continuamente. Y te sorprende la paz con la que comienzan el día junto a sor Sonia, Andrea, Sergio y todos los que trabajan con ellos. Cerca de su casa está la escuela, están las casitas para niños huérfanos y niñas madres. Con doce años y embarazadas, o con un niño en brazos. «No sabes todavía qué es la vida y ya la has generado», dice el padre Aldo abrazando a una de ellas, mientras va casa por casa a dar las buenas noches. Cada noche.
Convocados por una novedad. En una cultura en la que el cristianismo ha sido reducido a su aspecto social, «no hay ningún otro “discurso católico” que oponer», explica el padre Aníbal Amarilla, paraguayo de pura cepa y párroco de San Cristóbal: «El Señor no responde con un discurso, sino haciéndose presente en las personas». Y añade: «Es lo mismo que ha sucedido con nuestra amistad. Nace de un hecho que no hemos producido nosotros». Jorge Larrosa, uno de los primerísimos del movimiento y del Grupo Adulto en Asunción, nos habla del «salto» que se produjo con las vacaciones de 2009 en Iguazú, en donde se encontraron novecientas personas de toda Sudamérica, convocadas por el comienzo de una nueva amistad (véase Huellas, n. 2/2010). Cuenta cómo, a través de los pasos que han dado desde entonces, las relaciones entre ellos se han simplificado: «Ha habido un punto dramático y también doloroso dentro de la comunidad, se han producido muchos cambios para todos», continúa Jorge. «Pero el camino ha sido seguir lo que Cristo hacía suceder». Sin el problema de gestionar, y sin esfuerzos titánicos para vivir “de un cierto modo”. Por ejemplo: no ha sido un proyecto nuestro la llegada a Brasil de Julián de la Morena (responsable de América Latina), que se ha convertido en un factor de crecimiento para todo el movimiento; o la conmoción de una mujer como Cleuza al descubrir que los cabellos de vuestra cabeza están contados, conmoción que ha despertado a muchos, llegando hasta ellos. «No es un proyecto, sino el reconocimiento de un hecho», cuenta Aníbal. «Y en la medida en que se reconoce lo que sucede, crece la unidad. Es el mismo motivo que hace posible una casa como la de Pedro, una clínica como la de Aldo, una escuela como la de Giovanna».
Giovanna Tagliabue es una de las primera semillas plantadas en esta tierra. Su corazón ardía por la misión desde joven, y fue enviada aquí por don Giussani en 1987, en donde permanece desde entonces (véase Huellas, n. 5/2005). La Escuela Santa Catalina se halla en el pueblo de Lambaré, que prácticamente ha crecido a su alrededor. Comenzó por la inquietud de algunos padres del movimiento por la educación de sus hijos. En la actualidad tiene trescientos alumnos y cincuenta profesores. Por encima de todo, está el camino al destino de cada uno. Y al suyo propio: «Es fácil llegar a pensar que puedes salvar al otro y cambiar el mundo. Es necesario hacer un camino para aprender a no “apoderarse” del otro o de la responsabilidad. Para amar de verdad. Y percibes enseguida que si no cambias tú, no cambia nada, porque antes o después todo se corrompe». Ha pedido a la Virgen de Caacupé «poder vivir hasta la muerte el carisma sin reducirlo, es decir, siguiendo. Y me doy cuenta de que toda la atención de Giussani por mí era para que yo tuviese una relación estable con Cristo».
El ecocardiograma de Primo. Por la tarde, antes de la misa de la comunidad que se celebra en la sede de Asunción, asistimos al encuentro de los chicos del CLU. Unos cuarenta en total, procedente de distintas facultades, que se juntan para mirar juntos los hechos y las dificultades de la semana. Laura estudia en el conservatorio, y cuenta que ha colgado en facebook una foto antigua de unas vacaciones con los bachilleres. Algunos amigos, que habían vivido la misma experiencia que ella, empiezan a comentar: “¡Cómo echo de menos esa vida...!”. Ante su melancolía, ella replica: «En ese momento me di cuenta de que yo puedo ser protagonista de este camino toda la vida. Porque es una propuesta que no termina nunca. Yo solo tengo que decir que sí. Dentro de mi miseria, me siento viva».
Algunos de estos jóvenes han crecido junto a don Danilo. Cuatro años que les han marcado para siempre. Como la comunidad de San Lorenzo, una ciudad del interior con cincuenta mil habitantes. Verónica, ingeniera, tiene treinta y siete años, lleva a María Gemma en brazos y tiene otros dos hijos que corretean por la habitación: «Nunca hemos conocido a un hombre como él. Nos abrió a la vida. Cuando murió, pensé: todo se ha terminado. Sin embargo, ha sido al contrario, todo ha explotado». Ha empezado a llegar gente perdida de las zonas más interiores, gente a la que él era fiel como un padre, y que empiezan a darse cuenta de ello. «El hecho de que nada haya terminado es el signo de que yo soy mirada siempre, y esto me hace feliz». Te habla del Centro Cultural que han puesto en pie entre tres personas en un par de semanas, del Banco de Alimentos, de la experiencia de las “Capillas”, las catequesis en los barrios. Y todo esto, «por la libertad que ha crecido en nosotros gracias al trabajo de la Escuela de comunidad».
Este hecho supone también una ayuda para otras comunidades de este pueblo, como Villarrica o Ciudad del Este. Y para las vidas de personas como Miriam, Teresita o Primo. Este último es cardiólogo, y cuando cuenta su encuentro te parece estar escuchando a Juan o a Andrés. Estaba en la universidad, distraído en el fondo del aula, cuando entró un sacerdote (don Lino Mazzocco, ndr): «En cuanto empezó a hablar, me atrapó por completo. No conseguía quitarme de la cabeza su cara y sus palabras. Cuando volví a casa, le dije a mi hermana que me había pasado algo grande». Ahora, cada vez que hace un ecocardiograma, les dice a sus pacientes: «Este corazón puede pararse un día. Pero hay otro corazón que no se detiene nunca. Y ese es el que hay que cuidar». Diálogos, discusiones, amistades, de ahí nace todo. ¿Por qué lo haces? «Necesito encontrar un corazón que vibre, porque esto ayuda al mío a vibrar. Necesito que la persona que tengo delante descubra su corazón».
Son los rostros concretos de lo que te había dicho el padre Aldo: «El movimiento sucede porque hay gente que respira. Cuanto más vives de Cristo, más vives la vida con dramatismo, y comprendes con más ardor el grito de tu humanidad. Porque vives en relación continua con el Misterio». Ese Misterio que está haciendo la realidad ahora, y que ya no es un Desconocido.
(Las entregas anteriores son: Argentina y Brasil)
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