Cena en la embajada, entre danzas Gagaku y cantos napolitanos. Un encuentro en el Instituto italiano de cultura y el desafío a abrir la razón. El abrazo con Shodo Habukawa: «todos dependemos del misterio». Y una foto de don Giussani en el templo budista. El Meeting de Rimini llega a Tokio y al Monte Koya. Diario de «una amistad que está sucediendo ahora»
Suena el gong poco antes de las seis. Un toque sólo. Silencio. Después otro y después aumenta de ritmo. La oración empieza con el último toque. Los monjes entonan a un lado del templo mantras y oraciones que llegan al corazón. Es como un canto hermosísimo que se apoya siempre en las mismas notas, vuelve, insiste, pero nunca llega a ser melodía. Al otro lado está Shodo Habukawa, el maestro, sentado frente a un brasero. Gestos contenidos, precisos y armoniosos a la vez, como si cada movimiento encerrase un mundo entero, delante de un fuego que sube hacia la bóveda y llamea con fuerza, evocando una presencia misteriosa. Pero lo más impactante llega después, cuando un monje invita a los que asistimos al rito a dar una vuelta por el interior del templo, a lo largo de las paredes, pasando ante los altares que desde atrás no se pueden ver bien. En el primero se rinde homenaje a Kobo Daishi, el fundador del budismo Shingon. En el segundo, te encuentras la foto de don Giussani. Incluso distingues su nombre después, en la letanía final, junto al de Juan Pablo II y el de don Francesco Ricci. Rezan por ellos y por los invitados al Monte Koya, llegados el día anterior desde Italia, España u otros rincones de Japón. Todos han venido por algo que no habrías podido jamás imaginar. Al menos, no así.
Un paso hacia delante. Es el Meeting de Rimini que llega a Japón. Al mismo tiempo es algo más. Es una amistad que se consolida y que empezó con el viaje de don Giussani en 1987 y la relación con Shodo Habukawa, máxima autoridad de esta escuela budista. Es la ocasión de encuentros de alto nivel durante tres días acerca de la relación entre cristianismo y budismo (título exacto: “Tradición y globalización”), entre mesas redondas, presentaciones del Meeting, momentos de música y danza. Y es también «la ocasión para consolidar las relaciones entre Japón e Italia, porque nosotros, como país, estamos orgullosos de aquel viaje de don Giussani que ha permitido este encuentro entre dos mundos».
Palabras textuales de Vincenzo Petrone, embajador italiano en Tokio. Hace meses, durante una visita al Monte Koya, le dijeron, más o menos: «¿Sabe que, antes de usted, estuvo aquí otro italiano muy importante?». De ahí, y de una conversación con Roberto Fontolán, director del Centro Internacional de CL, la idea de aprovechar el ciclo de iniciativas entre Italia y Japón, en el curso de este año, para llevar al Sol Naciente no sólo marcas, firmas y arte tricolor, sino un paso más en la comprensión de las respectivas tradiciones religiosas.
El resultado es que desembarca en Tokio una delegación compuesta de parte del equipo del Meeting, la primera su presidente, Emilia Guarneri, el propio Fontolán, el filósofo Constantino Esposito, Etsuro Sotoo, el escultor japonés de la Sagrada Familia, don Ambrosio Pisoni, visitor del movimiento en Asia (y al menos por dos ocasiones invitado de Habukawa). Y don Massimo Camisasca, en representación de Julián Carrón, que en los mismos días participaba en el encuentro sobre las religiones en Asís querido por Benedicto XVI. Aterrizas pensando que no será como el Meeting de El Cairo: ningún grupo de amigos en el origen de la iniciativa, nada de voluntarios con velo recibiendo a los invitados, fórmula distinta y contexto completamente diferente… Te irás asombrado por lo mismo que viste allí, justo hace un año.
Empezando por la recepción en la embajada. Fuera, un jardín de una belleza encantadora. Dentro, aún más. Se trata de una cena informal. Verdaderamente hay poco de formal. Habías visto a Sako en La Thuile, a Marcia hace seis meses, cuando todavía vivía en Brasil. Te esperabas encontrártelas aquí, pero no con kimono. Como Yurye y otras amigas que viven en Japón y miran asombradas. ¿El qué? El abrazo conmovido de Habukawa y Emilia Guarnieri (se conocen bien: después del 87, los bonzos han estado en el Meeting catorce veces); la llegada del nuevo Nuncio apostólico a Tokio, Joseph Chenoth, que participa en su primer acto oficial; las danzas Gagaku, con sus movimientos que parecen meditaciones; el maestro Aoki, músico japonés, que canta Torna a Surriento y Santa Lucia luntane. Todavía no ha empezado, y a los italianos ya se les lee una pregunta en la cara: ¿Qué está pasando?
A la mañana siguiente, cita en el Instituto italiano de cultura, que dirige Umberto Donati, anfitrión cortés y afable. Una de nuestras sedes más prestigiosas en el extranjero, un palacio firmado por la arquitecto Gae Aulenti (con una fachada rojo llama). Fontolán lee el saludo de Julián Carrón (podéis encontrar el texto completo en revistahuellas.org): el desafío del Papa (y de Giussani) a abrir la razón es válido también aquí, ¡y cómo! Hay un pasaje que, a la luz de los días siguientes, tiene algo de profético: «La historia de su amistad es un ejemplo manifiesto de ecumenismo real. Un amor a la verdad que está presente, aunque fuese sólo un fragmento, en cualquiera. Esta apertura nos permite sentirnos como en nuestra propia casa con cualquiera que conserve una brizna de verdad, en cualquier parte».
Caras de sorpresa. Primera ronda de intervenciones. Emilia presenta el Meeting. Esposito habla de razón y presencia. Camisasca, del sentido religioso. Giorgio Amitrano, profesor en la Universidad Oriental de Nápoles, del poeta budista Miyazawa Kenji y de su relación con el cristianismo. Franco Marcoaldi, escritor y columnista de La Repubblica, habla del orientalista y escritor Fosco Maraini. Eisho Yagi, abad del templo Myojoin, de su viaje a Kampala para conocer a las mujeres del Meeting Point. Interviene también Habukawa. Te impacta en particular esta afirmación: «Todas las cosas que existen tienen una suerte de misión. Son como una advertencia de parte del universo. Todos debemos reconocer que dependemos del misterio». Sientes un eco de esa «invitación presente en la realidad» a la que nos remitía Julián Carrón en la Jornada de apertura de curso de CL, el pasado primero de octubre. En la sala, unas ochenta personas. Se deja ver también monseñor Giuseppe Pittau, durante muchos años rector de la jesuita Sophia University: una autoridad absoluta en lo referente a Japón. En una pausa, cambias dos palabras con otro misionero que ha recorrido un largo camino: Gaetano Compri, salesiano, 81 años de edad y 56 pasados aquí. Fue él el que tradujo la conferencia de Giussani en el 87. «Al terminar, estaba sudando». Habla en broma, aunque no del todo. No es fácil traducir ciertas frases a una lengua que para decir “identidad” o “sorpresa”, por ejemplo, no tiene sustantivos sino sólo paráfrasis. ¿Qué dice Compri de este encuentro? «Útil, utilísimo. Japón y el budismo son poco conocidos en Italia». Comentario de Emilia en un descanso entre los encuentros: «Lo que he escuchado hoy me ayuda a entender lo que sucedió entonces: el acontecimiento de una amistad. Sin ella, no estaríamos aquí, ni tendríamos esta tensión conmovida por comprender».
La segunda sesión será seiscientos quilómetros al suroeste. En el monte Koya, lugar sagrado del budismo Shingon. Vuelo hasta Osaka, dos horas de autobús. Al final, cantamos. Povera Voce y Sakura, el canto de las flores de cerezo, entre las expresiones cordiales y algo sorprendidas de los invitados, que no están acostumbrados a estas melodías. Marcoaldi, Amitrano y Nadia Fusini, famosa anglicista. Silvio Vita, que dirige la Escuela Italiana de estudios sobre Asia Oriental en Kioto. Y los funcionarios de la embajada, como Corrado Molteni (que ha echado una mano preciosísima a organizar todo y se presta como interprete, junto a Vita).
Acabadas las curvas y el ascenso (estamos a una cota de 850 metros), tras rodear el arco rojo de entrada, ya estamos. Koyasan. Te lo esperabas silencioso y retirado, una red de pagodas interrumpidas sólo por el verde, y en cambio es una pequeña ciudad, con calles y tiendas que a las cuatro de la tarde están llenas de peregrinos. Los edificios sagrados están dispersos alrededor. Son diecinueve. Visitamos primero el más imponente, el Konpon Daito, que tiene una fachada roja espectacular. Te quitas los zapatos y entras en otra dimensión. Dieciséis columnas decoradas, techos hermosísimos. Cinco enormes Budas (el mayor, en medio, es el Centro del universo). Símbolos y ornamentos de una compleja cosmología. Todo habla de esta tensión al absoluto que no se saciará jamás. No podría saciarse, si Dios no hubiese bajado a la tierra.
Te falta el aliento sólo de pensarlo, mientras caminamos entre las tumbas del gran cementerio de Okunoin. Doscientos mil monumentos funerarios, la mayoría muy antiguos. Arcos, pequeños templos, columnas, estatuas. De vez en cuando se asoman como ex voto vestidos y cabellos de niño. Sus cuerpos no reposan debajo, te explican, han sido quemados. Queda sólo el recuerdo. Pero lo que más impresiona son las imágenes de las divinidades. Muchas, variadísimas. Y casi siempre con una expresión feroz. Porque tienen que tener a raya las pasiones, los excesos, el desear demasiado. A Aizen-myo’o, por ejemplo, se le pide ayuda para apagar las pasiones amorosas. Tiene un arco en la mano y otras armas.
Piedras y carne. Habukawa cuenta que don Giussani «quedó muy impactado por Senju Kannon, la divinidad de los mil brazos, porque cada una de sus manos sirve para salvar un hombre». Ahí está, esculpida en piedra, y en una de las estatuas más bellas del museo del Koya: doscientos mil restos arqueológicos que dan idea de la riqueza de esta historia, hermosa y al mismo tiempo melancólica. A través de las tumbas, vas hacia el puente que lleva al Gobyo, el mausoleo donde según la tradición, Kobo Daishi se encerró en meditación perenne. Es imposible no pensar en esa página de Giussani, en la llanura donde los hombres se afanan en construir un puente hacia lo alto, mientras de improviso aparece un hombre que dice:«Paraos. Vuestro intento es grande y noble, pero triste…». Este Monte es el sentido religioso hecho piedra y carne. Algo que de nuevo te deja sin aliento cuando te das cuenta de la profundidad que tiene, de cómo determina toda la vida de aquí. El tiempo. El espacio. Los detalles. Hasta el comer y beber. Todo grita su relación con el Misterio. Frente a la escalera que sube a la salida de Kobo Daishi hay un grupo de peregrinos en oración. Un término medio entre mantra y letanías. La petición de ser protegidos, acompañados. «Un grito quebrado», había dicho don Giussani. Es cierto.
Pero hasta la cena, en un salón del templo Muryoko-in que alberga a todos en habitaciones muy japonesas (tatami, futon y paredes de papel), da motivos para pensar. Hay una docena de monjes aquí. Tres mil en todos los templos de la montaña. El prior del monasterio este año es Shoken, hijo de Habukawa. Después los más jóvenes, a los que no sería propio llamar novicios. No hay un recorrido establecido para “tomar los hábitos”, depende de la historia de cada uno, de su relación con su maestro, de cómo aprende cada uno. Pero algo es cierto: sonríen. Al menos los que como Nose, 28 años y con estudios de arte y diseño, ves ir y venir, arrodillarse para servir la cena con un gesto que es más que una inclinación cortés, es un modo de relacionarse con la realidad. Con la tierra a la que perteneces.
Experiencias vividas. La conferencia se celebra en la Sala de los Doctores. Por la mañana se habla de la belleza, con Etsuro Sotoo («belleza y verdad están unidas: sin creer en una verdad y adherirse a una belleza, no habría nada de lo que el hombre ha hecho sobre la tierra») y Shizuka Jien, director del museo. Por la tarde, de educación y maestros, en más de tres horas de debate rico y denso, porque cada uno tiene una experiencia concreta que proponer. Emilia habla de su trabajo como profesora y de qué ha aprendido de don Giussani, «que me ha educado en la belleza y verdad para enseñarme a juzgar»; don Ambrogio, de cómo el encuentro con Cristo permite conocer la realidad; Marcoaldi, de que las diferencias son importantes para un verdadero diálogo. También los japoneses hablan de experiencias vividas, no de teorías. Chiun Takahasi explica cómo el encuentro con los católicos lo ha ayudado en su trabajo: construir templos.
Entretanto, te sorprendes varias veces mirando a Habukawa. Los ojos, profundísimos y al mismo tiempo niños. Y el cuerpo, sus gestos. Su manera de inclinarse hacia el otro cuando lo mira, girándose con medio cuerpo, como si en aquel momento tuviese ante sí todo. Te imaginas la escena que te ha contado don Ambrogio, de un encuentro en Milán: el abrazo, un diálogo hecho en su mayor parte de miradas conmovidas. «Después, frente a un libro con una natividad de Giotto, Giussani le coge una mano y la lleva a señalar la figura. «Jesús». Y Habukawa: «Ah, Jesús…». «María». «María…». Simples como niños. Entiendes también porqué, después de una visita a la sede de CL de Milán, sigue contando don Ambrogio, «mientras el coche de Habukawa se alejaba, Giussani se volvió hacia nosotros y dijo: “Si este hombre hubiese vivido en los tiempos de Cristo, habría sido uno de los doce».
Hoy te sigue impresionando por cómo se ilumina cuando habla de su amigo. Por cómo lo ha marcado. Así empezará su intervención en la mesa redonda sobre los maestros: «El 28 de junio de 1987, llevando consigo una luz resplandeciente, vino entre nosotros don Giussani…». Cuando le preguntas qué era don Giussani para él, te responde con una mirada que nunca podrás contar, y tan sólo dos frases: «No puedo decirlo con palabras. Porque está aquí, con nosotros».
Por la noche hay fiesta. Intercambio de regalos. Canciones japonesas y napolitanas. Marcoaldi entona ’O sole mio y Habukawa sigue el tiempo con las manos, despacio. Un clima que no se explica. «No es una celebración, es una amistad que está sucediendo ahora. Misteriosamente», dice Emilia.
También la última etapa es una sorpresa. Primero, por cómo ha nacido: Habukawa quiso que también otra escuela budista, la Zen del templo Ehieji, conociese el movimiento y el Meeting. Y también por lo que te encuentras al llegar, después de seis horas de autobús, y empiezas una visita guiada a una ciudad de la fe: tres mil bonzos y seiscientos mil visitantes al año. Las salas, los templos. La zona de baño para las purificaciones. Las cocinas. El salón donde los monjes hacen zazen, meditación, tres horas y media al día mirando fijamente la pared en busca de un infinito que al final coincide con el vacío y se puede alcanzar sólo por sustracción, depurándose de las pasiones y del mismo pensamiento, «porque nuestro ideal sería no pensar en nada». Todo lleva la impronta de la misma filosofía: los ritos, el alimento, los gestos de lavarse las manos y los que acompañan la taza de té hacia la boca, «porque si lo haces de cierto modo, pensando que estás bebiendo algo vivo, que proviene de la naturaleza y es de tu propia naturaleza, tu espíritu cambia», explica uno de los monjes: «Es nuestra naturaleza que se expresa en cada gesto. Debemos comportarnos como si fuésemos nosotros mismos hijos de lo divino». Como si. Una fascinación enorme, y un velo de tristeza.
Para el mundo entero. Mientras tanto, nos conocemos. El maestro Matsubara, guía del monasterio, se sorprende al oír hablar del Meeting. Se intercambian ideas sobre la educación y la responsabilidad. Nos vemos más tarde para una cena que toma rápidamente los tintes de una amistad verdadera. Saludos, intercambio de regalos. Y una invitación a Rimini, naturalmente. Queda por ver lo que pasará después. La pregunta del principio se hace potente: ¿Qué ha sucedido? «Que el carisma de don Giussani ha mostrado de nuevo toda su profundidad y su capacidad de construir la historia», observa don Ambrogio, y que el Misterio «se sirve de nosotros como quiere, de manera realmente impensable», apunta Emilia. Piensas en Habukawa, en la foto de Giussani que siempre lleva consigo y en la que está en el altar. No estaba allí porque estábamos nosotros. Es para él. Para ellos. Para el mundo entero. He aquí porque nos hemos sentido como «en nuestra propia casa», incluso en Japón.
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