Las manifestaciones invaden ya las ciudades de medio mundo. Eslóganes, quejas y mucha confusión. Pero en Roma, mientras esperan la marcha que terminará en batalla campal, los diálogos y las reacciones muestran cómo la crisis pone de manifiesto lo que somos. Y exige un trabajo sobre la propia persona
«No os enamoréis de estos momentos que estamos viviendo aquí. Enamoraos del trabajo duro y paciente». En el centro de la rebautizada “Liberty Plaza”, entre las tiendas de campaña, la música, los carteles, Slavoj Žižek, filósofo esloveno, habla a los indignados que han sitiado Wall Street, como muchas otras plazas en el mundo: «El camino es largo; pronto deberemos afrontar la cuestión más difícil: no aquello que no queremos, sino aquello que realmente queremos. Las fiestas cuestan poco, la verdadera prueba de su valor está en lo que queda al día siguiente».
En la protesta de los indignados italianos, el pasado 15 de octubre, ni siquiera hubo tiempo para homilías laicas o discursos. En la escena prevalecían, en todos los sentidos, los pasamontañas: tanto en la marcha como en el debate posterior.
«¿Por qué estás aquí?». Los objetivos de los fotógrafos nos han acercado todas las imágenes entre las bombas de humo. Eso ha acaparado la atención, y es más que comprensible: el vacío se ha llenado de violencia y ha tomado las calles de Roma. Esos chicos encapuchados, algunos menores de edad, llenos de rabia, con sudaderas debajo de las que ocultaban unos palos, han hecho que todos nos sentamos provocados.
Pero tras varias semanas, con una protesta que se extiende ya a 900 ciudades, tratas de imaginarte lo que están haciendo todos esos rostros que has visto en la marcha romana. Desearías ver el primer plano de sus vidas, cuando ya han vuelto a sus casas o a su trabajo; saber lo que queda «al día siguiente», una vez abandonadas mochilas, banderas y eslóganes, saber dónde ha quedado toda esa maraña de malestar y demandas. Ese corazón que aparecía de repente en medio de tantos discursos.
La explosión de descontento que de Madrid a Grecia, evitando la inadecuada comparación con la primavera árabe, ha contagiado a EEUU, Europa, Chile, Corea del Sur, es un hecho patente. Los observadores lo exaltan o lo descartan, encuentran expresiones y precedentes históricos para definirlo: lucha de clases, política en las plazas, anti-política. Todo esto es cierto. Pero todo reducido a crítica y desahogo. Una protesta sin un líder y sin identidad, salvo la rabia, pensabas. Después te encuentras con ellos.
Desempleados, familias, trabajadores precarios, estudiantes, pensionistas. Antes de que estalle el caos de escaparates hechos añicos y coches en llamas, ellos están aquí, en Roma. Son rostros concretos, entre decenas de miles de personas. Mirarlos de cerca y fijarte en ellos te dice mucho más que todos los análisis a posteriori. Dice más la sorpresa ante la pregunta de ¿por qué estás aquí? Se la haces a cincuenta personas que, al escucharla, te miran sorprendidos. Todos. «Es la marcha de la rabia, en todo el mundo...». Sí, pero, ¿por qué estás aquí? Y dice más la seriedad con la que entonces comienzan a responder, por curiosidad o por desafío.
Luciano es todo él pins y frases hechas, en la espalda se ha colgado un letrero que dice: «¡Basta!». Trabaja de asesor en una empresa, por lo que recorre el norte de Italia y ve «situaciones contractuales terribles». Podría hablar del tema durante horas. Pero todo su ímpetu sindicalista se queda en nada frente al temblor por su hijo Pietro. Para el mundo es sólo un niño regordete, para él lo es todo: «Me gustaría darle certezas, pero yo no las tengo. Lo he traído aquí porque no quiero que piense que está solo».
La soledad. Es lo primero que asoma en cada diálogo: «Estoy aquí porque necesito no sentirme sola. Quiero seguir algo que se mueve, formar parte de ello». Alessandra, profesora romana de 47 años, ex trabajadora precaria durante décadas y en plantilla desde hace poco. «Hoy no podía quedarme en casa, porque no puedo más, y ver a otras personas me da esperanza: creo en mi trabajo, pero en el colegio nos falta incluso el papel higiénico». Teresa trabaja en Correos, sale lanza en ristra mostrándote resguardos de grandes cadenas que «no respetan las normas fiscales» y termina hablando de su hija, que tiene veintitrés años y no ha querido venir: «Es una futura trabajadora precaria. Pero ni siquiera es esto lo que más miedo me da, no quiero que se quede pasiva ante su vida. Y estando solos se acaba siendo pasivos». Como dice de sus compañeras: «¿Sabes cuántas veces me llaman y lloran? La situación es verdaderamente dramática. Al menos vuelvo de aquí y les digo que no deben sentirse solas».
El hombre ético. Al profundizar en las palabras, aún antes de que arranque la marcha, hay ya una desilusión: «Ni siquiera basta el estar juntos. Mi problema es todos los días, pero no encuentro una salida y el lunes será como antes», te dice Marco, obrero metalúrgico: «Se trata de que no tenemos otros instrumentos, ¿qué debemos hacer?». La mayor parte de las veces en esta plaza las respuestas son preguntas. Una tras otra. Incluso el portavoz de la coordinación de todas las siglas presentes, el activista Giuseppe De Marzo, lo dice: «Indignarse no es suficiente, es necesario construir alternativas». Pero si hay una crítica que se les hace a los indignados es ésta: os quejáis sin proponer. Y la respuesta de todos es más o menos la de Alessandra: «Mi trabajo no es gobernar». O lo que es lo mismo, el mensaje es la protesta. Pero esto es demasiado poco incluso para ellos, porque construir es otra cosa y lo admiten: «Gritar en la plaza no es suficiente», insiste Marco. Pero luego da marcha atrás: «Incluso queriendo construir, no se sabe por dónde empezar». Y esto es lo que delata la debilidad de la indignación: se ha dejado ya de mirar todo lo bueno que existe, se renuncia a ser inteligentes y protagonistas en el presente, conformándose con encontrar a los “culpables”.
La protesta en Italia no tiene ciertamente como único objetivo el Gobierno actual. Lo dicen los periódicos, pero no la gente en las calles, ni siquiera los de izquierdas: «El problema no es Berlusconi; aquí todo se está desmoronando: quien nos ha arruinado es el sistema financiero». La ola de indignación que tan fácilmente puede convertirse en ideológica hace también preguntarse por esto: se plantea como una revuelta anti-ideológica. Contra la ideología moderna del beneficio, de un sistema financiero que ha pasado de ser instrumento a convertirse en fin último, reduciendo al hombre a la “cuestión ética”. «Supongo que muchos de los manifestantes desconocen los “tecnicismos” que han llevado a esta situación», explica Luigi Campiglio, profesor de Política Económica en la Universidad Católica de Milán, «pero esta explosión de descontento se reconoce y comprende porque tiene razones profundas, verdaderas y documentadas».
Somos el “99%”, que es ahora el eslogan de todos, inspirado por el movimiento en EEUU, no es irracional: «Es uno de los datos que más me ha llamado la atención. En EEUU, las recientes investigaciones históricas dicen que el 1% de las familias con ingresos más altos tienen una participación en el total del 24%. Una cifra enorme. Este 1% oscila, a lo largo del último siglo, con dos picos: 1928 y 2007. Después de 1928, llegó la gran crisis y cayó del 24% al 10%. Y fue este cambio en las cuotas de distribución el que acompañó el crecimiento de la economía mundial, desde la segunda posguerra hasta mediados de los años setenta». Los años dorados fueron, por tanto, aquellos en los que la distribución de la renta era más equilibrada.
Nuestra ciénaga. En las plazas, también en la de Roma, la naturaleza económica de la protesta es muy fuerte. Por lo demás, no sería parcial identificar el origen de la crisis «con el fracaso de decisiones políticas que han desmantelado las bases del orden financiero», prosigue Campiglio: «Una gran parte de las transacciones no está en absoluto regulada». Se trata de la actividad extrabursátil. «Por eso el símbolo del inicio de la crisis de esta época sigue siendo el 15 de septiembre 2008». Cuando el banco de inversión Lehman Brothers se declaró en quiebra. «Con total desprecio por la responsabilidad social, consiguieron sin escrúpulos enormes ganancias: y fueron el catalizador de esta situación, pero la causa es todo aquello que está detrás. El sistema, que parece hecho a propósito para amplificar los daños». La mirada, después, a la aguda crisis de Italia tiene en sí otro aspecto decisivo: «Nuestra ciénaga, o el mercado de trabajo, sobre todo juvenil».
El trabajo es el tema más dramático para la plaza. Pero incluso en esto, al investigar mejor se abre un mundo. No de golpe, sino poco a poco, entre tópicos y polémicas. «No soy libre porque no tengo poder de negociación». Así comienza Francesco, trabajador en «un proyecto sin proyecto»: «Si no tuviera la casa de mis padres, no la tendría a ella». La hijita con alas de ángel que lleva a hombros. Cuanto más habla, más el problema se convierte en otro: «De todos modos, no sólo es importante el trabajo y punto. Sino el trabajo que debería ser de una determinada manera». ¿Es decir? «Sobre todo si no dieran por descontado mi compromiso. Si las relaciones no fueran ejercicios de fuerza, o no estuviéramos obligados a tomar el pelo a los clientes...». Decenas de “si...”. Todos ellos exigencias del corazón. Suyas y de muchos otros. Pero que caen en la queja porque rebotan: contra «un muro de goma», te dicen, sin saberlo identificar. «Pasamos la mitad de la vida en el trabajo, debe ser bello, justo y digno», te acababa de decir antes Teresa.
Un peso que es un vacío. Bajo cada lema de la protesta, se capta mucho más. Hasta preguntarse si todas estas condiciones hacen que uno sea infeliz. Y cuando aparece la palabra más seria de la vida, muchos ríen al escucharla. «¿La felicidad? Pero, ¿qué tiene que ver?; eso tiene que ver con los afectos», responden. Vittorio, de quince años, dice que esta pregunta le resulta «embarazosa»: él no vive la crisis, pero está aquí porque «al menos hago algo importante. De todos modos, no soy muy feliz». Chavales, adultos, popolo viola (movimiento anti-Berlusconi, ndt.), feministas, gente en expediente de regulación de empleo, si hay una identidad común es que este malestar es síntoma indeleble de otra cosa: los rostros tienen una mezcla de sentido de justicia y de deseo de realización, junto con la incapacidad de llamar a las cosas por su nombre.
Carmen te sorprende precisamente por lo contrario. Es lo primero que te dice: «Esta crisis es mi problema existencial». Treinta y un años, de Nápoles, gana 700 euros al mes, todavía no sabe por cuánto tiempo, y dice que «está enfadada con todo y con todos porque estoy obligada a sentirme mal». Habla del peso que se siente «de la mañana a la noche». Un peso que es un vacío: «Me levanto de la cama y no sé dónde pongo los pies». Sin embargo, es un vacío lleno de aspiraciones: «Quiero formar una familia, sacar partido a mis estudios, tener mi propia casa. No quiero sobrevivir. ¡Estoy furiosa! Porque amo la vida». Entonces, ¿estás aquí por rabia o por amor? Sonríe. Luego guarda silencio unos instantes: «Estoy aquí porque al menos digo “¡existo!”». Y levanta la mano. «Parece obvio que estoy aquí, pero no, no lo es. ¿Sabes por qué estoy mal? Porque siento que se me da por descontado».
Por esta razón no puedes pensar que ya la conoces. Ni a toda esa gente que se mueve a tientas. Porque te dice más de qué pasta está hecho el hombre, no su indignación; dice más sobre ti. Y es cierto que la plaza te exige algo. «Algunos hacen sus interpretaciones sobre nosotros», te dice Luciano. Exige un trabajo, no un empleo: sobre la persona, sobre cómo está hecha, que se desvela cuando la vida impacta. «Existe una ecología del hombre», ha dicho el Papa en el Bundestag: «El hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo arbitrariamente. El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando escucha la naturaleza, la respeta y cuando se acepta como lo que es, y que no se ha creado a sí mismo. Así, y sólo de esta manera, se realiza la verdadera libertad humana».
Libertad. A un océano de distancia, y sólo intuida, es la misma palabra que utiliza Žižek ante los manifestantes acampados, casi como por un presentimiento. Antes de abandonar la Liberty Plaza, mira todos esos rostros levantados para escuchar: «Nos sentimos “libres”, sólo porque no tenemos un lenguaje capaz de expresar nuestra falta de libertad».
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