Cae la tarde. Mateo espera a Luca delante de la Facultad de Ciencias Agrarias. Cuando llega le pregunta si quiere que le lleve a casa. «¡Qué bien!». Mientras van hacia el coche, Luca exclama: «Mateo, ¿qué hace ese tío en tu coche?». «¡Corre!, ¡me lo están robando!». Se echan a correr y a gritar. El hombre huye. Le alcanzan en unos segundos. «¿Qué quereis? ¡No he hecho nada!». Mateo le mira y, en un instante, la rabia cede. Ni siquiera él sabe bien por qué, pero algo en su corazón le lleva a preguntar: «¿Pero, por qué haces esto? ¿Cómo te llamas?». El hombre se queda sin habla. No encuentra excusas para defenderse. ¿A qué vienen esas preguntas? Lo normal habría sido que se enfadasen, llamasen a la policía, o que a lo mejor incluso le pegasen. Y en cambio, esos dos chicos que podrían ser sus hijos… Empieza a hablar de sí mismo: «Me llamo Giovanni. Siempre he trabajado, pero ahora estoy sin trabajo». Siguen hablando y al final Mateo le propone: «Si quieres, nosotros te ayudamos a encontrar trabajo y tú pagas los daños del coche. Nos vemos aquí mañana a las tres. ¿Vale?». «De acuerdo».
Suben al coche. Luca le pregunta a su amigo: «¿Y ahora, qué podemos hacer para ayudarle?». «Tengo una idea. Podemos hablar con Hugo, el que vino este verano a nuestras vacaciones en Pontresina. ¿Te acuerdas de que nos habló de esa caritativa en la que ayudan a otros a buscar trabajo?». «Perfecto. ¿Crees que ese Giovanni vendrá mañana?».
Al día siguiente le esperan delante de la facultad. Y Giovanni llega. Algo cohibido al principio, se va soltando poco a poco con estos nuevos amigos. «Le hemos dado vueltas a lo que podíamos hacer y hemos llamado a un amigo nuestro que puede ayudarnos. Queremos que le conozcas. ¿Quedamos para mañana por la mañana?». Giovanni asiente. No entiende mucho, pero de estos chicos se puede fiar. ¿Por qué lo hacen? Ciertamente no parecen ni ingenuos ni incautos. Le vuelven a la cabeza las preguntas del día anterior. Giovanni desayuna a la mañana siguiente mientras habla de trabajo, entre otras cosas, con Hugo y Mateo. «Envía veinte currículum cada día, ciento cuarenta por semana», dice Hugo. Aunque Giovanni asiente, parece algo desorientado. «Hay un problema: yo no tengo ni correo electrónico ni currículum». «Ok, el martes lo hacemos», responde Mateo.
Y el martes, a las nueve, Giovanni está allí, puntual. «Vamos a un aula de estudio –dice Mateo–, he traído el portátil. Están más de una hora frente al ordenador. Suena el móvil de Giovanni, que corta rápido: «Ahora no puedo hablar. Estoy haciendo un trabajo con ese amigo mío del que te hablé». ¡Amigo! Hasta hace unos días no se conocían. Mateo no le ha prometido nada. Pero está allí, con él. Algo del otro mundo, en este mundo.
«Giovanni, ahora tengo que irme. Nos vemos el lunes. Misma hora, mismo lugar. Y seguimos buscando». «Vale, Mateo». Siguen buscando. Y la vida vuelve a empezar.
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