Ese 11 de septiembre vi que mi miedo tenía un fundamento en la realidad. Por una razón más profunda que la así llamada “racionalidad”
La certeza puede ser un problema, igual que puede serlo su ausencia. La “certeza” de los terroristas conduce al caos y a la confusión de cuantos son objeto del terror, porque la certeza es una energía que cambia de forma, se transmite de persona a persona, crece en el corazón de uno mientras disminuye en el de otro, en una perenne compensación.
Pero, como hemos visto en el Meeting de Rimini, existen diversos tipos de certeza: la certeza de la mirada inmutable y la certeza de los pasos a lo largo de un camino trazado por la razón.
Pero una forma de certeza puede llegar a representar una provocación para otros. Parece que Occidente, en su búsqueda de la felicidad a través del progreso materialista, representa precisamente una provocación de este tipo para los que viven anclados a valores más sencillos.
Recuerdo bien que la mañana del 11 de septiembre pensé que mi miedo a las alturas, después de todo, no era tan irracional. El vértigo que sentía al subir a lo alto, especialmente de un edificio construido por el hombre, tenía de repente una explicación: un miedo inconsciente a la Torre de Babel.
Considerado desde la tranquilizadora perspectiva del paso del tiempo, podría parecer una superstición, pero era también la voz de algo verdadero que hablaba desde lo más hondo de mi ser, y me ponía en guardia sobre los límites de mi capacidad para satisfacer mis deseos. Estos miedos parecen ridículos ante lo que la cultura moderna llama la “racionalidad”, pero un tipo de razón más profunda, la que pasa a través del filtro de la experiencia, indica otra cosa distinta. Algo que hemos aprendido con el 11 de septiembre es que nuestros miedos más profundos tienen un fundamento en la realidad.
Aun quedando admirados por la belleza y la ambición de los rascacielos, debemos admitir que hay algo absurdo y al mismo tiempo presuntuoso en ellos. En su desafío a la ley de la gravedad, pueden asemejarse a un delirio de omnipotencia.
De algún modo, lo que sucedió hace diez años en Nueva York representa simbólicamente el punto de choque entre dos tipos de certeza, ambos problemáticos a su manera. Podríamos decir que se trata del enfrentamiento entre la imparable fuerza del progreso de Occidente y el inmutable objeto de una piedad mal entendida. La “certeza” de Occidente, arraigada en una confianza creciente en que la ciencia y el progreso tecnológico conducen inexorablemente al hombre hacia la respuesta a todas las preguntas, se enfrenta con la “certeza” de una conciencia primitiva de lo que significa la fe. Hay una paradoja extraña en el hecho de que la inercia del tradicionalismo fuera representada por aviones en vuelo, mientras el discurrir del progreso humano tomaba la forma de las torres aparentemente indestructibles, que caían en el momento en que un ataque excepcional apuntaba a su debilidad intrínseca.
Resultó extraño observar que, como en otros momentos de dolor y confusión, la primera respuesta de Occidente fuera la de arrodillarse en oración. Esta constatación encuentra eco en la aguda imagen evocada por Fabrice Hadjadj en su intervención en el Meeting 2011. Al referirse a lo que habría podido ser fácilmente definido como devoción, Hadjadj puso en evidencia la incongruencia por la cual un iPhone (tomado como ejemplo del progreso del hombre) exige ser presentado en su forma más actualizada –el 4 en vez del 3, y luego el 5 en vez del 4– a riesgo de ser tachado de obsoleto, mientras que un crucifijo o un rosario mantienen inalterable su fuerza a lo largo del tiempo. Más allá del evidente aspecto moral, esta observación contiene una dura y rigurosa verdad: el hombre es sólo un mendigo. Y hace experiencia de sus certezas más grandes cuando se arrodilla.
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