El arma del escepticismo es una falsa libertad. en cambio, el corazón está más “al fondo”, allí donde la vida deja de ser un murmullo
El reto que nos plantea la razón moderna no es “demostrar” la existencia de Dios, sino desmantelar la lógica falsa que se ha insinuado entre nuestra persona y su verdad. El arma más potente del escepticismo no es “probar” que Dios no existe; es la inercia de los seres humanos para permanecer en esa lógica que, así lo creen, les hace “libres”.
Este sentido de libertad, que a pesar de su fracaso cada vez más patente sigue seduciendo a la humanidad, motiva nuestro rechazo a ver las cosas tal como son. Ya hemos hipotecado el bienestar de nuestros nietos y, sin embargo, seguimos pensando que irá mejor con los bisnietos. Sigue creciendo el coste, muy caro, de la eliminación de Dios de la esfera pública, pero volvemos a las andadas con nuestros proyectos seculares.
Sólo existe una defensa contra todo esto: el asombro ante la realidad de los hechos. Si cada uno acepta interrumpir, aunque sea por un instante, el frenesí de la búsqueda en el lugar equivocado, para concentrarse en silencio en el misterio de su “yo”, entonces todo este montaje mostrará su falacia. Volviendo a la infancia, incluso en las últimas horas de una vida, un hombre puede encontrar la armonía, la nota que resonó en él, y que establece una tensión entre su origen y su destino. Y al darnos cuenta de que esta nota devuelve a la realidad su coherencia –impenetrable a la charlatanería de las tertulias, a las contrataciones de la Bolsa y al estruendo de los bares–, experimentamos la existencia de forma radicalmente nueva.
Es el premio que nos espera, si volvemos a buscar el corazón que hay en nosotros. Pero el “corazón” no es la válvula que late, ni la entidad sentimental que se deja conmover por los culebrones o los triunfos deportivos. No. Se encuentra más adentro, más al fondo, en la oscuridad desconcertante que ha producido la cultura de la falsa libertad. El corazón es nuestra verdadera naturaleza. Y el sentimiento que prevalece, cuando se llega ahí abajo, es la familiaridad: nos damos cuenta de que recordamos. Esta es la armonía que buscábamos por todas partes sin encontrarla. Esta es la emoción prometida de muchas formas por el mercado, por las ideologías, por los usureros. La verdad ya está dentro de nosotros, pero nos han persuadido que nos interesa “olvidar”.
Es extraño que esta palabra, “interés”, tenga tantos significados distintos: atracción, deseo, el “estar inmersos en...”. Además de derechos y cuotas de propiedad. Pero remite también al precio que hay que pagar por un préstamo, cosa que hoy está en alza en el debate público. Pero hay un significado que debemos rastrear en estas relaciones etimológicas. Si perseguimos los deseos y las atracciones en sentido literal –alejándonos de nosotros mismos y lanzándonos hacia las lisonjas de la cultura y de los mercados– acabamos no sólo pagando en primera persona, sino dejando deudas a nuestros hijos y nietos. En cambio, si excavamos en profundidad, descubriremos que las respuestas estaban ahí, esperándonos. Y entonces la existencia deja de ser un murmullo confuso y se convierte en «una inmensa certidumbre».
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