Para hacer frente a las necesidades sociales agravadas por la crisis, en el marco del proyecto que la Casa de San Antonio lleva a cabo en Fuenlabrada, se han convocado una serie de actos, el primero de los cuales se celebró a finales del pasado mes de octubre. Se abordaron la inmigración, la convivencia entre personas de culturas distintas y las razones para una nueva capacidad de acogida e integración, ofreciendo los ejemplos concretos de tres testigos en diferentes situaciones
Las consecuencias dramáticas de la crisis que afecta a toda España y que nuestros gobernantes tanto se niegan a aceptar, se van viendo en nuestro entorno. En particular, asistimos a la revitalización de un sentimiento de rechazo hacia la emigración, bajo el peregrino, pero cada vez más aceptado, argumento: “¡estos vienen a quitarnos el trabajo!”.
Estamos en el último viernes de octubre y la tromba de agua que ha caído unas horas antes, junto a un frío que insiste en adueñarse de la situación, se constituyen en una enorme barrera para salir de casa y acercarse hasta los salones del Hotel Las Provincias, de Fuenlabrada, donde el acto ha sido programado. No obstante, un centenar de amigos deciden desafiar las inclemencias meteorológicas y acudir a la cita. El premio no se hará esperar y desde los primeros compases del acto se hace evidente que el interés suscitado va a obtener una generosa recompensa.
La sencillez de Pedro
Desde el momento en que comenzamos a poner en marcha este programa no hemos dejado de vivir experiencias cada vez más gratificantes. Botón de muestra es el texto del mensaje que, el mismo día que comenzamos a repartir invitaciones y carteles anunciadores del acto, nos llega a todo el equipo de voluntarios, procedente de las dos Anas (Salas y Algaba), que han asumido la coordinación del acto. Cada palabra evoca la satisfacción de ponerse ante los demás explicando por qué hacemos esto. El mensaje presenta una conclusión contundente: «Estos han sido los mejores momentos en los que Cristo se ha hecho presente, y nos hemos sentido escuchadas».
El acto se inicia y tras las presentaciones de rigor, es Pedro Pizarro el que abre fuego entrando de lleno en el meollo del problema de la integración de los inmigrantes con esa sencillez que le caracteriza: «Si me tuviera que identificar con un personaje histórico, sin duda elegiría a San Pablo, que pasó de perseguidor a Apóstol». Pedro comienza contando sus primeras experiencias con los inmigrantes, unas experiencias muy negativas que va desgranando una tras otra, experiencias que te llevan a pensar como todo el mundo y pedir «que se vayan fuera de España». En esos días se encuentra trabajando en Barcelona y con esos antecedentes le llega una petición que le hará tambalear todas sus estructuras.
Los amigos de Piza
Un amigo le pide que acoja en su casa a un joven paraguayo. Es como querer llevarse el trabajo a casa. Pero ha sucedido algo que no le permite dar marcha atrás: «Dije que sí por la amistad que había tenido con el que me lo proponía». Y así comienza una relación con un inmigrante que le hará dar un giro de ciento ochenta grados en su criterio sobre ellos. Para colmo, el paraguayo volvió a su país y Pedro –Piza para los amigos– pasó a convertirse en el punto de contacto de todos los paraguayos que acuden a Madrid porque, misteriosamente, todos tenían su número de teléfono y nada más pisar nuestro país le llamaban pidiendo ayuda.
Pedro continúa desgranando su rica experiencia y le toca ahora el turno a su relación con Mazok, Dris y su familia, unos hermanos marroquíes, “mis hermanos” reconoce, por los que en un cierto momento se ve hablando con sus superiores para ver que se puede hacer ante la detención de uno de ellos. A partir de ese momento surgió una bella amistad y Pedro se pregunta: «¿Por qué uno es capaz de jugársela? Yo cuando estoy con ellos no tengo que renunciar a lo que soy, sino proponer lo que vivo».
Luego vienen los partidos de fútbol con los amigos, con sus “hermanos los moretes” y los Latin Kings, y cómo, con la colaboración de todos ellos son capaces de montar en unas pocas horas “el chiringuito” de la asociación El Pórtico en las fiestas de Vallecas, cuando lo habitual es que emplearan varios días.
Pedro no tiene ninguna dificultad en reconocer que «todas las cosas duras, pero bellas, han sido consecuencia de fiarse de una propuesta, como la invitación a estar hoy aquí, si dices que no, te lo pierdes» y es que todo viene de percibir una mirada nueva que implica un afecto, un verdadero amor. Una mirada nueva que «surgió en Barcelona, con las personas que conocí allí y que me miraban con un afecto con el que jamás había sido mirado por otros».
Carita de chocolate
Toma el relevo Teresa Ekobo con una contundencia que hace estremecer a toda la sala. Comienza contando su llegada a España cuando tenía tan sólo ocho años: «Mi madre vino con cinco hijos y la más pequeña era enferma terminal. Mi madre tenía que estar en el hospital y no podía hacerse cargo de los demás hijos, por lo que cada uno de nosotros se educó en un internado diferente». Cuenta una experiencia clave de su vida: «Tuve suerte porque la monjas del internado me quisieron muchísimo. Fue el primer acto de gratuidad de Dios hacia mí que fui capaz de reconocer».
La relación con sus compañeras le ayudaron a reconocerse como diferente: «Las compañeras venían a lamerme la cara porque creían que era de chocolate. Terminé odiando el chocolate». También su relación con los profesores fue una ayuda para estar entre los primeros de la clase, a causa de una errónea premisa sobre sus capacidades que llevaba a sus maestros a preguntarle todos los días, en previsión de que no hubiera sido capaz de comprender: «como tenía la certeza de que me preguntarían, no tuve más remedio que aplicarme para no pasar la vergüenza de no saber qué responder».
Teresa advierte que esta situación es vivida actualmente por muchos niños, porque no somos capaces de entender que el otro es diferente. «En el instituto continuamente me recordaban que no soy de aquí y eso me obligaba a exigirme más a mí misma».
Aceptar la diferencia
Esta diferencia te lleva a situaciones tan contradictorias como que te digan «vete a tu país» cuando viajas en el metro, o que te atiendan rápido en un hospital aunque hayas ido con un simple dolor de cabeza, con las consiguientes protestas del resto de usuarios, porque piensan que a lo mejor te acabas de caer de una patera y te hacen toda una batería de pruebas para saber si tienes sida o cualquier otra enfermedad contagiosa.
Y tras contar algunas anécdotas más, retoma el argumento esgrimido cuando hablaba de las monjas de su primer internado: «Por suerte estoy en un lugar donde he aprendido a vivir y donde he construido una vida, básicamente porque he sido querida».
Teresa apunta una serie de rasgos característicos que conviene no olvidar para entender, y es que «no se entiende la diferencia» afirma, «porque nadie nos enseña a aceptarla». El africano no tiene tiempo de mirar el pasado. Sólo mira hacia delante. Es como una huida permanente. Sólo cuenta el futuro, pero es fundamental que no se sienta una víctima.
Uno de los problemas más graves lo sitúa en la falta de referentes para los jóvenes y se pregunta por la existencia de abogados o banqueros negros, para afirmar que los jóvenes necesitan referentes a los que imitar, porque si no, el futuro se difumina.
Pero no menos grave que lo anterior es la falta de tejido social al que acogerse en tiempos de crisis. Mientras que los autóctonos generalmente tienen una familia (padres, abuelos, tíos, hermanos, etc.) en la que apoyarse, una familia de la que recibir ayuda en tiempos de dificultad, el inmigrante no tiene nada donde aferrarse.
Otra de las claves la sitúa en seguir el ideal que trajo aquí a tus padres, que no es otro que buscar un futuro mejor. Teresa finaliza con un apunte determinante: «Don Giussani dice que uno mira a los demás como se mira a sí mismo. Si no te quieres, no puedes querer» y fija el núcleo de su vida, una vida en la que la dificultad ha estado siempre presente «en el momento en el que fui capaz de verme en el espejo tal y como era y reconocer que era querida».
En una situación dramática
La tercera pieza de este precioso puzzle es don Valerio Valeri sacerdote de la Fraternidad de los Misioneros de San Carlos Borromeo. Un “romagnolo” que lleva 23 años en África dándolo todo por los alumnos de las escuelas que ha ayudado a construir en su barrio, y por todos los feligreses de la parroquia en las afueras de Nairobi (Kenia), donde trabaja con otros dos misioneros.
Valerio tampoco se anda con rodeos y comienza a describir la dramática situación que vive el hombre africano, en un contexto en el que su valor, en sí mismo, es cero y sólo puede recibir alguna consideración en relación a su pertenencia a la tribu o el clan. Describe como los políticos manipulan a los ciudadanos utilizando estos conceptos (tribu o clan) como elemento diferenciador respecto a los demás (¿nos suena esto?). Una práctica que termina convirtiéndose en arma arrojadiza contra la normalidad social.
Nos cuenta cómo a comienzos de este año, a consecuencia de los disturbios originados por esta burda manipulación –¡una más de las que sufre el hombre de hoy!–, han muerto en Kenia más de mil personas y otras quinientas mil han perdido todo lo que tenían, viéndose obligados a huir de sus casas y convertirse en refugiados dentro de su propio país.
Pero esta manipulación del hombre también ha llegado hasta los jóvenes, con serios disturbios en las escuelas a comienzos del pasado verano. Todas estas descripciones desembocan en un titular de The Economist: “África, un continente sin esperanza”, a partir del cual, Valerio se pregunta si ésta es la verdadera situación, si realmente no hay futuro, y cómo afrontar los problemas de este continente, a partir de un tribalismo que no sólo no desaparece, sino que parece volver a aflorar muy violentamente.
Obras en Kahawa Sukari
Este momento supone el punto de inflexión en su intervención. A partir de aquí comienza a contar la extraordinaria obra que están desarrollando en Kahawa Sukari (café y azúcar), un barrio de la periferia de Nairobi, resultado de la fuerte inmigración que afecta a todas las ciudades de Kenia. Una inmigración que afecta especialmente a los jóvenes, que dejan el pueblo para ir a la ciudad en busca de trabajo.
Nairobi es una ciudad de tres millones de habitantes, en la que dos tercios habitan ya en estas zonas de chabolas, donde no hay servicios de ningún genero (electricidad, alcantarillado, sanidad, educación, etc.). Sólo son un conjunto desordenado de barracas de fango y chapa.
El barrio de Valerio esta dividido en dos zonas: una más rica, en la que habita gente empleada en la ciudad o con negocios, que está formada por casas de cierto nivel; y otra más pobre, muy semejante a un asentamiento de chabolas. «Nuestra iglesia parroquial está en medio de estas dos zonas y creció para unir dos realidades muy diferentes entre ellas y extrañas entre sí». Una parroquia que, desde el primer momento, se ha constituido en el primer elemento de unidad para unas personas pertenecientes a cuarenta etnias diferentes, y aquejadas de la problemática común a todas estas barriadas: paro juvenil, delincuencia, falta de servicios sanitarios y sociales, sida con altas tasas de enfermedad, etc.
Valerio deleita a todo el auditorio narrando cómo se va constituyendo la propuesta educativa para todo el barrio: «La primera preocupación en nuestra parroquia no ha sido la de construir la Iglesia o las obras parroquiales, aunque después lo hemos hecho, sino una guardería para los niños que eran dejados solos en casa por sus padres cuando se iban a trabajar a la ciudad». Se pone en marcha una escuela infantil que hoy cuenta con cien alumnos y otros tantos no aceptados por falta de espacio, y aquí surge el primer desafío que causa no poco escepticismo entre los padres. El motivo de esta desconfianza está en que esperan una instalación al uso donde se enseñe a leer y a escribir a sus hijos, como en el resto de las guarderías del país. En su lugar, se dan de bruces con un programa educativo que ofrece a sus hijos un espacio de vida y de convivencia, de juegos, de actividades creativas y de expresión.
Educar, acompañar, enseñar
Poco a poco, el escepticismo es derrotado por la realidad. Los niños crecen y maduran y los padres terminan entusiasmándose hasta el punto de pedir que este método acompañe a sus hijos en los procesos educativos posteriores. Así es como va naciendo una escuela primaria, otra secundaria y una de formación profesional. Todas ellas aplicando un método que contrasta con lo que sucede en el resto de las escuelas del país, donde la única preocupación es alcanzar el éxito. Valerio lo tiene muy claro: «sólo la propuesta cristiana es capaz de volver a poner la persona en el centro de la sociedad y de la escuela. Es capaz de crear personas que sean protagonistas de su vida y del futuro de su país».
Las anécdotas van salpicando su intervención y apoyando todo su relato, como la del Comisario de Policía de la zona, que se fue a visitar los centros educativos para ver qué tipo de escuelas eran éstas, qué se enseñaba en ellas, porque en las escuelas de Kenia hay muchos problemas, a menudo revueltas, y quería saber por qué estos estudiantes no creaban problemas. Valerio reconoce sonriente: «Después de visitar las instalaciones ha querido que sus hijos se inscriban en nuestra escuela para estudiar».
Y es que no hay duda: «o logramos crear una nueva clase dirigente política en estos países o estos países se hundirán», por eso la preocupación que les guía no es sólo enseñar un oficio, sino enseñar también la dignidad y el valor del trabajo y de la vida, para que puedan ser protagonistas de un futuro más humano. El camino educativo que han emprendido vuelve a ser un hecho del pueblo en el que cada uno tiene un papel diferente, pero siempre con la misma finalidad. Y termina citando a don Giussani en una frase que condensa toda la labor que realizan: «Nosotros queremos liberar a los jóvenes de la esclavitud mental, de la homologación que los vuelve mentalmente esclavos de los otros».
Perdonar la diferencia
Antonio Anastasio cierra el acto: «Acudes a un acto y te esperas algo, pero lo que sucede es algo mucho más grande de lo que te esperabas». Y comenta: «Yo creo en Jesucristo, pero sin la humanidad de testigos como estos dejaría de ser interesante para el presente, porque sería un dios, una religión que no responde a la realidad, a lo que es importante para mi vida».
Anastasio sitúa el punto de partida para resolver el problema del racismo en que «yo tengo que amar al otro como a mí mismo» aunque reconoce que esto no está al alcance de nuestra capacidad, ya que nadie sabe como amarse a sí mismo. Es algo que se va aprendiendo en la experiencia concreta. La relación con los demás es mucho más que demostrar un respeto, implica «perdonar la diferencia, porque, primero, somos diferentes, mientras que la ideología de los últimos tres siglos defiende que somos todos iguales. Entonces, en el momento que la vida demuestra que no es así, ¿qué hacemos? Cuando el que comparte mi misma habitación es diferente, ya no nos aguantamos y se viene abajo toda la ideología que nos han metido en la cabeza».
Para Antonio hay que partir justo de lo contrario: porque somos diferentes, con culturas y educación diferentes, pero con algo que es igual, hay un punto desde el que volver a empezar para «perdonar la diferencia en lugar de negarla. Y lo que tenemos todos por igual es el deseo de vivir una vida mejor, de vivir con una humanidad verdadera, de ser amados, de ser acogidos. Haciéndose hombre, Dios ha salvado la diferencia, ha colmado la distancia que nos separa. Nosotros trabajamos por agradecimiento por este regalo que se nos ha hecho. Queremos educarnos a vivir toda la vida y todas las relaciones a partir de este regalo se nos ha hecho. Creando la Casa de San Antonio hemos empezado a querer compartir con las personas necesitadas, cuya situación normalmente hace que no se las trate como personas que buscan un sentido a la vida, que buscan lo mismo que busco yo. Queremos ayudar a estas personas en sus necesidades y acompañarlas en su búsqueda existencial».
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón