Aunque el juez Garzón ha cerrado en falso el proceso penal que inició contra las victimas del franquismo, la fractura provocada por la iniciativa del magistrado y por la Ley de Memoria Histórica pervive en la sociedad española. Una verdadera laicidad, capaz de recuperar las evidencias que unen a un pueblo, es la respuesta a los abusos de la memoria
Garzón escribe mucho pero le faltan algunas lecturas. El auto del magistrado de la Audiencia Nacional en el que se inhibe de la imposible causa general que había abierto contra el franquismo consta de 152 páginas. Y a juzgar por las citas que trufan los extensos pliegos, lee de casi todo. Eso le permite internarse, incluso, en cuestiones tan arduas como las presuntas o reales obsesiones de Franco sobre los orígenes psiquiátricos del marxismo. Si en lugar de leer de “casi todo” hubiera leído todo, los españoles nos habríamos ahorrado el inicio de un proceso absurdo, pero no inocente para una democracia como la española, que no puede construir su convivencia sobre abusos de la memoria sino sobre el presente, sobre una auténtica laicidad.
Un abuso evidente
Los abusos de la Memoria es precisamente el título de un libro del reciente Premio Príncipe de Asturias Todorov que el juez podría haber empezado y acabado en uno de sus viajes. El intelectual de origen búlgaro recuerda lo que sucedió en los años 50 cuando, muerto Stalin, los comunistas europeos que habían denunciado con toda precisión el horror de los campos de exterminio nazis y la iniquidad de la Shoah no querían aceptar las noticias sobre el genocidio soviético de los gulags y de la “deskulakización”.
No debe haber leído Garzón tampoco la última novela del gran Vasili Grossman Todo fluye, recién publicada en español. Gracias a la genial y sobria narrativa de uno de los más grandes autores del siglo XX, el lector revive el encanallamiento moral del totalitarismo, la esperanza sostenida hasta la muerte en los campos de internamiento y la hambruna provocada por la persecución de los campesinos que son, a pesar de todo, capaces de amar hasta el final de sus días. Escenas sobrecogedoras que, como en el caso de Vida y destino, describen con una fuerza contenida e insuperable el abismo de mal generado por Stalin. Escenas que no provocan una reacción ideológica porque, al revivir los efectos perversos de un Estado como el soviético, en el que la persona se ve reducida a la nada, aparece toda la grandeza del corazón humano.
Tras la lectura de las páginas de Grossman es difícil apostar por un «abuso de la memoria»: se hace evidente otra de las cosas que ha dicho Todorov.
Evidencias
El premio príncipe de Asturias, a mitad de octubre, en una conferencia pronunciada en la sede de Caixa Forum de Madrid, criticaba la Ley de Memoria Histórica aprobada por Zapatero porque pretendía objetivar el mal, como si fuera algo externo. Cuando la verdad –aseguraba– es que «el mal está presente como algo que todos somos capaces de hacer. El error está en considerarnos víctimas inocentes y ver a los criminales como monstruos ajenos a nosotros».
Son evidencias preciosas que reaparecen cuando nos volvemos a dejar golpear por los hechos, sin buscar “exculpaciones” o pobres revanchas. El realismo de reconocer que el mal está en todos permite afirmar lo que en los últimos días ha sostenido el socialista Joaquín Leguina: «las víctimas de los dos bandos de la Guerra Civil son víctimas de todos los españoles». Para llegar a hacer una afirmación de este tipo, que fue natural en la generación de la transición, hay que recuperar de forma crítica una verdadera laicidad. Que no consiste en fijar cuántos o qué signos religiosos pueden exponerse en público sino recuperar aquellas evidencias que podemos compartir desde tradiciones y experiencias diferentes.
Laico, propio del pueblo
Hay una etimología que vincula la palabra laico a lo que es propio del pueblo. Lo laico es que lo puede mantener viva la unidad de un pueblo. La respuesta a la Memoria Histórica, que es ciertamente un proyecto para destruir esa laicidad que hizo posible nuestra democracia, no está en “compensar” los abusos con el recuento de los “otros” muertos. Está en la experiencia que suscita la lectura de un relato como el de Grossman: la evidencia de que el mal no está fuera de nosotros, la certeza de que la grandeza del destino humano es mayor que cualquier injusticia, la unidad con cualquier persona que surge de una y de otra.
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