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Huellas N.5, Mayo 2011

LECTURAS / Curso básico de cristianismo

La falta que de repente nos llena

Davide Rondoni

Una semilla, una mujer, un hecho de la actualidad... Delante de todas las cosas, el poeta MARIO LUZI siempre ha buscado «algo que sea igual que la vida». Dando voz a lo humano y al punto más ardiente de cada uno de nosotros: las preguntas, que ningún poder puede sofocar. Tercera etapa del viaje literario que acompaña el trabajo sobre El sentido religioso

En una obra de Mario Luzi, escrita a finales del milenio pasado, se encuentra una figura que contempla la luz del día recorrer el Valle de Orcia. Escribe:

(...)
Es largo, sin embargo
sobre él pasa,
termina
se escapa
el día humano,
y no humano,
huye de la cavidad
de sus pequeños montes,
se eclipsa entre los pliegues
de sus áridas lomas,
el día se escapa
y el hombre
y la vida que hay en ellos
se escapa
sabiendo y no sabiendo
cuál ha sido su papel...
pero existe –lo sabe–. Existe
y esto le hace llorar
a veces de gracia y de alegría.

La vida se escapa entre conciencia e inconsciencia («sabiendo y no sabiendo») de su significado, del «papel» que le toca. El tiempo, como el valle, es el teatro donde vivimos entre la certeza y la incertidumbre sobre el sentido de las cosas y de la vida. Pero –concluye– sabe que tiene un papel, que existe un significado. Pero ¿a quién se refiere? ¿Al valle mismo, a la vida? ¿A la poesía?
Las preguntas que pueblan la vida del hombre son su corazón pulsante. Aunque no se expresen o, incluso, se repriman, las preguntas que intentan aclarar cuál ha sido mi vida, nuestro papel en este pequeño valle del tiempo (o valle de lágrimas, como canta el Salve Regina compuesto por Hernán el lisiado) son el punto más ardiente de nosotros mismos. El llanto final «de gracia y de alegría» es el signo supremo de un sentimiento de desproporción y gratitud. Un papel, un sentido último, la vida del hombre lo tiene –él a veces lo sabe, a veces huye de ello–. La vida, que en la poesía tiene voz y se manifiesta en el valle, lo “sabe”, lo custodia.
Luzi me contó que, antes de escribir este maravilloso, arduo y musical libro Viaggio terrestre e celeste di Simone Martini (Viaje terrestre y celeste de Simone Martini, ndt.), había pensado en no publicar nada más. Era ya muy anciano, terminaba el siglo y el milenio, pensaba que ya había dado todo lo que podía dar. Después, me dijo, se le apareció en sueños Simone Martini, el fino pintor del Trecento, y le pareció que aquella figura y algunas otras le pidieran a él, poeta extremo, que narrase un viaje jamás realizado: el retorno desde la corte de Aviñón a su (de Mario y de Simone) ciudad de Siena. Así nació un libro prodigioso de poesía, de pensamientos oscuros y luminosos sobre la existencia, sobre el arte, sobre los movimientos del alma y de la historia. Y al final del segundo milenio el poeta logró usar de nuevo aquel término, alegría, que entretejía la conciencia de Francisco, santo y poeta, uno de los primeros en lengua vernácula italiana, que con su Cántico de las criaturas había fijado el tema, el teatro, el drama de toda auténtica poesía en la experiencia del mundo, en las cosas de la vida.

Voz que despierta. Luzi era así: extremo y pícaro –dentro de sus maneras educadas y respetuosas– respecto a las corrientes estéticas y nihilistas dominantes de la cultura y de la poesía contemporáneas a él. «He mirado a Campana, a Rebora», nos contaba, por tanto, a figuras de la poesía en las cuales visión poética y experiencia del mundo se convierten en un único “ardor”. Y, como Dante, entendió la poesía como un viaje que acerca al misterio del ser.
Leyó, alentó y escribió el prefacio de mis primeros versos (y de otros muchos nuevos poetas), fue compañero de viajes, conferencias y lecturas. De discusiones, de descubrimientos. Fue un maestro humilde y profundo. Ahora es una voz que anima, que orienta. Que despierta.
Mario Luzi fue uno de los maestros de la poesía y del pensamiento del Novecento italiano. Su voz significó para muchos la posibilidad de una interrogación inquieta y atenta sobre la vida, complemente abierta. Su larga historia como poeta (publicó su primer libro, La barca, en 1935, y el último, póstumo, el año pasado, tras su muerte en 2005) mostró cómo la mens del hombre contemporáneo puede estar frente al acontecimiento del mundo sin ceder a un triste escepticismo o al prejuicio ideológico, males tan difundidos en la cultura.
Para Luzi, como repitió en tantas páginas de sus ensayos y en las entrevistas, la poesía es el lugar en el que la experiencia humana se desvela, despliega sus preguntas más elevadas e ineludibles. Testimonio de lo humano y del valor de la palabra que lo expresa, más fuerte y persistente que cualquier violencia manifiesta u oculta. En un crescendo que caracterizó la obra de Luzi durante la segunda parte del siglo pasado, la dimensión interrogativa se convirtió no sólo en un signo inconfundible de su estilo –con un peso evidente de la herencia leopardiana– sino también en una especie de fuego, de motor de su voz siempre renovado. Hasta la poesía extrema, que dejó en apuntes antes de morir, donde la muerte es contemplada como otra posibilidad, misteriosa en su cumplimiento.
Admiré y visité a Mario Luzi desde que, con poco más de dieciocho años, me encontré con mi propio primer libreto de poesía entre las manos. Había leído ya su opera omnia publicada por Garzanti. En la cubierta, su foto con un cigarrillo en la mano. De aquella voz tersa, habitada por altas musicalidades y por ecos toscanos sinceros y lejanos, no comprendía gran cosa. Pero su discurrir me llevaba a algo que me parecía excitante, abisal, agitado. De aquella voz, que algunos ideólogos neo-vanguardistas intentaban eliminar, no podía yo captar la amplitud de los laboratorios de los que surgía: desde Leopardi, precisamente, y especialmente desde Dante, hasta las grandes travesías de las estaciones simbolistas francesas, de la poesía latinoamericana, las traducciones de Shakespeare y Racine, y otras lecturas más excéntricas. Pero comprendía que era el inicio de un gran viaje que no sólo me llevaría a atravesar los territorios ventosos de las grandes voces de la poesía italiana e internacional contemporáneas –los poetas cercanos a Luzi, aunque muy diferentes, como Caproni, Bigongiari, Betocchi, Heaney, Mutis y tantos otros–, sino sobre todo a sentir cada vez más la fuerza, la potencia subversiva de las preguntas que ante el acontecer del mundo documentan la naturaleza del hombre. Las mismas preguntas que Leopardi, no por casualidad modelo de la “naturaleza” del poeta en opinión de Luzi, expresa en su Canto nocturno de un pastor errante de Asia y en otros lugares eternos (extraña una eternidad de palabras...).
La actitud de preguntar, en Luzi, no se halla sólo en la presencia evidente de las interrogaciones que se suceden en muchas de sus poesías, en el tejido mismo del pensamiento poético: el hombre es por naturaleza una incesante interrogación que aparece y cuestiona el acontecimiento del mundo. En Luzi la pregunta es la estructura del ser humano. Ningún otro gesto demuestra más la profundidad y la irreductibilidad del fenómeno humano, de su ser “falta de” y aguda conciencia de dicha falta, que el hecho de vivir preguntando. Un sentido de desproporción, de melancolía que, sin embargo, es fuerza y no deprime. Una tristeza que aumenta el ímpetu del compromiso con las apariencias y con la profundidad de la vida:
¿De qué es falta esta falta,
corazón,
que de repente te llena?
¿de qué?
Roto el dique
te inunda y te sumerge 
la intensidad de tu indigencia...
Surge,
quizá surge,
de más allá de ti
un reclamo
que ahora no escuchas porque agonizas.
Pero existe, custodia su fuerza y su canto
la música perpetua... regresará.
Quédate tranquilo.

La pregunta humana cuestiona cualquier presunta certeza, incluso la fe, cuando, en lugar de ser misterioso acuerdo con el suceder del mundo o con su misterio, ésta se convierte en esquema, ideología, perezosa percepción de la realidad. La poesía de Luzi no es una poesía consoladora, sino exigente. A menudo desorientadora en su indefectible agudeza: se dirige a lo alto (o a lo profundo, que es lo mismo), no se conforma con descripciones, con fáciles sentimientos, con emociones inmediatas. La poesía misma es un acontecimiento, y mientras se compone con habilidad artística, no pierde su connatural riesgo ontológico: palabras que se vinculan con el ser o la vanidad...

Ciruelas y radar. Las ocasiones, los viajes, las presencias, la mujer (pívot de su poesía, como escribió un agudo crítico francés, es decir, la que distribuye y organiza el juego...), son investigados con una sincera tensión por descubrir cuál es el movimiento secreto al que remiten. La mente del poeta –la mens como la entendían los antiguos, órgano central de la conciencia, no simple cerebrito– se ve permanentemente transportada más allá de las apariencias, pero guiada por las apariencias al principio del viaje. A pocos poetas he visto disfrutar del mundo como a Mario. Sentir su presencia viva. Me regaló una cesta de ciruelas dulcísimas para mis hijos –había ido a verlo hasta el Valle de Orcia–. Y recuerdo, en una de las últimas cenas que tuvimos poco antes de su muerte, cómo nos sorprendió y superó a muchos de los comensales en alegría y en apetito. Fue un poeta muy atento a los inicios, al germinar de los acontecimientos hasta los mínimos detalles (estupenda su larga poesía sobre la semilla), gracias también a la influencia ejercida por el pensamiento de Teilhard de Chardin. Nunca se adhirió a una literatura que no fuera “igual que la vida”, fue civil en el amplio y alto sentido de la palabra, rechazó las lisonjas de la ideología, como describe en la magnífica Presso il Bisenzio (A orillas del Bisenzio, ndt.). Padeció y contó los extravíos del amor –In due (En dos), o la poesía violenta y dulcísima que abre el póstumo Autoritratto (Autorretrato)–.  Dio voz a graves episodios de la historia, como en la poesía con ocasión del hallazgo del cuerpo de Aldo Moro Acciambellato in quella sconcia stiva (Ovillado en ese vergonzoso maletero). Aceptó el duro y honroso encargo de Juan Pablo II de componer un Vía Crucis que resultó neto, oloroso, románico. Y escribió para el teatro las inquietudes de la figura de Ipatia (que después ha sido banalmente instrumentalizada), o las vicisitudes de santa Rosalía por la amada ciudad de Palermo. Leyó con agudeza a Rimbaud, San Pablo, el Apocalipsis, el evangelio de Juan. Desplegó páginas maravillosas de lectura de otros poetas, de Dante a Montale. Estuvo siempre disponible a los jóvenes hasta su muerte. Algunos órganos laicistas de prensa no publicaron jamás recensiones de sus libros (incluso Montale se guardó de hacerlo; había comprendido que Mario se movía fuera del radar de su socarrón escepticismo), salvo para instrumentalizarlo políticamente tras algunas de sus tomas de postura como senador vitalicio. No le aman los académicos, que prefieren poetas más aptos para ser desmontados y reducidos a puro ejercicio de estilo. Aquí hay demasiada luz, o demasiada sombra. Demasiada vida. «Cántame algo que sea igual que la vida», había pedido desde el principio. Lo había suplicado el poeta tormentoso y luciente que quiso “confundirse” con el movimiento del mundo –misterioso, atrayente, dramático– convertido él mismo y su obra en «vida fiel a la vida».

EL HOMBRE QUE VENÍA DEL CASTILLO

Nacido en Castello (Florencia) el 20 de octubre de 1914, estudia y se licencia en Literatura francesa en Florencia. Da clase en un instituto en Parma, después va a Roma, donde trabaja en la que entonces se llamaba Superintendencia Bibliográfica. En 1955 obtiene la cátedra de Literatura francesa en Florencia. Su primer libro de poesía es La barca (1935). Siguen obras que sitúan a Luzi en la corriente del hermetismo florentino: Avvento notturno (1940) y Quaderno gotico (1947). Con Onore del vero (Honor de la verdad,1957) comienza el acercamiento de la poesía luziana a la lengua común, culminada con la colección Nel magma (1963). El recorrido poético prosigue con: Su fondamenti invisibili (Sobrefundamentos invisibles,1971), Per il battesimo dei nostri frammenti (Para el bautismo de nuestros fragmentos, 1985), Viaggio terrestre e celeste di Simone Martini (Viaje terrestre y celeste de Simone Martini, 1994), Sotto specie umana (Bajo especie humana, 1999),  Dottrina dell’estremo principiante (Doctrina del extremo principiante, 2004). Entre sus ensayos recordamos: L’inferno e il limbo (El infierno y el limbo, 1949), L’idea simbolista (1959), Vicissitudine e forma (Vicisitud y forma, 1974), Naturalezza del poeta (Naturaleza del poeta, 1995), Vero e verso (Verdadero y verso, 2002). Para el teatro: Ipatia (1972), Rosales (1984), Teatro (1993), y Il fiore del dolore (La flor del dolor,2003).
Un puesto particular tiene La Passione, el texto que Juan Pablo II le encargó para el Vía Crucis en el Coliseo (1999). El 14 de octubre de 2004 recibe del presidente de la República Carlo Azeglio Ciampi el nombramiento como senador vitalicio. Muere en Florencia el 28 de febrero de 2005.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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