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Huellas N.5, Mayo 2011

ENTREVISTA / Ciencia

Ciertos de cosas nunca vistas

Alessandra Stoppa

Más conocemos el mundo y menos lo controlamos. Pero esto es un «signo que nos habla» y nos indica que «no es posible vivir sin arriesgar». LUCIO ROSSI, físico, que trabaja en el CERN de Ginebra, nos introduce en el tema del próximo Meetng de Rimini: la certeza. Persiguiendo a la “Partícula de Dios”, pasando por el error y el moralismo, nos explica que está descubriendo de sí mismo  

Dadme una certeza científica. Se querría una para todo. Una para las decisiones a tomar, otra sobre lo que ocurrirá mañana. Querríamos estar siempre ciertos, sin medias tintas, como un científico cuando publica sus resultados definitivos, negro sobre blanco. Sin embargo, la certeza en la ciencia no es casi nunca –como estamos habituados a creer– una evidencia absoluta, una verdad fulgurante. El físico Lucio Rossi lo sabe perfectamente. Trabaja en el mayor experimento científico del mundo, el súper acelerador de partículas del CERN (Centro Europeo de Investigación Nuclear) en Ginebra. Cinco mil millones de euros y veinte años de trabajo invertidos por una hipótesis: la de que exista la “Partícula de Dios” (véase apartado en p. XX). Encontrarla querría decir explicar el mecanismo que da origen a la masa, la magnitud física primordial de la materia, sin la cual para nosotros las cosas no existirán, la naturaleza sería uniforme. Por esto viene llamada así, pues sólo Dios asigna el valor fundamental a las cosas.
«No encontrarla pondría en discusión el noventa por ciento de las teorías físicas», precisa sin descomponerse. De su mano pende un cable de un milímetro de grosor. Por dentro de este cable pasan otros seis mil. Pequeñísimos, permiten producir la misma densidad de energía liberada pocos segundos después del Big Bang. «Y de producir asimismo una luz capaz de iluminar detalles tan pequeños como una milmillonésima de milmillonésima de metro»,  dice indicando el suelo. Por debajo de nosotros, a cien metros de profundidad, se encuentra un túnel circular de veintisiete kilómetros por donde miles de partículas elementales corren a la velocidad de la luz.
Paseando entre los imanes en mantenimiento, enfriados a -271 grados centígrados, una temperatura inferior a la del vacío sideral, Rossi te explica por qué Ernest Rutherford fue uno de los ejemplos más claros de cómo «la certeza científica no es una evidencia inmediata». Fue Rutherford quien descubrió el átomo, hace exactamente cien años. Pero él nunca vio el átomo. En él se centrará una exposición en el próximo Meeting de Rimini, cuyo lema (Y la existencia se llena de una inmensa certidumbre) recoge justamente el desafío de un mundo donde la incerteza existencial parece incurable.

Si la certeza científica no es siempre una evidencia absoluta, entonces ¿qué es?
Al igual que la mayoría de las certezas, no es algo inmediato: es un conjunto de indicios que convergen hacia un punto. Hacia una realidad que a lo mejor no “vemos”, pero de la cual podemos estar razonablemente ciertos. Con el experimento que lo consagró a la Historia, Rutherford formuló el “modelo planetario” del núcleo atómico en base de círculos y esferas, nunca superado. Pero la estructura del núcleo él sólo la dedujo: en base a los indicios que tenía a su disposición, alcanzó esa certeza. Toda la historia de la ciencia se apoya sobre certezas razonables, alcanzadas verificando solamente hipótesis positivas, nunca dudas. La ciencia avanza porque existen hombres convencidos de algunas cosas sin tener todos los elementos en la mano. Piense en Karl Alexnder Müller: examinó materiales (compuestos de óxidos o tierras raras) que habían sido ya estudiados por otros sin resultados, porque tenía la convicción profunda que todos los indicios apuntaban hacia la superconductividad, que posteriormente encontró y le mereció el premio Nobel. O en Einstein: estaba convencido por intuición del Principio de la Relatividad General mucho antes de conseguir demostrarlo. De hecho, el mismo Einstein sostenía que el conocimiento partía de «una certeza de tipo religioso»; de alguna manera, estaba convencido de antemano de sus teorías.

Pero las sometía a pruebas experimentales que podían confutarlas.
Porque la verdad es tal que se somete siempre a la verificación. Tanto que cualquier certeza no es nunca estática: o se desvanece o se acrecienta, no está inmóvil. Y no sólo esto. El conocimiento de la verdad tiene asimismo otra característica: es inagotable. El hombre vive intentado colmar una distancia –esto en la investigación científica está clarísimo– pero el punto final se opone «como una barrera elástica a su superación». Es una expresión de Luigi Giussani, de la que en mi trabajo encuentro la confirmación continuamente.

¿En qué sentido?
La respuesta a un determinado problema nunca del todo cerrada. Por ejemplo, si y cuando encontremos la “Partícula de Dios”, se abrirán muchas más preguntas que las respuestas que obtendremos. Ocurre siempre así. Cuando uno llega a explicar un determinado nivel de la naturaleza, y esta misma explicación es satisfactoria y racional, encontramos siempre la indicación de un nivel ulterior, aún más profundo, de conocimiento. Es lo mismo que experimentamos cuando amamos a una persona. Nunca acabamos de conocerla, nunca la agotamos. De la misma manera, nunca acabamos de adentrarnos en el conocimiento de la realidad. ¡Y, sin embargo, el mundo es finito! Para mí, esto es el signo más evidente que existe un infinito dentro de lo finito. Pero el hecho mismo que el conocimiento sea racional indica ya una “alteridad”.

¿Por qué?
La racionalidad es un milagro en sí mismo. Porque nosotros somos distintos del mundo, pero lo comprendemos. El mundo nos resulta familiar. Esto es un milagro. Por ello, conocer la verdad tiene un valor en sí mismo, que va mucho más allá de la utilidad que los descubrimientos puedan tener. En este sentido, el CERN es uno de los pocos baluartes contra el enorme error de pedir a la ciencia que sea cada vez más práctica; un error que refleja el límite de una cultura dominante que busca el bienestar más que la verdad.

En este sentido, ¿la intención de colmar esa «distancia inagotable» se reduce cada vez más al esfuerzo por “controlar” la realidad?
Sí. Se trata de una reducción porque, cuando el objetivo es el control, se cierra de antemano la posibilidad de conocer la realidad verdaderamente. El deseo de “controlarla” es propio del hombre, y esto es comprensible. El problema es que no nos dejamos interrogar por el primer reclamo que la realidad misma nos hace: el hecho imponente de que no podemos dominarlo todo. Al ignorarlo, perseguiremos el objetivo ilusorio de vivir sin riesgos.
Recientemente el Papa ha dicho: «Al mismo tiempo que nuestras capacidades no siempre ha crecido el bien. Asimismo, las posibilidades del mal han aumentado, y se proponen como una tempestad amenazadora sobre la historia. Nuestros límites han permanecido…». El incidente en la central nuclear de Fukushima ha sido emblemático: se ha reducido el problema a sus consecuencias (energía nuclear sí, energía nuclear no) vaciando el impacto que ha supuesto esa realidad.
No somos capaces de aprender lo que dice la realidad, porque no la vivimos como un signo. Estar frente la realidad no es fácil: por mi experiencia, observo que sólo la visión cristiana valora la realidad en su totalidad y permite estar ante ella sin parcialidad. Lo que es la única posibilidad de dar una respuesta verdaderamente racional a los problemas. Porque si no podemos estar ante la realidad tal y como es, ésta se convierte o bien en algo a explotar (un mero recurso), o bien en algo a conservar tal y como es, por miedo a tocarla (un ídolo). Nos quedaríamos, necesariamente, atrapados en uno de estos dos polos opuestos.

¿Por qué la realidad ya no se reconoce como un signo?
Porque en nuestro horizonte se ha desdibujado el destino. Viviendo como si ya no existiera un destino, la realidad se hace opaca, ya no me indica nada. El ansia de control prevalece porque hemos perdido la conciencia de que tenemos un destino. Y, junto a este ansia, la ilusión de poder vivir sin correr ningún riesgo. Pero, ¡no existe el riesgo cero en la vida! Por el mero hecho de existir. Y de tomar continuamente nuestras opciones. Sólo se puede vivir arriesgando, puesto que cualquier cosa que hagamos afirma que existe un valor u otro. La idea de eliminar cualquier riesgo es el fruto maléfico del espíritu moralista moderno.

¿El moralismo bloquea el conocimiento de la realidad?
Absolutamente. El deseo de eliminar el riesgo significa negar la posibilidad de equivocarse: y esta pretensión de borrar el límite, de afirmar una idea de perfección, lleva al bloqueo total. ¿Qué es el moralismo? Cuando se elimina el origen, pero se mantiene el comportamiento; y, como esto no funciona, se necesita una jaula, se multiplican las normas. Lo mismo pasa con la realidad: te falta la postura para estar ante ella de un modo positivo y al mismo tiempo no quieres equivocarte; pero, entonces, se vuelve imposible aprender de ésta. Yo lo aprendí el 19 de septiembre del 2008, cuando ocurrió un accidente en el túnel que bloqueó todo…

¿Qué pasó?
Pocos días después de la inauguración del Acelerador de Partículas de Hadrones delante del mundo entero, una conexión eléctrica entre los imanes se quemó provocando un enorme desastre. En pocos segundos, una joya de la tecnología, fruto de veinte años de investigación, se quedaba fuera de servicio, nos parecía el fin de todos nuestros esfuerzos: un error relacionado a un aspecto no particularmente difícil ponía en jaque un proyecto de la mejor ingeniería y física teórica. Yo era y soy el responsable de toda la parte de superconductividad del acelerador, por lo tanto el impacto fue aún más fuerte.

¿Cómo reaccionó?
Admití el error. Y no por honestidad intelectual, sino porque de otro modo habríamos permanecido prisioneros. Arriesgué una posición humana. Aquí es fácil pensar que eres infalible, y nosotros fuimos arrogantes en los controles previos, no habíamos tenido en cuenta la posibilidad del error. Además, la tendencia es de no admitir el error o cuanto menos aceptar sólo un error individual, fortuito, no de concepto. En cambio, con 420 días de retraso y 50 millones de euros perdidos, hemos descubierto que el acelerador tenía una debilidad de diseño difusa. Reconocerlo nos permitió ser más libres a la hora de reparar el acelerador y evitar que el ambiente se cargara de sospechas. Sobre todo, multiplicó nuestras fuerzas: si se abraza el error, te das cuanta que está allí para indicarte como seguir adelante. Si lo pretendes eliminar, te vuelve a caer encima y te atrapa. Yo pude mirar de frente este error gracias a mi experiencia cristiana. Al aceptarlo, he ganado en humanidad, porque he ido más al fondo de mi experiencia y he verificado que Cristo es lo único que salvaguarda el carácter positivo de la realidad. O el error se vive como un lamento, o bien se acepta por lo que es: un signo, que se nos da para seguir adelante. Que, literalmente, nos hace mejores.

¿Por lo tanto, aceptar el límite permite experimentar que la relación con la realidad tiene siempre una raíz que apunta al infinito?
Revela la relación con un infinito, pero no sólo esto. La conciencia del límite y de nuestra desproporción nos hace descubrir que todo es don. El tsunami puede servir de ejemplo: la tectónica de placas, que provocando un seísmo se revuelve contra el hombre, es la misma que permite el equilibrio fragilísimo por el cual es posible la vida en este planeta. ¿Qué nos dice esto? En primer lugar, que todo lo que tenemos es algo dado, gratuito. Y que también lo que nos falta es una señal dolorosa de que todo nos es dado. El mundo no se puede dar por supuesto, ni nuestro existir por descontando. Tanto que el hombre puede llegar a reproducir incluso cosas primordiales, pero el origen de todo es inalcanzable. Es como una asíntota: uno se acerca, pero no llega a tocarla nunca… Ninguna técnica de fecundación artificial, por ejemplo, puede por sí misma originar el niño, que permanecerá siendo siempre un misterio. En el origen de todo está –dicho con palabras que nos parecen gastadas, pero que son las únicas adecuadas– un acto de gratuidad.

¿Lo piensan también sus compañeros de trabajo?
Lo más sorprendente es que el CERN es el gran templo de la ciencia. Invertimos mil millones de euros al año del contribuyente europeo para buscar fragmentos de verdad y casi nadie se pregunta: pero, ¿existe la verdad? Me parece increíble que se haya eliminado esta pregunta. Es algo que me corroe, que me ha puesto en crisis muchas veces, me pregunto: ¿es posible que los otros no lo vean, a lo mejor soy yo que pongo sobre la realidad una superestructura de misterio? No puedo darlo por descontado, debo preguntármelo siempre. Hoy en día, tantas teorías razonables explican que el mundo nació del vacío cuántico. Pero el punto es que ¡aquel vacío no está “vacío”! Está lleno de partículas y antipartículas. Aquel vacío no es la nada. Y el milagro es su existencia frente a la nada, y además una existencia ligada a leyes increíblemente precisas y sofisticadas. La idea de la racionalidad sin esto no se mantiene en pie: el acto supremo de la racionalidad es reconocer esta gratuidad.

Pero no todos lo reconocen.
La verdad se nos presenta a todos en las mismas condiciones, lo que marca la diferencia es la libertad, el material humano: el mundo es todo él un gran testimonio en el que existe una gratuidad, todo está hecho para atraernos, es un don enorme, pero al que yo debo abrirme. Hace falta la libertad de reconocerlo. Yo, gracias la fe… y lo digo temblando, porque, ¿quién puede decir: tengo fe? …pero, gracias a la fe, gracias al encuentro con el cristianismo, deseo implicar toda mi libertad en este reconocimiento. Continúo a ver un bien en la posición humana que nace de la relación con el Misterio. Deseo ser leal con este bien.

Usted trabaja en el CERN desde 2001, ¿cuál ha sido el mayor descubrimiento sobre sí mismo que ha hecho?
No tengo ninguna duda, aquél de volver a descubrir de manera existencial, a mis 55 años, lo que escuché de don Giussani cuando tenía 24. Me acuerdo como si fuera hoy, en San Marco, en Milán, proclamaba frente a todos nosotros: «Lo más verdadero es que yo, es este momento, no me hago a mí mismo!». Yo estoy descubriendo que todo lo que tengo se me ha dado y se me da momento por momento. Y mucho más.

box 1:

«Tierra incógnita»

La partícula de Higgs (conocida también como la “Partícula de Dios”) toma el nombre del físico escocés Peter Higgs que en 1964 formuló el mecanismo de Higgs, según el cual las partículas elementales adquieren masa interaccionando con un cierto campo de Higgs que, según la teoría, penetra el universo. El portador de este campo es precisamente la partícula de Higgs, la única del Modelo Estándar –la teoría de referencia de la física de partículas– que aún no ha sido observada experimentalmente. El súper acelerado LHC (Large Hadron Collider, ver gráfico) del CERN en Ginebra tiene entre sus objetivos su detección. ¿Cómo? El acelerador es un anillo compuesto de 1700 imanes superconductores. Éstos están formados por bobinas en los que el cable eléctrico se encuentra en el estado superconductor, esto es, donde se conduce la electricidad sin resistencia ni perdida de energía alguna. En su interior, dos haces de protones son acelerados en sentido contrarios hasta ser colisionados. Esta colisión libera partículas muy pesadas, a energías similares a las que fueron liberadas en el Big Bang. Estas partículas, antes de desintegrarse, pueden emitir otras, entre las que, si la teoría de Higgs es correcta, se encuentra también la “Partícula de Dios”. Para detectarla es necesaria una luz especial, liberada por el LHC, que ilumina las partículas después de la colisión y que permite que los enormes detectores las observen. Por esta razón, se puede decir que LHC es al mismo tiempo una máquina del tiempo, porque reconstruye el estado de la materia en los primeros instantes del universo, y un supermicroscopio, porque genera una luz finísima capaz de iluminar dimensiones nunca exploradas, a energías nunca alcanzadas: la «tierra incógnita»

MUNDOS INCIERTOS, TESTIGOS VIVOS

Las exposiciones, los debates, los invitados. Primicias de la XXXII edición del Meeting de Rimini

Los hallazgos de la investigación científica. Es sólo uno de los aspectos en los que se declinará el tema del próximo Meeting del 21 al 27 de agosto: la certeza. Entendida no como seguridad o garantía, sino como alternativa posible a la incertidumbre que oscurece el horizonte de nuestro tiempo. De la crisis económica a la crisis moral, la política y los cambios sociales. Abordando en los distintos ámbitos de la experiencia humana, el Meeting propone otro horizonte: Y la existencia se llena de una inmensa certidumbre. Una exposición sobre el descubrimiento del átomo reflejará la dinámica de la certeza en la ciencia: no una posesión resolutiva, sino siempre una nueva apertura. La misma experiencia interrogará la vida social y la cultura: la exposición sobre los “150 años de subsidiariedad” recorrerá la historia de Italia, desde la unidad nacional hasta hoy, juzgándola a la luz de su riqueza de obras y tradición; otra exposición se ocupará del incesante diálogo de Boris Pasternak con la realidad y con Dios; en otra, las excavaciones arqueológicas del último siglo en Cafarnaum y los estudios de los Evangelios nos introducirán en la vida de los apóstoles después de la Resurrección. Luego, las exposiciones dedicadas a los grandes testigos: el profeta Ezequiel, San Carlos Borromeo, el beato John Henry Newman. Hasta la belleza de los frescos de la Peregrinación a Siena y del arte del Trecento, en diálogo con Dante. Numerosos los huéspedes, entre ellos, el Patriarca de Alejandría de los Coptos, Antonios Naguib; el Custodio de Tierra Santa, Pierluigi Pizzaballa; los organizadores del Meeting de El Cairo; el Presidente de la República Italiana, Giorgio Napolitano y el Ministro de Exteriores, Franco Frattini; Joseph Daul, presidente del PPE; John Elkann y Fabrice Hadjadj.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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