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Huellas N.5, Mayo 2011

PRIMER PLANO / Italia. Emergencia inmigración

Cara a cara con nosotros

Fabrizio Rossi

Han llegado a las costas italianas a miles. Durante meses se han sucedido distintas reacciones. Pero, ¿qué nos reclama su presencia ahora? ¿Por qué deberíamos acogerles? Hemos intentado comprender si se trata sólo de un problema a resolver, o si se trata de una oportunidad para conocer mejor la realidad y la vida. Partiendo de quiénes son...

«Yo no tengo ningún proyecto». Mhadeb mantiene la mirada baja cuando le preguntas qué hará. ¿Ir a Francia? Tal vez. ¿Volver a Milán? Puede ser. Pero, ¿para buscar qué? «No lo sé…». Mientras, se deja caer en un asiento de la estación. Enciende un cigarro. Algunos metros más allá, su compañero de viaje duerme en un colchón en medio del pasillo. Este chico de veinte años ha recorrido un largo camino hasta Ventimiglia. Catorce horas para llegar a Lampedusa en una barca de once metros. El traslado a Trapani. Luego la fuga, subiendo y bajando de los trenes para evitar los controles: Messina, Roma, Milán, Ventimiglia. Dos mil kilómetros para terminar yendo y viniendo del bar a la estación y de la estación al bar. Mientras espera a un amigo que le debe dinero, pero que nunca llegará.
Hay muchos como él. Desde principios de año han desembarcado en Lampedusa alrededor de treinta mil ilegales. Casi todos tunecinos, con la esperanza de un trabajo y de una vida mejor. Utilizan Italia como trampolín para llegar a Francia, lugar al que quieren llegar, invitados a menudo por parientes o amigos que ya residen ahí. Como Suhail, un larguirucho de veintiséis años que calza deportivas Nike y lleva una gorra en la que pone “Italia”. Tiene un diploma científico en el bolsillo y habla algunos idiomas, pero nunca ha encontrado trabajo: «Sólo trabajé en una editorial, por doscientos denarios al mes». Cien euros. «El problema es que Ben Alí ha estado robando al país durante veintitrés años. Había corrupción por todas partes. ¿Tenías problemas con la policía? Pagabas y listo. Tengo un amigo que para terminar los estudios de Gestión empresarial tuvo que desembolsar siete mil euros». ¿Y ahora que ya no está Ben Alí? «Yo he contribuido a hacer la revolución en Túnez, pero no ha cambiado nada: el pan sigue siendo caro, no hay trabajo». Por eso, a Suhail le gustaría ir a Francia: «Conozco el francés, y allí tengo un hermano. Con la ayuda de Dios, encontraré algún trabajo».
Al mismo tiempo, desde mediados de marzo están llegando también los inmigrantes ilegales que escapan de la guerra de Libia. Miles de personas sin nombre abarrotan los campos, que se convierten en tierra de nadie. La ley es muy clara al respecto: Italia dispone de ciento ochenta días para discernir si se trata de inmigrantes ilegales, refugiados o personas que solicitan asilo. Los dos primeros terminan en los centros de identificación y expulsión: si no corren peligro de ser perseguidos en su patria, son devueltos a ella. Sin embargo, cuando estalló la situación de emergencia, Túnez y Libia no querían reconocer los acuerdos sobre repatriación. A comienzos de abril llegó el acuerdo y un decreto del Presidente del Consejo: los inmigrantes llegados entre el 1 de enero y el 5 de abril pueden obtener un permiso de estancia de seis meses, mientras que los demás deben volver a casa. ¿Problema resuelto? Se verá en las próximas semanas, cuando los dirigentes europeos respondan a la petición de Italia y Francia para revisar el tratado de Schengen, reconociendo que la llegada de inmigrantes en masa no es un problema únicamente nacional. Pero hay algo que resulta evidente, al tiempo que se producen nuevos posicionamientos: detrás de las disputas políticas está en juego la vida de miles de personas.

«¿No harías tú lo mismo?». Mientras, Suhail pasará esta noche en el centro de acogida que tiene la Cruz Roja en Bevera. Un antiguo parque de bomberos a las puertas de Ventimiglia, transformado desde abril en comedor y albergue. Desde hace algunos meses, esta pequeña ciudad ha tenido que vérselas con la llegada de cientos de inmigrantes que esperan poder pasar la frontera. Nos hallamos en la periferia de Italia, pero lo que sucede ahí supone un desafío para toda Europa. Y para cada uno de nosotros, porque hace salir a la luz cuál es nuestro rostro y qué nos permite acoger al que es distinto. A alguien imprevisto y con frecuencia no querido, como percibes en cuanto cruzas dos palabras con el del bar. Cada tarde, hacia las siete, un autobús recoge a los inmigrantes en la estación y los lleva a Bevera. Luego vuelve a la ciudad para esperar a los que llegan desde Milán en el tren de las nueve, o de Roma en el de las once. «Los últimos llegan después de la media noche», explica Giacomo Rivera, brigada de la Cruz Roja. Delante de una tienda, a la entrada de la plaza, tres tunecinos esperan su turno: «Es un ambulatorio para una primera asistencia: después de horas de camino muchos tienen ampollas en los pies, tienen problemas estomacales...». En el centro, los inmigrantes encuentran una comida caliente y una cama. Nadie está obligado a venir: la verja está abierta, no hay alambradas. «No es una instalación como la de Lampedusa. Sólo exigimos que se registren y que cumplan las normas: nada de comida en las habitaciones. No se fuma. No se debe. Y desde las nueve de la mañana hasta las seis de la tarde todos deben estar fuera, porque hay que limpiar las instalaciones». Todo esto se puede leer en los carteles repartidos por el centro, puntualmente traducidos al francés y al árabe.
El primer grupo de la tarde baja del autobús en la explanada que hay ante el antiguo parque de bomberos. Con ellos viaja un hombre de unos 40 años con el uniforme de la Cruz Roja. Habla árabe, da algunas explicaciones y se aleja. Es Bekas, el «mediador cultural». Una figura importante para entrar en relación con estas personas. También él es voluntario (trabaja limpiando trenes en Francia), pero hace algunos años estaba en el otro lado de la escena. Llegó de Irak en 1997, con el éxodo de los kurdos. Ahora, a su vez, echa una mano: «No comprendo muy bien a los tunecinos. Cuando nosotros fuimos acogidos, ni nos planteábamos rechazar la comida. Pero estos inmigrantes se ponen a manifestarse si algo no les gusta».
Algunos metros más allá, una decena de voluntarios está terminando de preparar la comida del día: arroz y pollo al curry con guisantes. Todo menos bazofia. Cuando te asomas a la tienda que alberga esta cocina de campaña (dotada para preparar quinientas comidas a la hora), entiendes el porqué: «Hemos querido acercar nuestra tradición a la tradición árabe», explica Giancarlo, cocinero de profesión, que ha cocinado incluso para la Selección nacional. Una atención que no hay que dar por descontada: «Es verdad, pero, ¿no habrías hecho tú lo mismo?». La primera noche, Giancarlo pidió a sus ayudantes que observaran a los “invitados” de la cena: «Con estas personas, son más importantes las miradas que las palabras. Al ver que estaban distendidos, comprendí que el menú era acertado». Fiametta trabaja como empleada, y colabora con la Cruz Roja ocupándose de la comunicación. Ha venido con él en coche desde Savona. Una hora y media para ir, una hora y media para volver. Y no gana nada con ello. Cada mañana, a las 8 en punto, tiene que fichar en su oficina: «Lo hago con el corazón. Es cansado, es verdad, pero me siento recompensada. Aunque sólo sea por un “gracias” de quien no te lo esperas. Tenías que haber visto la otra noche cómo nos ayudaban los tunecinos a recoger la mesa y a limpiar la sala». Sin embargo, Fiametta sabe que ya no volverá a ver a esas personas: «Delante de cada uno me pregunto: ¿dónde terminará? ¿Qué hará? Los compañeros de Lampedusa me contaban cómo habían ayudado a los inmigrantes a bajar de las barcas, dándoles la mano. Me decían que nunca podrán olvidar su mirada».

Sin futuro. Que el menú era acertado lo confirma en un francés chapurreado Fathi, que trabajaba en Túnez como pintor de brocha gorda: «C’est bon». Acaba de terminar de comer y sale fuera para fumar. Pero no todos son como él: «A menudo desconfían de lo que les ofrecemos», cuenta Enrica. Después de trabajar toda su vida como contable en distintas empresas, trabaja ahora a tiempo completo para Caritas. Con otros dos voluntarios del centro de Ventimiglia, sirve las mesas desde hace algunas noches: «El otro día un restaurante nos regaló dos bandejas de pizza. Nadie quiso tocarla. Tenían miedo de que tuviese manteca de cerdo». Pero la ayuda que ofrece Caritas no termina aquí. Aunque cuenta con menos fuerzas que la Cruz Roja, gestiona un albergue y un ambulatorio, y distribuye alimentos, jabón y ropa a cualquiera que los necesite: «Se trata tan sólo de una gota en el mar, pero significa que hay gente dispuesta a remangarse y trabajar».
A pesar de esto, Europa ha permanecido durante semanas mirando sin más. «Como si nos estuviese traicionando», observa monseñor Alberto María Careggio, obispo de Ventimiglia y Sanremo. Nacido en 1937, recuerda muy bien los primeros tratados, de los que nacería la Unión: «Las raíces eran cristianas. ¿En qué ha terminado todo ahora?». Hace algunos días, monseñor Careggio fue a la estación para visitar a los tunecinos. ¿Con qué mensaje? «En realidad, cuando te encuentras ahí no sabes qué decir. Sólo puedes esperar que alcancen su destino». Al mismo tiempo, hay que hacer de todo para sostener el desarrollo de los países de los que proceden: «Si no nos remontamos al origen del problema, es inútil». No es casual que lo que más le ha impresionado hayan sido las palabras de un joven: «Nous sommes sans futur».

Una nueva historia. Sin futuro, antes incluso que sin papeles. ¿Es éste el motivo de que muchos vean a Europa como Eldorado? Khalir, que procede de Médenine, agacha la cabeza: «Es culpa también de los mismos inmigrantes, que cuando vuelven a su familia sólo cuentan las cosas bonitas. Cuando las escuchas, parece que todo es de color rosa». Una vez, dos amigos suyos se presentaron en un Porsche. «Los familiares estaban admirados, pero ellos lo habían alquilado para aparentar». Luego está la televisión (en Túnez, RaiUno y ItaliaUno se ven muchísimo), que transforma todo en un show, en donde hace falta muy poco para dar con la respuesta correcta y llevarse a casa miles de euros. Así, de golpe.
Sofienne lo sabe muy bien. Tanto que, cuando su barca avistó Lampedusa, las ciento veinte personas que iban dentro gritaron: «Italia… Uno!». Y ahora le brillan los ojos, cuando piensa que tal vez lo ha conseguido. Él, único varón de una familia de Djerba, se ha despedido de sus padres con diecisiete años y ha partido. Y eso que tenía un trabajo, aunque, ¿qué son 200 euros al mes trabajando como pinche en la cocina de un hotel con respecto al sueño de Europa? Mientras nos cuenta su historia, sus padres le llaman por teléfono. Cuando cuelga, me dice: «Querían saber qué tal estoy. Cuando me despedí de ellos, ni siquiera lloré». ¿No les echas de menos? «Muchísimo. Desde que me marché, mi corazón no deja de llorar». Luego me enseña las fotos y los videos que tiene en su móvil, sacadas en el campamento de Manduria. Está orgulloso. Para muchos es un infierno. Para él, tal vez, el comienzo de una nueva historia.

EL TESTIMONIO
«PUEDO AMAR A CADA UNO CON SU HISTORIA PORQUE HE RECIBIDO EL DON DE LA FE»

Refugiada ruandesa, Marie Thérèse ha acogido a más de mil mujeres refugiadas con sus hijos, cargando con sus mentiras y justificaciones. La única «fidelidad» que hace posible una integración real

Paola Bergamini

El móvil y el teléfono fijo de la oficina de Marie Thérèse no paran de sonar. Las peticiones son muchas, y más los problemas que afrontar. Estamos en la sede de la cooperativa social Karibu, que en swahili significa «bienvenido», situada en Sezze, en la provincia italiana de Latina. Marie Thérèse Mukamitsindo es una refugiada que huyó de la guerra civil ruandesa. En su país era asistente social y se encargaba de desarrollar programas socio-educativos. Llegó a Roma en 1996 con nada más que su familia y el deseo de volver a empezar. Se estableció en Sezze, un pequeño pueblo del Lazio, y dio vida a la Asociación Karibu para mujeres refugiadas, solas o con hijos. Desde 2004 realiza una colaboración oficial con el Ministerio Italiano de Interior, que reconoció a esta cooperativa como un lugar privilegiado de acogida. Un buen observatorio, en definitiva, desde el que poder afrontar el drama de las pateras, los inmigrantes, los refugiados y los centros de acogida. Una historia que ayuda a entender.
«Las mujeres que llegan a Italia no saben cómo se vive aquí, están asustadas», explica. «Por eso, nuestro método consiste en acompañarlas para que empiecen a afrontar responsablemente su nueva vida. Viven en apartamentos donde se encargan de gestionar las cuestiones domésticas por turnos y nosotros las ayudamos. Parece poco, pero para ellas es importantísimo. Si una persona está triste y asustada, y tú la ayudas a asumir sus responsabilidades, recobra la energía necesaria para empezar de nuevo a vivir».
Actualmente disponen de cuatro apartamentos con 45 personas alojadas, y a lo largo de estos años más de mil refugiadas han encontrado aquí asilo y ganas de vivir. Todos ellos, en un plazo medio de nueve meses, han encontrado también un trabajo o una red de relaciones que les ha facilitado organizar su vida de manera adecuada. «Me interesa conocer la historia de cada una, su proyecto personal, sus capacidades», continúa Marie Thérèse. «Cada camino es único, personal. Las ayudamos a aclararse entre los múltiples trámites burocráticos: solicitud de asilo, código fiscal, tarjeta sanitaria, visitas médicas… Para ellas, todo es nuevo. Y luego, cursos de italiano, de cocina, incluso de teatro para ayudarlas a sacar fuera su dolor, su angustia, sus ganas de vivir… Pero insisto: cada una es una historia única, una historia que conocer y que amar. De aquí nace la integración».
¿Pero qué significa para ti acoger? «Reconocer a la otra persona por lo que es, saber lo que necesita, las exigencias y los deseos que tiene. Yo me confronto con su personalidad. Es necesario un proceso recíproco de conocimiento para acompañar después en la resolución de problemas, en la integración, e incluso, cuando es posible, en el retorno al país de origen. En resumen, se trata de permitir que estas mujeres puedan volver a hacerse cargo de su propia vida. Pero hace falta paciencia». Como aquella vez que una chica le espetó: «¡Basta, estoy harta de tus mentiras!». Estuvo a punto de mandarla a paseo, pero al día siguiente la llamó: «Sorry, perdóname. Yo estoy aquí para lo que necesites». Cuando se volvieron a ver, la chica le dio un fuerte abrazo.

Una imagen en la oficina. ¿Qué te hace ser así? «La fe. Sin eso, no podría hacer este trabajo. La disponibilidad total y la fuerza vienen de Otro más grande. Todas las noches me pregunto: “Con aquella chica, ¿hice realmente todo lo posible?”. Creo que el principal mandamiento de Jesús es el amor. Pero para querer bien a la persona que tienes delante hace falta el don de la fe». Lo que pasó con aquella mujer no es un caso aislado. «Para ellas, contar la verdad de sí mismas es muy difícil, es duro mirar la propia historia cuando hay tanto dolor. Sólo la fe te permite cargar con sus mentiras sin escandalizarte, sin juzgar. Y si me enfado… pido perdón. Todo eso lo haces porque eres cristiano». ¿Pero eso no supone una objeción para algunos? «Yo tengo en la oficina una imagen de Jesús. Una vez me dijeron que tal vez debía poner al lado símbolos de otras religiones, y respondí: “No, yo soy fiel a Él”. Además, en África estábamos acostumbrados a ir a las fiestas de los musulmanes, igual que ellos venían a nuestras bodas. El respeto era recíproco. Así entienden por Quién hago todo esto. Lo comprenden por el modo de mirarles, por la disponibilidad, por el afecto. Por eso saben que se pueden fiar». ¿Qué esperan las mujeres que vienen? «Depende mucho de su nivel cultural. Las que han estudiado pueden hacer un balance de la situación y entienden que tienen que trabajar para mantenerse e intentar organizarse. Por otro lado, muchas identifican Europa con dinero, con bienestar al alcance de la mano. Casi pretenden recibir ayuda. La única forma de educarlas es acompañándolas».
La conversación se dirige ahora hacia los inmigrantes clandestinos que han llegado a Italia durante los últimos meses. ¿Con ellos es igual? «Lo que está sucediendo es un fenómeno difícil de comprender. Todavía tengo muchas preguntas sin resolver: ¿cuál es su objetivo?, ¿qué hay detrás? Me pregunto si podemos hacer algo por ellos, aunque en su gran mayoría sean hombres. Pero por cómo estamos organizados y por nuestra metodología de ayuda, no creo que la nuestra sea una estructura adecuada. Además, para algunos de ellos Italia es sólo un lugar de paso. Ciertamente, sus pretensiones nacen de la imagen que tienen de lo que es Europa. Esperan que se les dé todo y, sin embargo, hay poco que ofrecerles. Por otro lado, la condición del refugiado es diferente de la del inmigrante».

Doble dirección. ¿En qué sentido? «El inmigrante viene para trabajar y en cuanto puede envía dinero a casa porque quiere regresar. El refugiado, como no sabe si la situación en su país cambiará, no piensa así. Su cultura sigue siendo algo personal, que no quiere abandonar, pero no prima en su escala de valores. Para el inmigrante, en cambio, su cultura es algo fundamental y tiene que hacer un doble esfuerzo: integrarse sin olvidarla. De todas formas, la integración no puede ir en una sola dirección. También es necesario que la otra parte conozca y acoja esta diferencia, de manera que pueda convertirse en una riqueza. No basta con decir: acepto. Hace falta un conocimiento recíproco». Una educación.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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