En la situación confusa que estamos viviendo hay pocas cosas ciertas. Una de ellas es que ya no se puede vivir de las rentas. Eso se acabó. Por ejemplo, no podemos apoyarnos en equilibrios políticos consolidados desde hace tiempo, porque están saltando por los aires de manera imprevista, como demuestran los sucesos del Norte de África. No podemos seguir pensado que la riqueza, por sí sola, da lugar a más riqueza, como ha pasado en los últimos cincuenta años en Occidente. Es necesario invertirla de nuevo hoy, con todos los riesgos que eso conlleva. Todas nuestras seguridades en la vida –la casa, la salud, determinadas relaciones– pueden cambiar en un momento, o quedar sometidas a una amenaza de muerte que oscurece el futuro, como ha sucedido en el Japón sacudido por el terremoto y el miedo al nuclear. Todo eso podemos perderlo en un instante.
Y mientras asistimos a esos dramas tremendos y cercanos –cada vez más cercanos–, que se reflejan en el choque con la realidad que está a nuestro alcance (en nuestras casas, en nuestro mundo), caemos en la cuenta de que el reto que nos plantean es profundo y radical. Porque tampoco nuestra riqueza puede bastar. Ni siquiera la que hunde sus raíces en un terreno sólido, en un encuentro, en una historia que llevamos a las espaldas, en una educación. En el patrimonio del cristianismo, en definitiva, que ha dado forma a nuestra vida. Hoy tampoco podemos vivir de las rentas de nuestra fe, de una fe reducida a patrimonio, a tesoro adquirido, que de por sí genere, automáticamente, un bien suficiente para vivir hoy, para aguantar hoy el impacto con la realidad. Recordemos la parábola de los talentos. El dueño se enfada con el siervo que ha escondido su moneda bajo tierra para mantenerla a salvo, en lugar de hacerla fructificar. Esa moneda son nuestras dotes, nuestras capacidades, pero también todo lo que hemos vivido, el patrimonio que hemos recibido con la fe. Si no lo invertimos hoy, deja de ser algo que sirve para vivir. Dejaría de ser útil si no hubiese una presencia que nos permite incrementarlo y sacarle partido hoy. Sin eso, podría tornarse incluso algo dañino.
La provocación de la Pascua tiene este alcance. «La fe cristiana se mantiene o cae con la verdad del testimonio de que Cristo ha resucitado de entre los muertos», escribe Benedicto XVI en el pasaje elegido para el Cartel de Pascua de este año. Si esto no fuera verdad, la muerte tendría la última palabra. Y la fe se reduciría a «una serie de ideas» o a «una determinada concepción religiosa», pero «estaría muerta». Tan sólo quedaría «nuestra valoración personal que toma de su patrimonio lo que más le conviene». Quedaríamos así «abandonados a nosotros mismos». Solos. Incapaces de mantenernos en pie cuando nuestras certezas se tambalean.
Cristo ha resucitado para responder a esto. Al levantar la piedra del sepulcro remueve también la tierra donde pretenderíamos esconder lo que hemos adquirido, donde a veces queremos enterrar el patrimonio de nuestra fe. Él lo hace para devolvérnoslo hoy, para hacerlo fructificar hoy. Para desterrar del mundo la soledad, para siempre.
El Cartel de Pascua propone también un pasaje de don Giussani. «Lo que sabemos o lo que tenemos llega a ser experiencia» –y por lo tanto sirve para vivir– «sólo si es algo que se nos da ahora: hay una mano que nos lo ofrece ahora, hay un rostro que viene hacia nosotros ahora, hay una sangre que corre ahora, hay una resurrección que acontece ahora. ¡Sin este «ahora» no hay nada!». En este “ahora” vive Cristo resucitado, para que tengamos vida y la tengamos en abundancia. ¡Feliz Pascua de Resurrección!
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