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Huellas N.3, Marzo 2011

LECTURAS / Curso básico de cristianismo

Correr el riesgo de ser realistas

Luca Doninelli

Primera etapa del viaje literario a través de los puntos clave de El sentido religioso. Este mes, en compañía de CHAIM POTOK. El escritor hebreo (y con él sus personajes) juega una partida decisiva que cambia las carta sobre la mesa, y pone de nuevo en juego fe y conocimiento

Para un escritor, el primer acto de realismo está en comprender cuán difícil es ser realista; quizá –en cierto sentido– imposible. El realismo no es un estilo. No es una estética. No es un tono. No es una actitud que uno pueda darse a sí mismo. No es un presupuesto. No es una poética. No existe una literatura realista que se contraponga, por ejemplo, a una literatura fantástica, porque en una fábula puede haber mucho más realismo que en una novela construida sobre un registro minucioso, sobre un control férreo de los datos reales.
A veces es un pequeño episodio, una imagen, una intuición simbólica, lo que confiere a un libro un espesor de verdadero realismo. Como en La casa en la colina de Pavese, cuando el protagonista no logra saltar por encima del cadáver de un soldado fascista. Advertimos ahí un impacto significativo: la realidad se convierte en signo. O como en la mente prodigiosa de Danny Saunders, protagonista de la novela más famosa de Chaim Potok, Los elegidos, cuya excepcional memoria fotográfica es la metáfora de toda la historia del pueblo judío y de su tragedia. Una memoria tan cruelmente exacta no puede mentir.
El realismo es un movimiento del alma, de la libertad. Consiste en romper la medida con la cual intentamos negar el mundo y las cosas, haciendo depender su existencia de un permiso nuestro, de nuestra conveniencia. Todos, sin excepción, hacemos lo mismo: quizá afirmamos que «el método viene impuesto por el objeto» sin tener en cuenta sin embargo el sacrificio que estas palabras exigen. Sólo en el sacrificio comprendemos su significado: de otro modo se trata únicamente de una fórmula recitada de memoria, una abstracción como otra cualquiera.
Hemos elegido presentar a Chaim Potok introduciendo el capítulo sobre el realismo porque pocos escritores, en el último medio siglo, han sabido aceptar las difíciles consecuencias del realismo, ya sea en la propia vida como en el modo de construir las propias obras, como este gran hebreo.
Nacido en Nueva York en 1929 y fallecido en su casa de Pensilvania en 2002, Chaim Potok fue uno de los más grandes escritores del siglo XX. El alcance de los temas que trata es esencial para la comprensión de algunas páginas fundamentales de nuestra historia reciente. Licenciado en literatura hebrea y en literatura moderna, estudioso del Talmud, Potok fue también rabino y en calidad de tal participó, entre 1955 y 1957, en la guerra de Corea. De esta experiencia surgió una de sus novelas más originales, I am the clay (Yo soy la arcilla, ndt.).
Tuve el honor de coincidir con Chaim Potok en tres ocasiones: la primera en Milán en 1996, en un encuentro organizado por el Centro Cultural; la segunda, tres años después, en el Meeting de Rímini –donde cantó Povera voce con nosotros–; y la tercera en 2002 en Turín, pocos meses antes de su muerte, cuando estaba ya muy enfermo.
En esta última ocasión me habló del atractivo que el cristianismo había ejercido siempre sobre él, judío practicante. Todo comenzó con un pequeño hecho que le ocurrió cuando era pequeño. Junto a la tienda de su padre, en Broadway, había un zapatero italiano que cantaba siempre a voz en grito arias de ópera y siempre estaba contento. Este zapatero era muy religioso: tenía un rosario colgado de un gancho en la pared y tenía varias botellitas con agua de Lourdes. El niño estaba tan fascinado que muchos años después, estando ya muy enfermo, Potok me dijo estas palabras: «Sabe, creo que nunca salí de aquel taller. Sigo todavía allí».
He aquí el impacto que produce la realidad. Potok pagó muy caro esta postura. Él, que durante muchísimos años fue uno de los candidatos más cotizados para el Nobel, nunca lo consiguió, a pesar de que la juventud judía americana viera en él no sólo un gran escritor sino una especie de maestro, de autoridad espiritual.

Dios y la Historia. Todos los grandes escritores hebreos del siglo XX han afrontado con un profundo empeño el gran tema de la relación entre Dios y la historia. Para algunos (de Isaac B. Singer a Woody Allen pasando por Philip Roth) la historia es simplemente la negación de Dios, la sanción de su inexistencia. Otros (por ejemplo Saul Bellow) reconocen que la historia no ha expulsado completamente a Dios (y con él al hombre) y concluyen sus obras con el signo de una apertura casi sorprendida.
Potok asume la posición más compleja –más realista, de hecho, en cuanto que es más encarnizadamente respetuosa con todos los factores en juego– en parte inspirada por sus vivencias personales. Él es de hecho rabino y estudioso de la Escritura, pero también escritor “laico” perfectamente insertado en su época (descubrió su vocación literaria de joven, leyendo a Joyce) y, siguiendo la estela de los intereses de su mujer, que es psicóloga, estudia a fondo a Freud.
En Los elegidos, uno de los grandes best sellers de la posguerra (3 millones y medio de copias vendidas en pocos meses sólo en Estados Unidos), encontramos los destinos entrecruzados de dos jóvenes: Reuven, el narrador, es hijo de un periodista estudioso del Talmud; la comunidad a la que pertenece está ya relativamente laicizada, como aquellas que el padre de Danny –rabino hasidim super-ortodoxo, que sólo le dirige la palabra a su hijo para hablar de la Biblia– considera ya perdidas.
Estamos al final de la guerra. La relación entre Reuven y Danny comienza durante un encuentro deportivo, en el que entre los miembros de las dos comunidades estalla una pelea y Danny, furioso, lanza una pelota contra Reuven rompiéndole las gafas. Una astilla acaba en un ojo del chico, que es llevado al hospital. De allí, de manera imprevista, nace entre los dos una profunda amistad que será puesta a prueba por muchos acontecimientos personales e históricos: entre ellos, la noticia espantosa del descubrimiento de los campos de exterminio nazis.
El viejo rabino llega a prohibir a Danny que vea a Reuven cuando, leyendo un artículo de su padre, descubre que también él es favorable a la fundación de un Estado de Israel. Para un hasidim ninguna iniciativa humana puede subvertir el orden divino: sólo cuando Yahvé quiera, al final de los tiempos, se podrá establecer Su reino sobre la tierra.
Pero la Shoah ha cambiado muchas cosas. En otros libros de Potok se vuelve a este punto, como en la novela autobiográfica In the beginning (En el principio, ndt.) o en la otra gran obra maestra de Potok, Mi nombre es Asher Lev. Ya durante la guerra los judíos polacos (de los que Potok es descendiente) eran vendidos a los alemanes por los ejércitos polaco y ruso. La humillación de ser reducidos a carne para el matadero determinó la rebelión de muchos soldados judíos, que decidieron de una vez por todas que la historia debía ser afrontada con el método de la historia: la fuerza y, por tanto, la política y las armas.
Esta forma de realismo (también aquí se podría decir: bien, el método ha sido impuesto por el objeto) no es muy diferente de aquella a la que asiste el joven neoyorquino Asher Lev, a cuyo padre el rabino le encarga –estamos al comienzo de los años cincuenta– comprar en la Rusia de Stalin a judíos para llevarlos a América. Es el realismo de los negocios, del “business”, de la política durante la Guerra Fría. El dinero y el poder se están convirtiendo, en suma, en dos personajes demasiado importantes en la escena del mundo: será necesario afrontar las consecuencias. Pero para muchos afrontar las consecuencias significa solamente adecuarse, seguir la corriente. ¿Es esto el realismo?
Volviendo a Danny, los designios de su padre, piadoso guardián de la tradición judía, se harán añicos con la noticia, por una lado, del nacimiento del Estado de Israel y, por otro, con la decisión de Danny, para él encaminado a la carrera rabínica, de estudiar a Freud y ejercer la profesión de psicólogo.

Fin del viaje. Una tradición mantenida sin cambios durante dos mil años –la de la comunidad hebrea en la diáspora, cerrada entorno al rabino y al beth din, el tribunal en el que la comunidad dirimía todas las controversias– llega, con el ingreso (trágico) en la modernidad, al final de su viaje. El siglo XX ha vuelto imposible aquello que veinte siglos, a menudo terribles, no habían podido eliminar.
Determinantes del desastre no son sólo los progroms y ni siquiera Auschwitz, es decir, tragedias a veces inmanentes pero aisladas, atribuibles a la locura criminal o a la ignorancia. Muchos hijos de Abraham se han rendido a las presuntas leyes de la historia (dinero, poder), han renunciado al privilegio, a la primogenitura, a la alianza que Yahvé estableció para siempre con su pueblo, para ser como todos: casi un voluntario precipitarse en la nada.
Danny el elegido –elegido por el padre para convertirse en rabino, elegido ante el mundo por sus dotes prodigiosas– no renuncia a la antigua fe, sino que elige conservarla afrontando directamente el tormento de la disidencia: él, que no puede jugar a mentir (este es el sentido de su memoria implacable) decide jugar su partida en la dirección de Freud, buscando quizá salvar, en la confusión que nos domina, al Padre que permanece dentro de cada uno de nosotros. Esto es el realismo para Potok: no someter a la fiera, sino aceptar el drama con un “sí” doloroso pero sin condiciones.

La crucifixión. También en la aventura aún más dramática de Mi nombre es Asher Lev, el tema de la paternidad se entrecruza con el de una condición humana en la cual Dios parece ofrecer a sus hijos dos direcciones contradictorias. Asher Lev es un joven hijo de una familia hasídica que descubre desde su más tierna infancia que tiene unas dotes excepcionales para el arte figurativo. Parece predestinado a convertirse en un gran artista. El hasidismo, sin embargo, condena el arte considerándolo un intento indebido del hombre por remedar la creación de Dios. El padre –entre un viaje a Europa y otro– califica su presunta vocación como una tontería.
Pero la madre de Asher Lev es diferente. Sumisa al propio papel de mujer, es sin embargo una mujer de alma sensible, melancólica, profundamente distinta del marido. Entre los dos cónyuges no parece haber verdadero amor, sino más bien la fidelidad a un pacto silencioso. Asher Lev llega poco a poco al conocimiento del tormento que la madre lleva encerrado en sí, un tormento que prolonga en ella tras la guerra, sin fin, los horrores de la Shoah. El hombre con el que se casó es el hermano del hombre a quien amaba, y que murió asesinado por los alemanes. Fue un acto de lealtad con el hermano muerto lo que indujo al padre de Asher Lev a tomar por esposa a aquella mujer. Pero esto no fue suficiente para trasladarla a una vida nueva.
Después, un día, Asher Lev dibuja a la madre crucificada: una obra juvenil que sin embargo es la premisa de lo que será uno de los temas fundamentales en la obra adulta del artista. Este gesto escandaliza a la comunidad hasídica: para el pueblo de Abraham todos los males ¿no comenzaron precisamente con la crucifixión de aquel Nazareno?
Pero Asher Lev, que seguidamente viajará a Europa uniéndose a un maestro hebreo no practicante, no puede fingir que lo suyo sea un capricho: el crucifijo (que él utiliza simplemente como figura, sin referencia explícita al cristianismo) es la figura, la forma adecuada para contar la tragedia sin fin de la madre, que mantiene viva dentro la llama de la memoria de aquél a quien amó y que ya no está.
Precisamente porque la Shoah no fue sólo una tragedia colectiva, sino la tragedia de tantos “yo”, y de sus infinitas memorias, la crucifixión –un cuerpo, ¡el cuerpo de Dios! colgado en el leño mediante clavos– es la única imagen concreta, adecuada para contar un tormento que no tiene nada de genérico. De este modo la historia ha matado a Dios, y la única esperanza inconfesable (pero también la única razonable) es que haya resucitado verdaderamente.
Esta novela, en la que la reflexión de Potok sobre la historia alcanza su punto más profundo, trajo gloria y problemas al escritor, al cual diversos miembros de la comunidad judía de Nueva York no perdonaron haber elegido, como imagen adecuada de la tragedia hebrea, un símbolo cristiano. Tanto es así que en la novela The gift of Asher Lev (El regalo de Asher Lev, ndt.) –continuación de la anterior– aunque muy bonita, la disidencia de este artista de estirpe hasídica es reabsorbida en una reconciliación que parece más bien un pacto de no beligerancia: el rabino ha comprendido que el arte es para él una necesidad, y lo respeta: pero el antiguo escándalo ya no existe. Ahora Asher Lev es sólo un artista, uno de tantos artistas de éxito.
Existe en la obra de Potok una fe profunda, que forma un todo con su fe en la imponencia de la realidad, incluso cuando ésta parece ir contra la fe. La valiente aceptación de esta condición dramática es, entre los muchos méritos de este grandísimo escritor, quizá el mayor de ellos. Por eso, y no únicamente porque inserta el cristianismo en el corazón del drama hebreo, Chaim Potok no puede no ser un gran amigo. Lo fue en vida, y continúa siéndolo hoy a través de su obra.

«Mi nombre es Asher Lev, el Asher Lev de quien tanto habéis leído en periódicos y revistas, de quien tanto habláis en vuestras cenas de negocios y cócteles, el famoso y legendario Lev de la Brooklyn Crucifixion.Soy un judío consecuente. Sí, los judíos consecuentes no pintan crucifixiones, por supuesto. De hecho, los judíos consecuentes no pintan en absoluto, al menos de la manera en que yo pinto. Se han dicho y escrito palabras tan fuertes sobre mí, se han generado tantos mitos: soy un traidor, un apóstata, alguien que se odia a sí mismo, alguien que inflige vergüenza a su familia, a sus amigos, a su pueblo. Me burlo de ideas que son sagradas para los cristianos, soy un manipulador blasfemo de usos y costumbres respetados por los gentiles durante dos mil años.Bien: no soy nada de eso. Y sin embargo, confieso con toda honestidad que mis acusadores no están completamente equivocados: soy, de alguna manera, todo eso.El hecho es que los chismes, rumores, mitos e historias de los periódicos no son vehículos adecuados para la comunicación de los diversos matices de la verdad, esas sutiles tonalidades que constituyen a menudo, los verdaderos elementos cruciales de una cadena causal. Así que ha llegado el momento de la defensa de una larga sesión de desmitificación. Pero no me disculparé. Es absurdo disculparse por un misterio... ».
(Comienzo de Mi nombre es Asher Lev, Ed. Encuentro)

LA VERDAD CON “V” MAYÚSCULA
Herman Harold Potok nace en Nueva York el 17 de febrero de 1929. Se gradúa en el Jewish Theological Seminary en 1954. En los años 1955-1957 está en Corea como rabino y capellán militar. En 1965 se gradúa en Filosofía en la Universidad de Pensilvania. Desde ese año es redactor-jefe de la Jewish Publication Society of America. Con la publicación en 1967 de Los elegidos, entra de manera oficial en la escena literaria americana. «Una de las razones que me empujaron a contar historias es la necesidad de decir la Verdad, con “V” mayúscula. [Para hacerlo] es necesaria una gran, gran pasión por el ser humano». En los años 80’ y 90’ da clase en la Universidad de Pensilvania. Entre sus obras, publicadas en español por Ediciones Encuentro, están Los elegidos, Mi nombre es Asher Lev y La promesa. Muere el de julio de 2002 en Filadelfia.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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