La entrada en Jerusalén. La Pasión. La Resurrección. Y luego la obstinación de Pedro, el camino de la Iglesia… hasta llegar al desafío que supone Su presencia, ante la que «debemos tomar postura». En las librerías, el segundo volumen de la obra del Papa sobre Jesús. José Luis Restán nos introduce en una lectura apasionante y nos da la clave para entender por qué las personas tocadas por la gracia «hacen época»
Pero entonces, ¿cuál es la verdad acerca de Jesús? Es la pregunta a la que Joseph Ratzinger ha dedicado su vida, como teólogo y como pastor, pero antes de todo, como hombre. Es también una pregunta que él mismo se formula en la segunda parte de su monumental obra Jesús de Nazaret (Ediciones Encuentro, pp. 400, 24 euros), que abarca desde la entrada en Jerusalén hasta la resurrección. Y es que en estas páginas deslumbran el científico y el maestro de la fe, pero a través de ellos vibra el corazón de un hombre que busca la verdad y que se ha topado con la figura y el mensaje de Jesús. Y eso es algo que no puede dejar indiferente, porque como decía Kierkegaard, «ante Jesús, tú debes tomar postura».
Desde su introducción el Papa-teólogo no esconde su intención. Deja al desnudo el agotamiento de doscientos años de exégesis en la que ha dominado de forma unilateral el método histórico-crítico. Si de verdad queremos dar una respuesta convincente sobre Jesús, una respuesta que no nazca de los prejuicios y las interpretaciones ideológicas, la exégesis bíblica debe volver a reconocerse como disciplina teológica, sin disminuir por ello las exigencias de la crítica histórica. Ésa es la tarea que encomendó la constitución Dei Verbum del Concilio Vaticano II, pero en la que según Ratzinger, poco o nada se ha hecho hasta ahora.
Desde la primera página el Papa se descalza, como si se despojase de los atributos de su autoridad ministerial, y baja a la arena para mantener un diálogo exigente y apasionado con los principales estudiosos de la Biblia, los cercanos y los más opuestos. Pero sobre todo, Ratzinger se mide con este Jesús que las Escrituras nos entregan. Y para ello maneja con precisión de cirujano los instrumentos de la razón científica, pero siempre dentro del gran respiro de la fe de la Iglesia en el que estos textos nacieron. Y así sucede que esa figura descoyuntada por cierta exégesis, desmontada pieza a pieza hasta ser irreconocible, recobra en estas páginas una solidez extraordinaria, una impresionante capacidad de persuasión. Frente a este Jesús que se nos desvela, uno no puede permanecer como mero espectador. Es Alguien que habla a nuestra vida, que le ofrece la plenitud y por ello puede reclamar nuestra conversión.
Por momentos asoma el Ratzinger polemista al que bien conocían colegas y alumnos en las aulas de Tubinga, Bonn o Ratisbona. Suave en las formas, siempre respetuoso del otro, pero arrollador en el uso de su afilada razón. Combate en primer lugar la imagen del Jesús político y revolucionario, el Jesús zelote que habría sido condenado por su pretensión de encabezar una revuelta violenta contra el invasor romano. Es una imagen que hizo las delicias de algunas teologías en boga durante los años sesenta y setenta del pasado siglo, que pretendieron legitimar el uso de la violencia para establecer un mundo mejor. Pero el celo de la casa de Dios nunca lleva a Jesús a la violencia, «Jesús no viene como destructor, no viene con la espada del revolucionario, viene con el don de la curación… muestra a Dios como Aquél que ama, y a su poder como la fuerza del amor».
El Jesús de los Evangelios viene bajo el signo de la cruz. Serán su pasión y resurrección las que legitimen una pretensión que escandalizaba a los maestros de Israel. Y frente a las numerosas invitaciones (sinceras o tramposas) que le inducen a confirmar con un signo su pretensión, el binomio de la cruz y la resurrección será el único signo, “el signo de Jonás”, que Él ofrecerá a Israel y al mundo. Pero la incomprensión y el rechazo que suscita este método inaudito no se refieren sólo a sus enemigos. También Pedro experimenta esa aversión que continuará después en la historia de sus discípulos durante siglos: «Lejos de ti lavarme los pies, lejos de ti morir en la cruz, tu abajamiento y tu humildad son inadmisibles». Y dice Ratzinger que Jesús tiene que ayudarnos a entender una y otra vez que el poder de Dios es diferente, que el Mesías tiene que entrar en la gloria y llevar a la gloria a través del sufrimiento. Como lo aprendió Pedro, cuando vio que sus ganas de pelea terminaban en la negación mientras cantaba el gallo. Tuvo que aprender la humildad del seguimiento para ser llevado donde no quería ir, para recibir al final la gracia del martirio.
En el huerto de Getsemaní. La tensión dramática, realzada por la belleza literaria de este texto, llega a su cénit en las páginas sobre Getsemaní, porque allí Jesús ha experimentado la soledad última, toda la tribulación del ser hombre. Allí el abismo del mal y del pecado de todos los tiempos le ha llegado hasta el fondo del alma, allí le besó el traidor y le abandonaron sus discípulos. Allí, dice el Papa, «Él ha luchado por mí». En varias ocasiones a lo largo del libro nos habla del estremecimiento de Jesús, más aún, nos lo transmite vívidamente. Es el misterio más insondable de este Jesús que es Hijo bendito del Padre, al que llama en su desolación Abbá, con una palabra que ningún israelita habría utilizado para llamar al Dios de la Alianza. Así demuestra la íntima esencia de su relación con Dios. Impresionante por su profundidad es toda la explicación de la oración en el Huerto, con sus dos peticiones: si es posible líbrame de esta hora… pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. «En la voluntad humana de Jesús se refleja la resistencia de la naturaleza humana frente a Dios… pero Jesús, luchando, arrastra la naturaleza recalcitrante a su verdadera esencia».
Si el revolucionario violento es una grotesca deformación de Jesús de Nazaret, las imágenes de un rabino bondadoso o de un simple profeta tampoco le cuadran. Desde su entrada en Jerusalén, su diatriba con los cambistas y los fariseos en torno al templo, la Última cena y el estremecimiento del Huerto de los olivos, se delinea con trazos vigorosos la misión de Jesús y su pretensión mesiánica, que se desvela totalmente en el diálogo con Caifás. Ratzinger afronta aquí uno de los nudos que parecen insuperables para la sensibilidad y la mentalidad modernas, me refiero a la cuestión de la “expiación”. Para la mentalidad de hoy parece insoportable conciliar la imagen de un Dios que es Padre bueno y misericordioso con la tarea encomendada a Jesús de entregarse por los pecados de toda la humanidad. ¿Es esto realmente lo que los textos nos han querido transmitir, o ha sido más bien una reformulación posterior de la Iglesia primitiva? Ratzinger nos pide aquí disponibilidad para no tergiversar los textos según nuestros esquemas racionalistas, para dejarnos guiar por ellos más allá de nuestra presunción.
La realidad abrumadora del mal existe de una forma que podemos palpar cada día. No es una reflexión sino un hecho que contamina y pudre la vida de mil maneras. ¿Sería acaso realista, más aún justo, pensar en una redención que simplemente ignorase el peso tremendo de este mal para hacer borrón y cuenta nueva? Aquí el profesor Ratzinger demuestra su genialidad para bucear en el Misterio y hacérnoslo comprensible. Esa realidad del mal que experimentamos con tanta amargura e impotencia en el presente de nuestras vidas y a lo largo de toda la historia, no puede ser simplemente ignorada, tiene que ser derrotada y eliminada. No es que un Dios cruel exija un pago insoportable y desmesurado a Jesús, es justo lo contrario. «Dios mismo se pone como lugar de reconciliación, y en su Hijo, toma el sufrimiento sobre sí».
Al pie de la Cruz. Bien puede recrear Pascal la escena de Getsemaní oyendo decir a Jesús (y cada uno de nosotros puede hacer lo propio con sus angustias): «Aquellas gotas de sangre las he derramado por ti». Y efectivamente, del corazón traspasado de Jesús manan el agua y la sangre que anticipan el Bautismo y la Eucaristía, el tejido profundo de la Iglesia que nace a los pies de la Cruz.
Hagamos un inciso para anotar la extraordinaria delicadeza, la estima e incluso la ternura que destilan estas páginas hacia el pueblo judío, hacia nuestros padres en la fe de Abrahán. El Papa aborda sin ambages en este tomo el nudo denso de la polémica entre judaísmo y cristianismo: la pretensión divina de Jesús, el significado de su enseñanza, de su condena y de su ejecución en la cruz. Materia explosiva para ser rozada por Joseph Ratzinger en el contexto de hipersensibilidades siempre a flor de piel. Pues bien, cualquier lector saldrá de esta lectura con un incremento notable de su amor a Israel, con una comprensión ensanchada y luminosa de la gran historia bíblica en la que se injerta necesariamente la novedad cristiana.
Llegamos al capítulo dedicado a la resurrección de Jesús, que es el punto decisivo sobre esta investigación, según confiesa el autor, y lo es porque la fe cristiana se mantiene o cae con la verdad de este testimonio. La conclusión es contundente: sin la Resurrección, de Jesús podrían quedar retazos interesantes, ideas más o menos útiles sobre Dios y sobre el hombre, «pero la fe cristiana quedaría muerta». Sólo ella legitima y confirma la pretensión de Jesús. Pero ¿de qué estamos hablando? Para explicar esta realidad que es la base del testimonio apostólico, Ratzinger habla de «una mutación decisiva», de un «salto cualitativo»: un romper las cadenas para entrar en una nueva dimensión de la existencia, un tipo de vida totalmente nuevo que ya no está sujeto a la ley del devenir y de la muerte.
Diálogo y misterio. En las páginas finales de este libro el Papa Ratzinger dialoga con el lector contemporáneo marcado por el escepticismo y la supuesta omnipotencia de las ciencias empíricas, pero también deseoso de una plenitud, de una vida verdadera que no alcanza a imaginar y definir. Y no esconde las dimensiones del misterio: aquel Jesús que se aparece a los suyos no es un cadáver reanimado sino alguien que vivía desde Dios de un modo completamente nuevo. No pertenecía ya a nuestro mundo pero estaba presente en él de manera real, en su propia identidad. ¿Puede haber sido realmente así?, ¿podemos nosotros, como personas modernas, dar crédito a semejante relato? Responder a esa pregunta positivamente es un desafío para toda la Iglesia que Ratzinger asume partiendo de la comprensión fiel de los relatos de la Escritura, pero al mismo tiempo tomando en consideración las preguntas de esta época. Su conclusión es que la propia ciencia no puede cerrar las puertas a la posibilidad de algo nuevo, inesperado. Y se pregunta si la creación, en el fondo, no está esperando una mutación definitiva, una superación de todos los límites, una plenitud y una armonía secretamente esperadas.
En todo caso la resurrección, que va más allá de la historia y abre la puerta a otra dimensión, sí ha dejado su rastro palpable en la historia. Sería inconcebible el entusiasmo misionero, el valor y el empuje de aquel primer grupo de cristianos si en el horizonte de su experiencia no se hubiese producido algo inimaginable que les hizo superar el trauma de la muerte de Jesús en la cruz. Por eso el relato de la resurrección se convierte por sí mismo en eclesiología: da forma a la Iglesia y envía a la misión. Se abre aquí el tiempo de la Iglesia, que ahora puede entender el drama de la cruz y los anuncios de que la salvación sólo tendría lugar a través del sufrimiento del Hijo del hombre. Pedro en particular, comprueba ahora su cortedad de miras cuando porfiaba violentamente con el Maestro sobre el particular. La salvación no podía llegar a través de la imposición del poder, sino mediante el amor que reclama la conversión.
Se abre así el tiempo de la Iglesia, ese tiempo que media entre la historia terrenal de Jesús y su venida gloriosa al final de los tiempos. Cuando Jesús asciende al Padre no deja a los suyos desamparados, sino que sigue presente, viene siempre de nuevo a nuestra vida. Y aquí el Papa mira a las tribulaciones del presente: «También hoy la barca de la Iglesia, con el viento contrario de la historia, navega por el océano agitado del tiempo… y tenemos con frecuencia la sensación de que está para hundirse; pero el Señor está presente y viene en el momento oportuno». Sí, Él viene continuamente en su Palabra, en los sacramentos, en los acontecimientos de la vida y en el testimonio de la santidad. Y hay momentos, dice el Papa, en que este venir a través de personas tocadas por su gracia “hace época”, como sucedió con Francisco y Domingo entre los siglos XII y XIII, o con Teresa e Ignacio en el siglo XVI. Y el libro del Papa teólogo, del científico, el creyente y el hombre que han destilado aquí el fruto de toda una vida, se cierra con una invocación sencilla y apasionada: que nos dé hoy «nuevos testigos de su presencia, en los que Él mismo se acerque a nosotros».
LA EDICIÓN ESPAÑOLA
Treinta años de amistad
Ediciones Encuentro, en España, y en co-edición con Planeta, para Iberoamérica. ¿Por qué? Por una relación que empezó hace mucho tiempo
Desde sus primeros pasos a finales de los años 70, Ediciones Encuentro trató de identificar aquellos autores que representaban una propuesta novedosa de la fe, capaz de hablar al mundo contemporáneo y de dialogar críticamente con la cultura laica. Y en el grupo de teólogos que mejor representaban esta renovación –entre ellos, Guardini, De Lubac, Danielou, Balthasar…– estuvo desde el primer momento y por derecho propio Joseph Ratzinger.
En la ya larga colección de textos del futuro Papa que Encuentro ha ido publicando, destacan obras de profundo calado teológico como su tesis doctoral sobre La teología de la historia de San Buenaventura, homilías al hilo de los tiempos litúrgicos (Imágenes de la esperanza, El sábado de la historia), entrevistas de actualidad durante su época de Prefecto de la Congregación para la Fe (Ser cristiano en la era neopagana), su histórico diálogo con Jürgen Habermas (Dialéctica de la secularización) y la preciosa autobiografía titulada Mi vida.
Ya durante el periodo de su pontificado, Ediciones Encuentro ha publicado textos clave como la encíclica Deus caritas est (prologada por el cardenal Scola) y un coloquio de diversos intelectuales creyentes y no creyentes sobre la histórica lección magistral de Ratisbona (Dios salve a la razón).
El seguimiento constante de la obra de Joseph Ratzinger – Benedicto VXI por parte de Ediciones Encuentro a lo largo de 30 años, así como el contexto cultural de rigor y seriedad que ofrece su trayectoria, avalan su elección para ofrecer al público de habla española el segundo volumen de Jesús de Nazaret.
(J.L.R.)
Juan no da ninguna interpretación psicológica del comportamiento de Judas; (…) el evangelista dice sólo lacónicamente: «Entonces, tras el bocado, entró en él Satanás» (13,27). Lo que sucedió con Judas, para Juan, ya no es explicable psicológicamente. Ha caído bajo el dominio de otro: quien rompe la amistad con Jesús, quien se sacude de encima su «yugo ligero», no alcanza la libertad (…): el hecho de que traicione esta amistad proviene ya de la intervención de otro poder, al que ha abierto sus puertas.
Y, sin embargo, la luz que se había proyectado desde Jesús en el alma de Judas no se oscureció completamente. (…)Trata de salvar a Jesús y devuelve el dinero (cf. Mt 27,3ss). Todo lo puro y grande que había recibido de Jesús seguía grabado en su alma, no podía olvidarlo.
Su segunda tragedia, después de la traición, es que ya no logra creer en el perdón. Su arrepentimiento se convierte en desesperación. Ya no ve más que a sí mismo y sus tinieblas, ya no ve la luz de Jesús, esa luz que puede iluminar y superar incluso las tinieblas. De este modo, nos hace ver el modo equivocado del arrepentimiento: un arrepentimiento que ya no es capaz de esperar, sino que ve únicamente la propia oscuridad, es destructivo y no es un verdadero arrepentimiento. La certeza de la esperanza forma parte del verdadero arrepentimiento, una certeza que nace de la fe en que la Luz tiene mayor poder y se ha hecho carne en Jesús.
Juan concluye el pasaje sobre Judas de una manera dramática con las palabras: «En cuanto Judas tomó el bocado, salió. Era de noche» (13,30). Judas sale fuera, y en un sentido más profundo: sale para entrar en la noche, se marcha de la luz hacia la oscuridad; el «poder de las tinieblas» se ha apoderado de él (cf. Jn 3,19; Lc 22,53).
(de Jesús de Nazaret, pp. 86-88)
Pilato (…) conocía la verdad de la que se trataba en este caso y sabía lo que la justicia exigía de él. Pero al final ganó en él la interpretación pragmática del derecho: la fuerza pacificadora del derecho es más importante que la verdad del caso (…). Una absolución del inocente podía perjudicarle personalmente (…), pero, además, podía provocar también otros trastornos y desórdenes que, precisamente en los días de Pascua, había que evitar.
La paz fue para él en esta ocasión más importante que la justicia. Debía dejar de lado no sólo la grande e inaccesible verdad, sino también la del caso concreto: creía cumplir de este modo con el verdadero significado del derecho, su función pacificadora. Así calmó tal vez su conciencia. (…) Jerusalén permaneció tranquila. Pero que, en último término, la paz no se puede establecer contra la verdad es algo que se manifestaría más tarde.
(de Jesús de Nazaret, pp. 234-231)
Barrabás («hijo del padre») es una especie de figura mesiánica; en la propuesta de amnistía pascual están frente a frente dos interpretaciones de la esperanza mesiánica. Se trata de dos delincuentes acusados según la ley romana de un delito idéntico: sublevación contra la Pax romana. Está claro que Pilato prefiere el «exaltado» no violento, que para él era Jesús. Pero las categorías de la multitud y también de las autoridades del templo son diferentes. La aristocracia del templo llega a decir como mucho: «No tenemos más rey que al César» (Jn 19,15); pero esto es sólo en apariencia una renuncia a la esperanza mesiánica de Israel: a este rey no le queremos. (…) La humanidad se encontrará siempre frente a esta alternativa: decir «sí» a ese Dios que actúa sólo con el poder de la verdad y el amor o contar con algo concreto, algo que esté al alcance de la mano, con la violencia.
Los seguidores de Jesús no están en el lugar del proceso. Están ausentes por miedo. (…) Su voz se hará oír en Pentecostés, en el sermón de Pedro (…). Cuando éstos preguntan: «¿Qué tenemos que hacer, hermanos?», se les responde: «Convertíos»; renovad y transformad vuestra forma de pensar, vuestro ser (cf. Hch 2,37s).
Éste es el grito que, ante la escena de Barrabás, como en todas sus representaciones sucesivas, debe desgarrarnos el corazón y llevarnos al cambio de vida.
(de Jesús de Nazaret, pp. 230-231)
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