El informe CENSIS 2010 sobre la situación italiana señala una fuerte carencia de deseo. Se trata de una característica que, pensándolo bien, se puede aplicar a cualquier país “moderno”. La descripción de una nación que cada vez tiene menos ganas de crecer, de construir, de buscar la felicidad, se adapta bien a las demás sociedades de la Europa actual.
Ante este dato, lo primero que nos viene a la cabeza es que nuestra sociedad se ha equivocado acerca del deseo del hombre. Es raro, porque nuestra sociedad piensa orgullosamente que ha comprendido mejor que ninguna otra en qué consiste el deseo, cómo satisfacerlo y como favorecerlo más allá de cualquier límite. El deseo es el factor que mueve nuestro mercado, la cultura consumista, los medios de comunicación, nuestros “mecanismos” individuales entendidos como “componentes” de la sociedad.
La idea de que el deseo haya acabado fuera de control no es difícil de comprender y aceptar: en la sociedad occidental el hombre se ha vuelto insaciable, acostumbrado de tal manera a ver sus deseos satisfechos que nunca tiene suficiente, ya ni siquiera sabe decidir qué es lo que realmente quiere, no sabe qué hacer de sí mismo, ha “perdido la brújula” y podríamos seguir enumerando.
Hay una idea, sin embargo, que no hemos tomado en consideración: todo esto no acaba aquí. El deseo debe orientarse hacia algo, debe encontrar un camino verdadero a seguir, o está destinado a dirigir su propia energía infinita hacia sí mismo.
Y lógicamente, cuando esto sucede, el deseo puede llegar a autodestruirse.
En el fondo, pensamos que el deseo es algo que pertenece a nuestra época, casi como si lo hubiéramos inventado nosotros. Estamos dispuestos a aceptar, en un plano puramente teórico, por ejemplo, que nuestros abuelos vivieron un cierto tipo de deseo, pero no lo estamos tanto a creerlo de verdad. Pensamos en ellos como personas que se contentaban con poco. Y aquí surje la que para nosotros puede ser la hipótesis más extraordinaria de todas: que su deseo fuera mucho más grande que el nuestro.
Consideramos la dimensión religiosa que ha caracterizado nuestra sociedad hasta tiempos bastante recientes como algo simplista y respetuoso, o, quizás, un instrumento de control social. No pensamos a menudo que la trayectoria del deseo del hombre esté influida por la cultura religiosa. Pero nuestra confianza en este planteamiento se revela hoy mal situada. De hecho, lo que vemos cuando observamos dicho fenómeno es un arco casi perfecto del deseo. Liberado de la distracción y del error de rumbo, el deseo del hombre es guiado desde su punto de origen en una trayectoria que lo proyecta hacia algo que está más allá, permitiéndole así evitar limitarse a cosas que, no estando a la altura de nuestro deseo, tienden inevitablemente a debilitar su energía.
Es ésta la conclusión más traumática para nuestra sociedad: que la búsqueda de una dimensión religiosa es la única vía para liberar el deseo del hombre y permitirle que se realice plenamente. Quien tiene una mentalidad religiosa lo comprende implícitamente. Pero incluso en ese caso a menudo parece entenderlo de una manera diferente: como si la idea religiosa fuera una especie de contrato para no dar pleno cumplimiento al deseo del hombre. Y es realmente lo contrario: sólo encaminándose hacia aquello que está más allá, el deseo del hombre se hace realmente libre.
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