Queridos hermanos y hermanas: Hoy con el primer domingo de Adviento, entramos en ese tiempo de cuatro semanas con el que comienza el nuevo año litúrgico y que inmediatamente nos prepara para la fiesta de Navidad, memoria de la encarnación de Cristo en la historia. El mensaje espiritual del Adviento es sin embargo más profundo y nos proyecta ya hacia la venida gloriosa del Señor, al final de la historia. Adventus es una palabra latina, que podría traducirse como “llegada”, “venida”, “presencia”. En el lenguaje del mundo antiguo era un término técnico que indicaba la llegada de un funcionario, en particular la visita de un rey o de los emperadores a las provincias, pero podía usarse también para la aparición de una divinidad, que salía de su morada oculta y manifestaba así su poder divino: su presencia era celebrada solemnemente en el culto.
Adoptando el término Adviento, los cristianos querían expresar la relación especial que los unía a Cristo crucificado y resucitado. Él es el rey, que, entrando en esta pobre provincia llamada tierra, nos ha hecho el don de su visita y, tras la resurrección y ascensión al Cielo, ha querido seguir permaneciendo con nosotros; percibimos esta misteriosa presencia suya en la asamblea litúrgica. Celebrando la Eucaristía, proclamamos de hecho que Él no se ha retirado del mundo y que no nos ha dejado solos, y, aunque no lo podamos ver o tocar como sucede con las realidades materiales y sensibles, Él está con todo con nosotros y entre nosotros; es más, está en nosotros, porque puede atraer a sí y comunicar su vida a todo creyente que le abre el corazón. Adviento significa por tanto hacer memoria de la primera venida del Señor en la carne, pensando ya en su vuelta definitiva y, al mismo tiempo, significa reconocer que Cristo presente entre nosotros se hace nuestro compañero de viaje en la vida de la Iglesia que celebra este misterio. Esta conciencia, alimentada en la escucha de la Palabra de Dios, debería ayudarnos a ver el mundo con ojos distintos, a interpretar los distintos acontecimientos de la vida y de la historia como palabras que Dios nos dirige, como signos de su amor que nos aseguran su cercanía en cada situación; esta conciencia, en particular, debería prepararnos para acogerlo cuando «de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin», como repetimos en el Credo. En esta perspectiva el Adviento se convierte para todos los cristianos en un tiempo de espera y de esperanza, un tiempo privilegiado de escucha y de reflexión, para que nos dejemos guiar por la liturgia que invita a salir al encuentro del Señor que viene.
«Ven Señor Jesús»: esta ardiente invocación de la comunidad cristiana de los inicios debe convertirse, queridos amigos, también en nuestra aspiración constante, la aspiración de la Iglesia de cada época, que anhela y se prepara al encuentro con su Señor. «Ven hoy Señor, ayúdanos, ilumínanos, danos la paz, ayúdanos a vencer la violencia, »ven Señor, rezamos precisamente en estas semanas, «Señor, ilumina tu rostro y seremos salvados»: hemos rezado así hace un momento, con las palabras del Salmo responsorial. Y el profeta Isaías nos ha revelado, en la primera lectura, que el rostro de nuestro Salvador es el de un padre tierno y misericordioso, que nos cuida en toda circunstancia porque somos obra de sus manos. «Tu, Señor, eres nuestro padre, desde siempre te llamas nuestro Redentor» (63,16). Nuestro Dios es un padre dispuesto a perdonar a los pecadores arrepentidos y a acoger a cuantos confían en su misericordia (cfr Is 64,4). Nos habíamos alejado de Él por causa del pecado cayendo bajo el dominio de la muerte, pero Él ha tenido piedad de nosotros y por iniciativa suya, sin mérito alguno por nuestra parte, ha decidido venir a nuestro encuentro, enviando a su único Hijo como Redentor nuestro. Que, ante un misterio de amor tan grande, surja espontáneamente nuestro agradecimiento y sea más confiada nuestra invocación: «Muéstranos, Señor, hoy en nuestro tiempo y en todas partes del mundo tu misericordia y danos tu salvación» (cfr Canto al Evangelio).
El pensamiento de la presencia de Cristo y de su vuelta cierta al final de los tiempos, es muy significativo en esta Basílica vuestra cercana al cementerio monumental del Verano, donde reposan, en espera de la resurrección, tantos queridos difuntos nuestros. ¡Cuántas veces en este templo se celebran liturgias fúnebres; cuántas veces resuenan llenas de consuelo las palabras de la liturgia: «En Cristo tu Hijo, nuestro salvador, brilla para nosotros la esperanza de la bendita resurrección, y si nos entristece la certeza de tener que morir, nos consuela la promesa de la inmortalidad futura»! (cfr Prefacio de difuntos I).
Pero esta monumental Basílica (…) habla sobre todo del martirio glorioso de san Lorenzo, archidiácono del papa Sixto II y su mano derecha en la administración de los bienes de la comunidad. He venido a celebrar hoy la Sagrada Eucaristía para unirme a vosotros en honrarle en una circunstancia del todo singular, con ocasión del Año Jubilar Laurentiano, convocado para conmemorar los 1750 años del nacimiento para el cielo del santo Diacono.
La historia nos confirma cuán glorioso es el nombre de este santo, junto a cuyo sepulcro nos hemos reunido. Su solicitud por los pobres, el generoso servicio hecho a la Iglesia en el sector de la asistencia y de la caridad, la fidelidad al Papa, que le llevó al punto de querer seguirle en la prueba suprema del martirio y el testimonio heroico de su sangre, derramada sólo pocos días después, son hechos universalmente conocidos. San León Magno, en una bella homilía, comenta así el atroz martirio de este «ilustre héroe». «Las llamas no pudieron vencer la caridad de Cristo; y el fuego que le quemaba por fuera era más débil que el que le ardía dentro». Y añade: «El Señor quiso exaltar hasta tal punto su nombre glorioso en todo el mundo que desde Oriente a Occidente, en el fulgor vivísimo de la luz irradiada de los más grandes diáconos, la misma gloria que vino a Jerusalén por Esteban le haya tocado también a Roma por mérito de Lorenzo» (Homilía 85,4: PL 54, 486).
Este año coincide el 50° aniversario de la muerte del Siervo de Dios, Papa Pío XII, y esto nos llama a la memoria un acontecimiento particularmente dramático en la historia multisecular de vuestra Basílica, que tuvo lugar durante la segunda guerra mundial, cuando, exactamente el 19 de julio de 1943, un violento bombardeo infligió daños gravísimos al edificio y a todo el barrio, sembrando muerte y destrucción. Nunca podrá borrase de la memoria de la historia el gesto generoso llevado a cabo en aquella ocasión por mi venerado predecesor, que corrió a socorrer y consolar a la población duramente afectada, entre las ruinas aún
En este inicio del Adviento, ¿qué mejor mensaje recoger de san Lorenzo que el de la santidad? El nos repite que la santidad, es decir, el salir al encuentro de Cristo que viene continuamente a visitarnos, no pasa de moda, al contrario, con el paso del tiempo resplandece de modo luminoso y manifiesta la perenne tensión del hombre hacia Dios. (…)
Prepararnos al adviento de Cristo es también la exhortación que encontramos en el Evangelio de hoy: «Velad», nos dice Jesús en la breve parábola lucana del amo de casa que se va pero no se sabe cuándo volverá (cfr Mc 13,33-37). Velar significa seguir al Señor, elegir lo que Él ha elegido, amar lo que Él ha amado, conformar la propia vida a la suya; velar comporta transcurrir carda momento de nuestro tempo en el horizonte de su amor sin dejarnos abatir por las inevitables dificultades y problemas cotidianos. Así lo hizo san Lorenzo, así debemos hacer nosotros y pedimos al Señor que nos de su gracia para que el Adviento nos estimule a todos a caminar en esa dirección. Nos guíen y nos acompañen con su intercesión la humilde Virgen de Nazaret, María, elegida por Dios para ser la Madre del Redentor, san Andrés, de quien hoy celebramos la fiesta, y san Lorenzo, ejemplo de intrépida fidelidad cristiana hasta el martirio.
Amén.
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