La formación de América Latina en la visión de Methol Ferré. El descubrimiento y la conquista - El mestizaje - Jurisprudencia indígena. El Concilio de Lima - Misiones jesuíticas - La raza cósmica - El Vaticano II en América Latina - Integración y Mercado Común del Sur
Descubrimiento y conquista
A finales del siglo XV, Portugal y Castilla emprenden la navegación transoceánica a lo largo de la ruta de las especias. Surge una disputa entre los dos reinos, que se resuelve en 1479 con el tratado de Alcaçobas. El acuerdo reserva la ruta africana a los portugueses, y la ruta de las Islas Canarias a los españoles. En 1492 Cristóbal Colón alcanza las costas de las actuales Bahamas convencido de haber llegado a las Indias. Pero se trata de un nuevo continente que tomará el nombre de América. Se produce de este modo el contacto con las civilizaciones indígenas nativas, con imperios con un cierto grado de desarrollo en algunos casos, que unificaban muchas lenguas y muchas poblaciones bajo una misma hegemonía local. Comienza la era de la conquista y de la ocupación española de los nuevos territorios. Con momentos cruentos, como la conquista de Tenochtitlán en 1521 y la destrucción del imperio azteca por obra de Cortés, o la ejecución del inca Atahualpa en 1533 a cargo de Pizarro.
Un nuevo litigio entre Portugal y Castilla empuja a las dos potencias marítimas a recurrir al arbitrio del Papa. Alejandro VI establece la interpretación correcta y definitiva del alcance del tratado de Alcaçobas. Descubrimiento, disputa y partición del globo terráqueo conocido son acciones casi simultáneas. Es interesante destacar que esta primera división se realiza con la mediación de la Iglesia. La Bula papal Intercaetera traza una línea oceánica que va desde un polo al otro y que pasa 370 leguas al este de las Islas de Cabo Verde. Castilla y Portugal aceptarán el arbitrio, aunque más tarde lo pondrán en discusión y lo modificarán en Tordesillas, empujando los nuevos límites hasta el Brasil actual, que entonces era un puerto clave para la navegación portuguesa hacia Asia.
El mestizaje
A lo largo de la historia se han producido muchos y muy distintos encuentros entre pueblos y culturas. Algunas veces en paz, pero la mayoría de las veces como consecuencia de conflictos. En algunos casos el resultado ha sido la asimilación de uno de los dos sujetos en cuestión, en otros la pura y simple sumisión o su expulsión. La característica más destacada del encuentro latinoamericano puede resumirse con el término “mestizaje”. Pertenece a Bronislaw Malinowski, fundador de la antropología social inglesa, la definición más clara de mestizaje. «Un proceso en el cual emerge una realidad nueva, compuesta y compleja; una realidad que no es un aglomerado mecánico de caracteres, y tampoco un mosaico, sino un fenómeno nuevo, original e independiente. Para describir este proceso, el vocablo de orígenes latinos “transculturación” ofrece un término que no contiene la implicación de una cierta cultura hacia la cual debe tender la otra, sino una transición entre dos culturas, ambas activas, ambas aportadoras de elementos, ambas cooperantes con el acontecimiento de una nueva realidad civilizadora».
Esta característica de fondo ha dotado al pueblo latinoamericano de una índole cultural muy distinta del pueblo norteamericano. En la vertiente norte del continente, el pueblo nuevo comienza su gestación sobre todo por “trasplante” del elemento humano europeo. No se produce mestizaje con el indio, que queda relegado a los márgenes de la organización social incipiente, y allí donde opone resistencia es simplemente exterminado. Lo mismo sucede con el elemento negro, que es separado, y por tanto recluido en una situación de apartheid. El nuevo pueblo norteamericano se convertirá a continuación en un crisol de pueblos, con las extraordinarias migraciones europeas del siglo XIX y comienzos del XX. Es una mezcla de pueblos europeos procedentes de un mismo círculo cultural, parecidos y afines entre ellos, al contrario de lo que sucedió en el sur de América. La síntesis cultural de esta realidad humana está presidida por la cepa anglosajona, y su matriz principal procede del cristianismo protestante y de la ilustración. Muy distinto es lo que sucede en América Latina, en donde la reforma católico-tridentina, barroca, se halla en la base del proceso de mestizaje.
La Iglesia acogió con total positividad esta síntesis naciente, que marcó a América Latina con una índole de fondo peculiar. En todas sus Asambleas plenarias, comenzando por Río de Janeiro en 1955, pasando por Medellín (1968), Puebla (1979), Santo Domingo (1992) con ocasión del Quinto centenario del descubrimiento, hasta la última Conferencia General del Episcopado latinoamericano abierta por Benedicto XVI en Brasil en 2007, la Iglesia nunca ha dejado de subrayar el “peculiar proceso de mestizaje” que ha conferido al continente latinoamericano una “identidad singular” y una “índole original”.
Jurisprudencia indígena
Existe un pensamiento que se remonta al momento en que se generó América Latina como sujeto histórico auto consciente: es la gran discusión sobre la evangelización de los indígenas que se desarrolló en la primera mitad del siglo XVI. Se trató de un debate áspero, de gran intensidad, que implicó a las mejores mentes de la época. Los teólogos que intervinieron en él fueron casi todos de nacionalidad española, pero la repercusión de la controversia en el Nuevo Mundo fue decisiva. Puede ser considerada con todo derecho como una de las reflexiones fundadoras de la Iglesia latinoamericana, que fijó el curso y estableció la dirección futura del catolicismo en estas tierras. La discusión fue tan larga y encarnizada que se prolongó hasta el siglo siguiente. Gracias a ella, los indios de las tierras descubiertas y conquistadas fueron considerados como vasallos libres de la Corona española en el territorio del Nuevo Mundo. Aunque después, en la práctica, tal principio fuese contradicho en mayor o menor medida en algunos lugares de las Indias, aunque los misioneros tuviesen que denunciar los abusos de los conquistadores, aunque los colonos cometiesen fechorías aprovechándose de la lejanía de la madre patria, esto no invalida el hecho de que la disputa sobre la naturaleza de los nativos, sus derechos fundamentales y la forma más apropiada de gobernarles inspiró una legislación indígena muy avanzada en el plano de los derechos humanos.
Tal debate representa un momento privilegiado, impulsor del proceso de gestación de los derechos humanos en América Latina, que concluirá en la formación del pensamiento jurídico europeo. Un honesto ilustrado contemporáneo como Jürgen Habermas lo reconoce discutiendo con el entonces cardenal Ratzinger1. En un momento del diálogo que mantuvieron los dos intelectuales en Munich a comienzos de 2004, Habermas observa que «la historia de la teología cristiana en la Edad Media, en especial la escolástica española tardía, pertenece ya a la genealogía de los derechos humanos»2, que están en la base del estrato democrático liberal. Ratzinger responde a su vez hablando de la gestación de la idea de derecho natural, situándola en el momento en el que el mundo europeo-cristiano desborda sus fronteras y se lanza al descubrimiento de América. «En ese momento tuvo lugar el encuentro con pueblos ajenos al entramado de la fe y el derecho cristianos, que hasta entonces había sido para todos origen y modelo del derecho. En el terreno jurídico no había nada en común con aquellos pueblos. Pero –se pregunta Ratzinger– ¿eso significa que carecían de leyes –tal como algunos afirmaron actuando en consecuencia–, o bien existía un derecho por encima de todos los sistemas jurídicos, que muestra que los hombres son hombres y los une entre sí? Ante esta situación, Francisco de Vitoria desarrolló una idea que ya existía, la idea del ius gentium, el “derecho de los pueblos”, donde la palabra gentes se asocia a la idea de “paganos”, de “no cristianos”. Se trata de una concepción del derecho como algo previo a la concreción cristiana del mismo, y que debe regular la justa convivencia entre todos los pueblos»3.
El concilio de Lima
A mediados de siglo XVI tiene lugar en Europa el Concilio de Trento (1545-1563). Ante el desafío de la Reforma protestante que se extendía vigorosamente, el papa Paulo III convoca el Concilio general de la Iglesia como respuesta y nueva propuesta de la naturaleza del cristianismo ante el sentimiento de ruptura de la cristiandad medieval europea y de su autoridad magisterial. Al mismo tiempo, se despliega en América Latina la misión evangelizadora de franciscanos y dominicos. Con la fundación de la Compañía de Jesús en París en 1534, a estas dos órdenes monásticas se añadirán los jesuitas, que ofrecerán una aportación significativa a la obra de la predicación y de la educación con las Misiones americanas.
La presencia misionera en el Nuevo Mundo se comprende en la línea del Concilio de Trento. El Concilio de Trento tuvo sus equivalentes en los concilios provinciales que se celebraron en territorio americano, entre los que destacan los concilios de Lima. Por encima de todos ellos destaca el Tercer concilio limeño de 1532, animado por Toribio de Mogrovejo, que supuso la latinoamericanización del Concilio de Trento. Una de las decisiones más relevantes que se tomaron en aquella sede fue redactar un catecismo en tres lenguas, quechua, aymara y español. Se hicieron cargo de esta ardua tarea los jesuitas José de Acosta, Barzana, Valera y Bartolomé de Santiago, estos dos últimos mestizos. Una vez redactado el catecismo, será traducido al guaraní por el franciscano Luis Bolaños, precursor de las “reducciones”, y por tanto usado en las Misiones jesuíticas de Paraguay. Fue el primer libro impreso en América del Sur, con el título: Doctrina cristiana y catecismo para instrucción de los indios y demás personas.
Con el Concilio de Lima, la Iglesia en América Latina se estructura y se convierte en protagonista, capaz de interpretar y de afrontar los desafíos del conjunto de la Iglesia universal. Los concilios latinoamericanos de los siglos XIX y XX heredarán y continuarán esa tradición.
Misiones jesuíticas
Las primeras fundaciones, que datan de 1610 –San Ignacio Guazú, Nuestra Señora de Loreto y San Ignacio de Miní–, nacieron como respuesta a la petición dirigida desde los Concilios de Lima a los jesuitas, con el fin de que se establecieran en Río de la Plata. Las misiones entre los guaraníes fueron enclaves incardinados en una zona de frontera de alta tensión, entre los territorios portugueses y españoles de la cuenca del Río de la Plata. Desde su origen, se vieron obligados a afrontar serios obstáculos. Dos grandes amenazas se cernieron enseguida sobre las reducciones: por un lado, los encomenderos, que perdían mano de obra barata y debían soportar la competencia de la creciente prosperidad de las reducciones, y por otro lado, los bandeirantes, cazadores de esclavos para las plantaciones. Terratenientes y saqueadores, con la complicidad de las autoridades españolas y portuguesas, convergerán en una alianza para obtener la dispersión y el saqueo de las misiones jesuíticas. Los sistemas de dominación no podían convivir con una comunidad evangélica tan extendida y autónoma como la que promovieron los jesuitas.
La agonía y la destrucción de las misiones hunden sus raíces en una concepción ilustrada que defendía a ultranza la propiedad individual, imponiendo al indígena una libertad de tipo burgués, centrada sobre el comercio y el intercambio. A mediados del siglo XVIII, el Imperio español comenzaba su retroceso, y con él se producía el avance del imperio británico en América Latina, sobre todo a través de los portugueses de Brasil. El Tratado de Límites de 1750 entre España y Portugal consolida este avance. Derrotada la resistencia armada jesuítico-guaraní, los jesuitas fueron expulsados del territorio del Nuevo Mundo, y el 21 de julio de 1773 Clemente XIV firmó el decreto Dominus ac Redemptor, que suponía la supresión de la Compañía de Jesús.
La profunda crisis de la Iglesia Católica en Europa repercutía de esta manera con fuerza en América Latina. El siglo XVIII será uno de los más indigentes de la Iglesia. La nobleza monárquica, los intelectuales y las logias masónicas la relegaban como símbolo de un pasado supersticioso superado definitivamente por las “luces” de la raza y del progreso. Los ataques se concentraron sobre los jesuitas, el sector eclesial más dinámico en el apoyo y la defensa del papado. La disolución de la Compañía de Jesús dispuesta por el mismo Papa marcó el culmen de la debilidad de la Iglesia, que precederá en apenas 30 años a la prisión del Pontífice y a las convulsiones de la Revolución Francesa y del Imperio napoleónico.
La raza cósmica
El término América Latina fue empleado por primera vez por el escritor colombiano José Torres Caicedo en el poema Las dos Américas del año 1856. Hasta aquel momento, era corriente referirse a los nuevos territorios con el nombre de Hispanoamérica o Iberoamérica. Un grupo de pensadores empieza a encuadrar los procesos históricos de América Latina en un horizonte más amplio que el meramente nacional. Se dan cuenta de que los 20 países agro-exportadores que conforman el continente están condenados a un papel insignificante frente a la emergencia de un gran poder con proyección mundial como el que se está formando en EEUU. Y comprenden que, para sobrevivir, América Latina debe realizar algo análogo, pero no como imitación de un proceso ajeno, sino a partir de sí misma y de su propia identidad cultural católica.
Esta generación, la generación del siglo XX, da inicio al paso de una visión nacionalista a una visión latinoamericanista con una intensidad sin precedentes desde el momento de la independencia, y afirma la necesidad de superar la fragmentación, pasando de los “Estados desunidos del Sur” a los “Estados unidos del Sur”. No elabora de momento un programa político para llegar a este punto; sin embargo fija objetivos, prevé etapas, señala en una dirección y afirma que el conjunto de América Latina debe ser pensado desde dentro de América Latina. En la primera mitad del siglo XX se producen un conjunto de obras con un denominador común: América Latina es tratada como una unidad.
Entre todos ellos destaca un nombre: el mejicano José Vasconcelos. Mientras que en Normandía el conde de Gobineau presentaba la historia como una lucha entre razas superiores y razas inferiores4, y reivindicaba sus orígenes vikingos, mientras el inglés Chamberlain5 se enorgullecía de ser ario y hablaba de la Iglesia católica como de una “religión del caos étnico”, mientras que en América Latina las oligarquías ligadas a Europa desarrollaban actitudes abiertamente racistas hacia los indios y los negros, en contra de la tradición cristiana, que no aceptaba estas posturas, Vasconcelos escribía La raza cósmica, como reacción al racismo germánico y anglosajón y contra el racismo de las élites liberales latinoamericanas.
El intelectual mejicano es el exponente más destacado de un “coro” de voces que se escucha en la primera mitad del siglo. En esta corriente participan hombres como Rodò, uruguayo, con su célebre Ariel, publicado en febrero de 1900, el argentino Ugarte, que apuesta por una visión unificadora6; Blanco Fombona, venezolano, que escribe un libro sobre América Latina como conjunto; el peruano García Calderón, que insinúa con una cierta fuerza que el destino unificado de América del sur tiene su eje en Brasil, como país emergente, y en Argentina7. Con el mejicano Carlos Pereira y su gran obra de los años 20 culmina este esfuerzo de revisar y representar la historia como historia del conjunto. Después de casi cien años de historiografía solitaria se empezaba a recuperar la unidad histórica de América Latina.
El Vaticano II en América Latina
Las iglesias franco-alemanas fueron las protagonistas del Concilio Vaticano II. Las iglesias latinoamericanas no sentían su necesidad, y tomaron parte en él de forma marginal. Para responder a todos los desafíos que se le planteaban –para “aggiornarse”– la Iglesia debía asumir y compendiar el conjunto de la modernidad, de la que se había defendido en el curso del proceso de descomposición de la vieja cristiandad medieval y barroca. Los rasgos fundamentales de la modernidad se llamaban reforma protestante e ilustración. El Concilio asume la provocación positiva de fondo que ambas implican, trasciende tanto la reforma protestante como la ilustración secular y las supera, asumiendo lo mejor de ambas.
La asimilación del concilio en América Latina comienza después de su conclusión, con la II Conferencia general del episcopado, celebrada en Medellín en 1968. La lógica del Concilio penetra en las iglesias del continente con la Gaudium et Spes, y continúa con la encíclica Populorum Progressio hasta llegar en 1979 a Puebla, en donde, con la mediación de la Evangelii Nuntiandi, se produce una asimilación más madura de la gran reflexión del Vaticano II. Todas las formas de vida de la Iglesia se ven poco a poco impregnadas por esta novedad: desde la liturgia a la concepción misma de “pueblo de Dios”, desde la vida religiosa al laicado organizado, desde la doctrina social a la forma de relacionarse con las instituciones laicas. En las Conferencias episcopales de las distintas naciones crece el ejercicio de la colegialidad entre los obispos y la unidad deja de ser un pálido reclamo contenido en los documentos finales. Y crece también la tensión con los estados y gobiernos en el poder en los distintos países.
Integración y mercado común del sur
El Mercado común del sur representa una etapa significativa de un movimiento inverso al proceso de fragmentación de América Latina del siglo XIX. El proceso de integración retoma y prosigue la obra inconclusa de Bolívar, San Martín y Artigas, que acuñaron la idea de la “Patria Grande” en contraposición a las pequeñas patrias, cuyo destino es empequeñecerse cada vez más. Esto se producirá a través de situaciones distintas, que marcan la segunda mitad del siglo XX. Son dos las principales oleadas integracionistas. La primera se remonta a los años 60 y se alarga hasta comienzos de los años 70. La segunda toma fuerza en torno a 1985 y llega hasta nuestros días, con la consolidación de Mercosur y el surgimiento de la “Comunidad sudamericana de naciones”.
El fruto más maduro de la primera oleada fue la fundación de la ALALC en 19608, que se extendió a la mayor parte de América Latina, seguida –ese mismo año– de la formación del Mercado común entre los pequeños países de América central. Se empezó así a remontar lentamente la pendiente de una fragmentación económica secular, se fue empujando poco a poco el comercio más allá de las fronteras nacionales, que hasta entonces habían sido impenetrables, salvo para el contrabando. La ola integracionista alcanzó su cima en la célebre localidad uruguaya de Punta del Este, en donde se decidió la puesta en marcha de un mercado común latinoamericano9. La ola siguió avanzando hasta estrellarse en 1969, con el intento de los países de los Andes de formar un pacto, la única alianza que no ha prosperado. Pero ya se había recorrido un trecho de camino. Esto propició la segunda oleada, que comienza en 1985 con la iniciativa argentino-brasileña de dar vida al Mercado común del sur.
Notas:
1 El diálogo tuvo lugar en la Academia católica de Munich el 19 de enero de 2004, y tenía como objeto los «Fundamentos morales pre-políticos del Estado liberal desde las fuentes de la razón y de la fe»
2 Joseph Ratzinger y Jürgen Habermas: Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión. Encuentro, Madrid 2006, p. 27.
3 Ibidem, p. 60.
4 Joseph Arthur de Gobineau, Essai sur l’inegalitè des races humaines, París, Pierre Belfond, 1967.
5 Houston Stewart Chamberlain, Grundlagen des XIX Jahrhunderts, München, Bruückmann 1899.
6 Manuel Ugarte, El porvenir de América Latina, 1910; El destino de un continente, 1923; El dolor de escribir, 1933; La dramática intimidad de una generación, 1951.
7 En este sentido, son significativas las dos obras Las democracias latinas de América, de 1912 y La creación de un Continente, de 1913.
8 La Asociación latinoamericana de libre comercio fue creada con el Tratado de Montevideo el 18 de febrero de 1960. Fue suscrita por Argentina, Brasil, Méjico, Paraguay, Perú y Uruguay; en un segundo momento se adhirieron a ella Colombia (1961), Ecuador (1962), Venezuela (1966) y por último Bolivia, en 1967. El objetivo esencial debía ser la eliminación de aranceles nacionales a las importaciones por un periodo de doce años, a partir de 1960. Cuando resultó evidente que el objetivo no podía alcanzarse, se ratificó un nuevo tratado, que dio origen a la Asociación latinoamericana de Integración (ALADI), que reemplazó a la ALALC en 1980.
9 La “Declaración de los presidentes de América” lleva la fecha del 14 de abril de 1967. Destaca la presencia del primer ministro de Trinidad y Tobago.
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