En escuelas que son como perlas entre las chabolas, o en el Meeting Point con Caroline, que casi se olvida de que está enferma. Con Joakim, con quien te sientes en casa a ocho mil kilómetros de distancia… Diario de un viaje a Nairobi. En este país, donde las divisiones tribales se llevan “en la sangre”, ha nacido un pueblo
El Toyota de Geoffrey, parado en el atasco, intenta ganar algunos metros cambiando de fila en la autopista. Hay tres carriles, pero son seis las filas de automóviles, camiones y autobuses que colapsan la vía asfaltada. «Éste es el único camino que va del aeropuerto a la ciudad», explica el conductor después de cruzar conmigo las tres palabras sobre «quién eres, cuántos años tienes, qué haces». Luego, silencio. Y él, con 38 años y cuatro hijos, enciende la radio. No importa. Mientras las incomprensibles palabras en kiswahili suenan como música de fondo, me pego a la ventanilla para mirarlo todo sin perder detalle. Viejos coches destartalados se reflejan en los parachoques cromados de grandes todoterrenos entre el humo y el ruido de las bocinas. Y el matalu, el autobús del transporte público, que avanza como loco zigzagueando entre los coches. Más allá, una red delimita la sabana. A lo lejos se ven tres jirafas. Ciertamente, estamos en Kenya.
Fuera del mundo.
A ambos lados de la carretera, un río de gente camina por el barro. Quién sabe a dónde irán. Hace tan sólo dos años, en este mismo lugar, estas personas se perseguían, panga en mano –así llaman a los machetes–, en unos enfrentamientos sanguinarios entre tribus. El resultado fue que hubo más de 1.500 muertos entre las diez tribus del país, y 300.000 personas sin hogar. Se mataban entre ellos, a pesar de que se conocían, de que eran vecinos unos de otros. Bastaba con ser de los Kikuyu para que un Luo incendiara tu casa y viceversa. La chispa saltó con motivo de las elecciones presidenciales de 2007, cuando los dos candidatos, entre fraudes y acusaciones recíprocas, enfrentaron a sus respectivas facciones entre sí: Mwai Kibaki con los Kikuyu y Raila Odinga, líder de los Luo, una alianza de varias tribus. Venció Kibaki por un puñado de votos y las tensiones sólo se atenuaron cuando Raila fue nombrado primer ministro.
Ahora parece que todo ha vuelto a su cauce. Incluso en medio del caos del mercado, donde los neumáticos pasan rozando las verduras, los puestos ambulantes y la gente sentada haciendo negocios. Esto es Nairobi, la capital, con sus cuatro millones y medio de habitantes, en el corazón de la sabana. Donde los palacios de uno de los centros económicos más importantes del continente conviven con las chabolas de barro de Kibera, uno de los barrios marginales (los llamados slums) más grandes del mundo. Pienso que este lugar está fuera del mundo, pero bastan unos pocos encuentros para ver que no es cierto.
Cambiados, hasta en la mesa.
Al cabo de unas horas, me siento como en casa a ocho mil kilómetros de distancia de mi familia, mientras ceno en casa de Joakim Koech, el responsable de CL en Kenya. Es de Eldoret, situado en Rift Valley, al norte del país, y pertenece a la tribu de los Nandi, un pequeño grupo de los más numerosos Kalenjins. Romana, su mujer, que trabaja para AVSI, también es de allí, se conocen desde niños. Bromean al recordar cuando iban juntos a catequesis. Luego llegó el encuentro con Cristo, conociendo a CL, primero ella y después él, siguiendo a su enamorada: «Nos cambió la vida». Del todo, hasta el punto de empezar a pensar que había algo más importante que la división tribal que en el año 2007 desató los enfrentamientos. «Fue muy difícil, porque es una herida abierta aún hoy, a pesar de que todo, si Dios quiere, se ha acabado». Joakim recuerda la experiencia vivida en aquellos días a raíz del nacimiento de un grupo de Fraternidad formado en su mayoría por Kikuyu, la facción tribal contraria a la suya. «Lo definitivo no es la pertenencia tribal, sino la pertenencia a Cristo. Cada día me vencía el miedo y la tensión, hasta que un amigo me dijo: “Nosotros ya hemos vencido”. Pero esto es válido también para hoy, por ejemplo, ante una reforma constitucional que introduce el aborto, la eutanasia y los tribunales islámicos en nuestro país. No se trata de dar una batalla ideológica, sino de una oportunidad para profundizar en la experiencia de fe que vivimos. Hay algo que está antes que la bondad de una lucha: pertenecemos a Otro». Algo que nos precede. «Es, realmente, una cultura nueva». Una novedad que se refleja en los manifiestos de Pascua que cuelgan en las paredes de la casa de Joakim o en el hecho de que se come en la mesa, mientras la tradición keniata prevé que en una gran alfombra coman juntos los niños, mientras sus padres se sientan alrededor con el plato en la mano. Y, por qué no, en el whisky escocés, regalo de Carras, que les visita a menudo.
En la mesa de los Koech está también Leo Capobianco, italiano y director de AVSI en Kenya, que lleva dieciocho años en Nairobi. «Yo era contable. Empecé a trabajar en AVSI cuando abría sus primeras sedes en varios países. Llegué aquí para unos meses y… aquí sigo. Entonces éramos cuatro: yo, el padre Valerio de la Fraternidad de San Carlos, y otros dos chicos de los Memores Domini, como yo». Estaban entusiasmados, cuenta Leo, hasta que llegaron los primeros ataques, que acabaron con el romanticismo y les obligaron a abandonar la casa de Ghiturai Kiambu, un barrio en la periferia de Nairobi, «donde todavía se veían desde la ventana los elefantes y las gacelas». Se refugiaron en un recinto cercano a la zona de las embajadas y así empezó la obra de AVSI, respondiendo a la solicitud de tres técnicos para dar clase en un colegio de la diócesis. Después, en 1990, empezaron a trabajar en un ambicioso proyecto: construir una nueva escuela precisamente en Ghiturai, pues la diócesis les concedió allí un terreno. «La escuela profesional Saint Kizito se inauguró en 1994. Hoy imparte 10 cursos para más de 400 estudiantes: peluquería y estética, albañilería, mecánica, carpintería», explica Leo al día siguiente, durante una visita a la escuela, mientras los alumnos se tienen que enfrentar con el motor de un jeep o con el pelo de una compañera bajo la atenta mirada de un peluquero bigotudo.
Entre pangas y palos.
«La educación ha sido un interés constante en nuestra comunidad. Desde que AVSI, antes de la Saint Kizito, puso en marcha en 1999 el Little Prince, un colegio de primaria en el barrio de Kireka». Anthony Maina lo dirige desde entonces. «En el año 2000 comenzamos con nueve niños. Después, en 2005, inauguramos un edificio nuevo porque aumentó el número de alumnos, debido a una política de escolarización que el Gobierno aprobó en aquella época. Lo último que hemos abierto ha sido la guardería, este año, con 51 niños, mientras que, en el colegio, los niños ya son más de trescientos». Una perla entre los barracones. «Antes, en esta misma calle veías a la gente armada peleando con pangas y palos», cuenta Leo mientras señala por la ventana el barrio de chabolas que hay al lado. «Muchos de nuestros alumnos vienen de allí y pueden estudiar gracias a los programas de educación a distancia que ofrece AVSI. Lo mismo sucede con el Caravana Urafiki o el Cardenal Otunga». Urafiki es un colegio de primaria que abrieron los misioneros de la Fraternidad San Carlos. El Otunga es un colegio de secundaria, que Joakim dirige desde que se puso en marcha, en 2008. Ambos nacieron en la zona de Kahawa Sukari, donde está la parroquia de St. Joseph, a cargo de los Misioneros de San Carlos Borromeo, desde 1997. Un lugar donde suceden milagros. Empezando por la guardería, dedicada a Emmanuela Mazzola, una niña de Milán que murió en un accidente de tráfico. Y después, el trabajo con niños discapacitados dos veces a la semana, que se alterna con el Meeting Point, para enfermos de sida. También aquí te sientes como en casa, entre estas mujeres “infectadas” que se reúnen para comer juntas y se apoyan unas a otras. Allí hay mucha alegría y, mientras se reparten un plato de “no sabes bien qué”, llega Caroline: «Perdonad el retraso, siento no haber podido rezar el rosario con vosotras». Luego nos cuenta su historia: «¿Qué puedo decir de mí? Bueno, soy una mujer muy “positiva”», y todas se echan a reír. Alta, con un vestido rojo vivo y una cara muy dulce, tiene 27 años, dos hijos y es soltera. «Cuando llegué aquí pesaba 24 kilos, ahora peso 60. Me han vestido, me han dado de comer, he pedido el Bautismo y ahora ya puedo recibir la comunión. Aquí somos personas y eso pesa más que el hecho de que estamos enfermas».
Las botas de casa Kamande.
El colegio Cardenal Otunga, lo levantaron Joakim y un grupo de profesores que tuvieron la idea de convertir en ladrillos El riesgo de educar de don Giussani. «Parecía una locura. Hacer un colegio de secundaria que no fuese boarding, es decir, no un internado, como la mayoría de los colegios aquí, donde mandas al niño el lunes y te olvidas de él durante toda la semana. Por el contrario, nosotros apostamos por implicar a la familia en los itinerarios educativos». En la vitrina, los premios confirman cierto orgullo del director: a la mejor clase por aquí, al mejor estudiante por allá… «Son también de los chicos que vinieron de Kibera y estudiaron en la Little Prince. Pero ese barrio aquí queda lejos, hacen falta horas para llegar sin coche», explica Joakim. «Por suerte, están Henry Kamande y Jane». Él es el director de la Urafiki, y ella su mujer. Tienen tres hijos, más los 13 de los que nos habla Joakim y que los Kamande acogen en su casa durante la semana. «Sí, son todos hijos míos», bromea Jane mientras se quita el delantal. Sonríe, baja la mirada, y entiendes inmediatamente que lo dice de verdad. Interrumpe sus labores para enseñarnos las habitaciones de los chavales y las salas de estudio. Ésta era la casa de los primeros italianos de CL que llegaron a mediados de los años 80 y los arcos que rodean el patio le dan un aire de monasterio. Al ver una hilera de botas, te das cuenta de que esa atmósfera de claustro está llamada a desaparecer en cuanto los chicos vuelvan de clase.
Es la otra Kenya, la que no se veía desde el coche que me recogió en el aeropuerto. Habría muchas otras obras de las que hablar. Desde lo que ha nacido en Cowa, con una Compañía de las Obras local, hasta el Centro de Otiende, con cursos de formación para la población de Kibera, y todos los proyectos de AVSI, en particular los dedicados a la educación a distancia.
Cosas grandes, como decía el lema del Meeting de este año. Pero lo único que permite crear cosas grandes es el corazón, con su deseo infinito. Aquí lo ves en esta gente, una comunidad pequeña, unas decenas de personas cambiadas por el encuentro con Cristo. Joakim, que ha cambiado hasta su forma de comer, o Paolo, Antonio y Nino, que viven con Leo y que no son capaces de aguantar muchos días lejos de África. Te conmueves en la Escuela de comunidad, con quince personas sentadas en círculo en una pequeña sala, al escuchar a Pascal: «Necesito a Cristo ahora, en la realidad. Y necesito construir mi vida a partir de Él».
Más hermano que un hermano.
Una noche te topas con los ojos de Cristian. Está triste porque esa mañana, después de varias semanas de espera, por fin ha conocido a Martin y Mary, los dos niños a los que ayuda desde Losann mediante el programa de educación a distancia. Ha estado en su casa, en un barrio paupérrimo, donde todos los niños tienen la tripa hinchada por el hambre y juegan con los cerdos en las alcantarillas al aire libre. «Sientes una impotencia extrema. No eres tú quien los salva…», apostilla mientras mira hacia fuera por los cristales tintados del coche. Todos aquellos rostros, todos esos corazones. Los de Victoria, Valeria, Ciprian y Silas, con su Fraternidad de Mutuati, un pueblo a 400 kilómetros de Nairobi; Vivian, los seminaristas Mateo y Cristiano, de Chipre; los ojos de David y Simon, que ves justo antes de irte. Aquí queda un verdadero pueblo, en medio de las tribus. Nuevo, distinto, formado por italianos, por Luo, por Kikuyu y por Kalenjins. Un pueblo formado por hombres cambiados que han madurar en su experiencia de fe y de amistad. «Soy yo, pero ya no soy yo», como recordaba el Papa parafraseando a San Pablo. En el fondo, también me ha sucedido a mí. «¿Pero dónde he ido a parar?», pensaba hace cinco días, cuando llegué. No me lo he vuelto preguntar. Esa pregunta ha sido suplantada por “algo que me precede” y que he visto. Eso es lo que hace que te sientas uno con Joakim, al otro lado del mundo, más hermano que un hermano.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón