«Es una masacre. Hay que detenerla». René Guitton, autor de Cristianofobia. La nuova persecuzione (Ed. Lindau), conoce muy de cerca lo que está sucediendo en Iraq. Miembro del Comité de expertos de la Alianza de civilizaciones de la ONU, premiado en diversas ocasiones por sus muchas batallas en favor de los derechos humanos, a lo largo de sus viajes se ha encontrado con emires, patriarcas y jefes de estado de Oriente Medio. Corresponsal del canal France 2 en Marruecos durante varios años, dirige en la actualidad en París la prestigiosa editorial Calmann-Levy. Sin embargo, más que un puro interés profesional, lo que une a Guitton con Oriente Medio es una red de amistades. Con musulmanes, judíos y cristianos. Obispos y simples fieles. A algunos de estos amigos los acaba de perder en los atentados que golpearon hace algunas semanas a la comunidad de Bagdad: «En cuanto me llegó la noticia, me pegué al teléfono. Me preguntaba: ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo intervenir? Me sentía tan impotente...». Por eso, aun a sabiendas de que sólo es una gota en el mar, el pasado 14 de noviembre organizó una manifestación en apoyo a los cristianos iraquíes. Tres mil personas desfilaron hasta los pies de la torre Eiffel, para pedir justicia y protección. Y ahora invita a una conciencia más profunda a la hora de vivir la Navidad, «el periodo en el que los perseguidos estarán en el punto de mira». Porque «el valor de su martirio está en el testimonio mismo que nos ofrecen a nosotros y a todo el mundo».
¿Qué esta sucediendo en esta región?
Se está produciendo un verdadero recrudecimiento de las acciones contra los cristianos. El ataque a las Torres gemelas ya había liberado los instintos de los extremistas. Para ellos Occidente, que siempre ha coincidido con la cristiandad, mostraba finalmente su debilidad. El comienzo de la guerra en Iraq en 2003 exasperó la contraposición entre Oriente y Occidente: para el mundo árabe, Saddam Hussein era un líder carismático, y por tanto la guerra contra su régimen fue vista como una agresión a la comunidad musulmana mundial. A estos hechos hay que añadir otros, como la amenaza del pastor Terry Jones de quemar el Corán con ocasión del 11 de septiembre.
Una provocación que fue retirada...
No es suficiente. Monseñor Louis Sako, obispo de Kirkuk, me telefoneó indignado: «Pero, ¿os dais cuenta de lo que sucede?». Este anuncio desencadenó en todo Oriente Medio una oleada de atentados a las iglesias. En este clima, se aprovecha cualquier ocasión para atacar a los cristianos.
¿Qué nos dice a nosotros, occidentales, el sacrificio vivido por estas comunidades perseguidas?
Estos cristianos son asesinados por odio hacia la fe. Por esto mismo son mártires. Ofrecen un testimonio, a nosotros y al mundo entero. Pero que quede claro: ellos no quieren la muerte. Si pudieran, se marcharían. Pero para muchos resulta imposible. Son víctimas. Tal vez no se pueda hablar de “sacrificio”: no creo que lo busquen.
En este sentido nadie lo buscaría, empezando por Jesucristo. Y sin embargo subió la cruz, y perdonó.
Yo preferiría hablar de perdón, un concepto cercano al de sacrificio. El suyo es un testimonio de perdón a los asesinos. Piense, por ejemplo, en la Navidad que se acerca, en donde la fiesta coincide con el período en el que estos cristianos están en el punto de mira de los ataques. Como para impedirles expresar la fe en el acontecimiento que festejan. Pero ver lo que ellos viven nos hace profundizar en el verdadero valor de la Navidad: poniendo en primer lugar la oración, nos situamos a su lado.
¿Cómo podemos ayudar en concreto a los cristianos perseguidos?
Podemos hacer muy poco: cualquier movimiento corre el riesgo de provocar represalias. Piense que, por temor hacia los familiares que todavía están allí, varias asociaciones de inmigrantes no se han adherido a la manifestación del 14 de noviembre. Y eso que estamos en París... Es verdad que hace falta intervenir. Tal vez con presiones económicas: «O se afronta esta emergencia, o Europa os negarás subvenciones y ayudas». Es un ejemplo. Mientras nosotros hablamos, allí se asesina.
Varios países han tomado ya la iniciativa, por ejemplo ofreciendo visados y hospitalidad a los supervivientes.
Seguramente se trata de un bonito gesto humanitario, pero de este modo se contribuye a liberar a Oriente Medio de la presencia de los cristianos. Es un drama. Como me decían varios obispos orientales: «Es magnífico que queráis sostenernos, pero debéis ayudarnos a permanecer aquí, no a partir». De otro modo, se les hace el juego a sus enemigos. Hace un siglo, en Turquía había un cristiano por cada cinco habitantes. En la actualidad, hay un cristiano por cada cincuenta habitantes. En Líbano, un cristiano de cada dos ha huido a Occidente. En Egipto, en donde la población cristiana gira en torno a los siete u ocho millones, se ha producido un éxodo de un millón y medio de coptos hacia EEUU y Canadá. Son cantidades enormes, es un flujo continuo.
¿Por qué es tan importante ayudar a estos cristianos a permanecer allí?
Porque aquella tierra es su casa. En aquellos lugares comenzó todo. Por ese motivo quieren acabar con ellos los fundamentalistas. Pero los cristianos viven allí desde el nacimiento mismo del cristianismo. Son ciudadanos sirios, iraquíes, egipcios, árabes como todos: la única diferencia es la religión, porque con la llegada del islam estas poblaciones prefirieron seguir siendo cristianas.
Pero las persecuciones no se limitan a esta zona...
Desgraciadamente, en el mundo hay muchos “Iraq”: desde la India a Nigeria, desde Indonesia al sur de Sudán. En estos lugares los cristianos son masacrados por su condición de cristianos. Detrás de estas situaciones existe, de forma consciente o inconsciente, un odio al que no es como nosotros. Por suerte, en algunos casos las autoridades han comprendido que hay que hacer algo: como en Qatar o en los Emiratos, en donde se construyen iglesias para acoger a la población cristiana, que procede de países como Filipinas o India. Estos lugares de esperanza son la paradoja de la inmigración.
¿Qué responsabilidad tenemos ante esta situación?
Estamos llamados a no quedarnos en silencio. No podemos permanecer de brazos cruzados sin hacer nada. Cuando puedo, por ejemplo, participo en la liturgia en una de las muchas iglesias caldeas de París: allí usan el arameo, la lengua que hablaba Jesús, y es un signo precioso de fidelidad a los orígenes. Pero no debe movilizarse sólo la comunidad cristiana: me he encontrado con musulmanes, judíos y ateos que protestan contra la masacre. Porque es algo que afecta a todos los hombres por el mismo hecho de serlo. La clave es hacer saber a aquellos cristianos que no han sido abandonados: estamos con ellos.
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