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Huellas N.10, Noviembre 2010

VINCENT VAN GOGH / Exposición en Roma

Un no sé qué de eterno

Roberto Filippetti

Los campesinos encorvados, la siembra, un hombre sentado al telar. Para él, «todo se asoma al infinito». Una nueva exposición nos acerca al corazón del gran maestro. Y a la «razón de ser» del trabajo. Hasta el «eterno problema: la vida, ¿resulta completamente visible ante nuestros ojos?»

«La tuya, querido Vincent, no ha sido en verdad una vida monótona. Te preguntabas cómo gastarla, cómo darte. Lo has comprendido tarde, en torno a los veintiséis años. Tenías “ese” talento y lo has utilizado intensamente, furiosamente: cerca de dos mil obras entre lienzos y dibujos en diez años. ¡Y sólo has conseguido vender un cuadro! Un fracaso. ¿O no?». Vincent es una de esas personas a las que llamas de “tú”. Le llamas por su nombre, dialogas con él.
Había empezado a trabajar con dieciséis años como marchante de arte. Pero no era ése su camino. Después había intentado estudiar Teología, trabajar como librero, como profesor, pero todo en vano. Cuando le enviaron como predicador evangelista entre los mineros de la región belga de Borinage, pensó: ahora sí, éste es mi camino. Allí se metió de lleno en esta aventura. Era conmovedor ver cómo estaba con aquellos pobrecillos, dándoles literalmente todo. Y era impresionante cómo miraba las cosas. El señor Denis contaba que un día se había parado en seco antes de aplastar un gusano por la exclamación de Vincent: «¿Por qué quieres matar a esa pequeña criatura? Es obra de Dios». Criatura: signo de Aquél que la ha llamado al ser. Y mientras vivía entre los mineros, había empezado a dibujar. Cuando sus superiores le despidieron por exceso de celo, empezó a tomarse en serio el tema del dibujo, de la pintura. Y comenzaron esos diez años que se pueden recorrer en la exposición Vincent Van Gogh. Campiña intemporal y ciudad moderna que tiene lugar en Roma, en el Vittoriano, y que reúne setenta obras de Van Gogh junto a una treintena de lienzos de los artistas que marcaron su trayectoria: Breitner, Bock, Mauve y Rappard en Holanda; en Francia Daubigny, Pissarro, Gauguin, Signac, Seurat, Daumier, Cézanne y, por encima de todos ellos, Millet.

Cuchilladas de luz. El itinerario de la exposición se muestra en tres pisos. En el primero se hallan dispuestas las obras pintadas hasta 1885. Dominan los pardos, los tonos pálidos, terrosos y humildes; y los claroscuros de los interiores. Todo habla de un cansancio que pesa a las espaldas, bajo cielos nubosos cortados por una cuchillada de luz en el horizonte. Todo habla de pietas, de sim-patía, de com-pasión hacia estos campesinos de pómulos marcados, de miradas dramáticamente elocuentes: la caridad es un movimiento natural que irrumpe desde el corazón de Vincent y enseguida se vuelve gesto pictórico. Estos campesinos encorvados no aparecen sin embargo aniquilados por el peso de la vida, sino exaltados en su dignidad: «Hombres y mujeres con un no sé qué de eterno, del que era símbolo hace tiempo la aureola», dirá Vincent. En la exposición se puede ver una Cabeza de campesina con un contraluz que parece justamente una aureola embrionaria.

Proyectado más allá. Cuando Van Gogh recorrió setenta kilómetros a pie –casi una peregrinación incompleta hacia el estudio del pintor Jules Breton–, atravesó un pueblo en el que en cada casa se sentaba un hombre al telar, un hombre que trabajaba cantando: alegría del sacrificio. Entre los distintos Hombres al telar la exposición propone uno, que resulta curioso: allí a la derecha, sentado sobre una trona con ruedas, un niño mira muy serio al tejedor mientras trabaja. Y te identificas con el hombre que ha proyectado y realizado este unicum, que ha cepillado con cuidado los brazos y ha dado forma a las cuatro ruedas de madera: belleza del trabajo bien hecho, hecho por esa criatura. Y te conmueves cuando descubres que el hombre es Silas Marner, protagonista de una novela de George Eliot que le gustaba mucho a Van Gogh, y que el que está junto a él es un niño abandonado, adoptado y cuidado por ese tejedor.
El recorrido de la muestra sube al piso superior, y la pintura de Van Gogh se viste de color: la lección de los Impresionistas, asimilada eclécticamente en el bienio parisino entre febrero de 1886 y febrero de 1888, explota en el esplendor originalísimo de sus obras maestras, pintadas en los últimos dos años y medio de vida entre Arles, Saint-Rémy y Auvers-sur-Oise, hasta el trágico epílogo del suicidio a finales de julio de 1890.
La tesis de los organizadores de esta exposición –sintetizada en el título– es que Van Gogh vivió dividido entre la ciudad moderna, transformada por la segunda revolución industrial, y los valores eternos de la campiña intemporal, con una decidida propensión hacia esta segunda parte del dilema. Esta interpretación da lugar –en mi opinión– a una reducción nostálgica, sentimental y romántica. Bien distinto es mirar estos cuadros teniendo viva la auto-exégesis de Vincent que, especialmente en las cartas del verano de 1888, nos manifiesta la apertura infinita de su propio “corazón”, en el que vibra «el eterno problema: la vida, ¿resulta completamente visible ante nuestros ojos, o sólo conocemos de ella un hemisferio antes de morir?».
En Van Gogh todas las imágenes llevan escrito “más allá”: «Si todo lo que hacemos se asoma al infinito, si el propio trabajo extrae su razón de ser de algo que está más allá y se proyecta hacia ese punto, entonces se trabaja con más serenidad». Retratar el rostro humano –como el de una anciana de Arles– «es lo único que me emociona hasta el fondo, y me hace sentir el infinito, más que cualquier otra cosa». Un anciano, pero todavía más un niño en la cuna, o Marcelina en brazos de su madre Agostina Roulin: «Si observas con calma a un niño en la cuna, percibes que lleva el infinito en sus ojos».

«Sólo Cristo». También el campo, entre el tiempo de la siembra y el de la siega, es un signo: «No aborrezco el campo, pues he crecido en él – me arrolla una multitud de recuerdos de antaño, de aspiraciones hacia ese infinito del que el sembrador y la gavilla son símbolos, símbolos que me encantan todavía como antes». El mismo Van Gogh, en una carta a Bernard de 1888, evoca a propósito de esto las parábolas evangélicas correspondientes: «Sólo Cristo […] afirmó como certeza principal la vida eterna en el tiempo, la nada de la muerte, la necesidad y la razón de ser de la serenidad y de la dedicación. Él vivió serenamente, como el mayor artista de todos los tiempos, desdeñando tanto el mármol como la arcilla y el color, y trabajando sobre carne viva. Es decir, este artista inaudito y casi inconcebible, […] no hacía estatuas, ni cuadros, ni libros: […] él hacía… hombres vivos, inmortales. Esto es algo muy serio, sobre todo porque es la verdad […]. Este gran artista –Cristo– rehusó escribir libros sobre ideas o sensaciones, aunque desdeñó algo menos la palabra hablada, sobre todo la parábola. (¡Qué sembrador, qué siega, qué higuera!)».
El viñador ha cavado un surco en torno a la higuera, ha echado abono. Y esa planta, que parecía estéril, ha dado fruto.


BOX...

«TERRIBLE NECESIDAD»
Después de 22 años, Vincent Van Gogh (1853-1890) vuelve a Roma. La exposición (que alberga el Vittoriano hasta el 6 de febrero) documenta su «terrible necesidad de religión» en sujetos cotidianos. Como él mismo escribía: «Si se percibe la necesidad de algo que nos haga sentir la presencia de Dios, no hay que irse lejos para encontrarlo».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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