Has escuchado su historia, los has visto en el Meeting y crees que los conoces. Pero cuando ves cómo viven, te das cuenta de que no es así, y no sólo por la imponencia de su obra. Veinticuatro horas con los ZERBINI, el matrimonio brasileño que guía a los Trabajadores Sin Tierra en São Paulo. Allí, un encuentro cambió su vida. Y su tristeza en alegría
Esperas conocer a un líder y te lo encuentras agachado en un patio húmedo, muy concentrado, en un duelo silencioso con una bombona de gas. Un hornillo de camping tan maltrecho que desanimaría a cualquiera. Él lo observa insistentemente, prueba a enganchar un tubo, después otro, aprieta los tornillos, cambia las placas. Pero nada. Y vuelta a empezar. Así unas cuantas veces. Por fin acerca la cerilla y enciende. Sonríe, sin dejar de mirar: «Se puede hacer mejor». Pero a mí me parece el máximo. No tanto por el fuego que ya sale de ese viejo amasijo de hierros, sino por ver a Marcos que se ocupa de eso. Con todo lo que podría preocuparle estando en esta antigua iglesia evangélica del barrio de Lapa de Baixo en São Paulo que es la sede operativa de la Asociación de los Trabajadores Sin Tierra.
Pequeña y un tanto desangelada, es el punto de referencia para la vida de 18.000 familias y 70.000 estudiantes universitarios. «Los números se han triplicado, es tres veces más grande que antes, pero mucho más ligera de llevar», dice refiriéndose a la Asociación. Un pueblo inmenso que no para de crecer, pero que ha «dejado de pesar sobre nuestras espaldas. Cristo se hace presente en nuestra vida y nos ha quitado el peso». Por las venas de Marcos Zerbini corren veinte años de lucha al frente de este pueblo. Hoy todavía entrega su vida entera, junto a su mujer, Cleuza, a esta gente. Pero en este momento, para él este hornillo lo es todo. Sirve para hacer la comida durante las peregrinaciones a Aparecida con los amigos del movimiento. La última vez fueron doscientos peregrinos. Cleuza está en el piso de arriba, preparando provisiones: corta treinta kilos de carne mientras canta Romaria con algunos coordinadores de la Asociación.
Antes que amanezca. Al llegar aquí creía que ya sabía quiénes eran. Un matrimonio brasileño con ánimo guerrero para liberar el corazón de la gente del fango de las favelas. Les escuché contar su historia en el Meeting de Rimini, les vi delante de miles de personas bajo la lluvia de un día de febrero, empapados, entregando en manos de Julián Carrón el fruto de todas sus fatigas. Sin embargo, hoy desayuno con ellos en la pequeña cocina de la Asociación, sin afán de luchas o de empresas, sino a la espera de lo que la jornada les depara. Una espera leve como si esperas a un amigo. Alrededor de los termos de café hay mucho que contar: son tan sólo las nueve, pero la mayoría llevan tiempo trabajando.
Era todavía de noche cuando esta mañana la calle Félix Guilhem se llenó de gente. Cuando toca el día de la reunión mensual de los Sin Facultad, los pocos coches que a estas horas circulan reducen la marcha para dejar pasar a las riadas de jóvenes que avanzan con paso expedito. El que llega tarde se queda fuera. Vienen en autobús, los que viven más lejos vienen en tren. Se enfilan en masa bajo una nave ubicada en el mismo barrio de la sede, a dos manzanas de distancia. Enseñan el carnet de la asociación y después van directos a ocupar su sitio, pasando por debajo de una gran pancarta que pone: Ni una sola lágrima se perderá para Dios. Marcos y Cleuza ya les están esperando.
«Mis ojos no brillan». La primera reunión empieza a las siete. Luego, se suceden una tras otra, sin parar, hasta la noche. Bajo las luces de neón de este gran hangar, suenan en las paredes los ventiladores destartalados, junto a una canción de amor: Cuando te vi. Después, la voz de Marcos retumba desde la mesa: «La vida avanza y pasamos de deseo en deseo. ¿Pero qué es lo que verdaderamente necesitamos?». Son las primeras palabras que escuchan estos chicos. Ellos, que tienen necesidad de todo. Tres mil estudiantes, unos más jóvenes que otros, que pueden acceder a los estudios sólo gracias al convenio que la Asociación ha firmado con algunas universidades. De día trabajan, por la noche van a clase. «A veces, desfallecen de hambre», cuenta Cleuza. Tienen historias dolorosas, religiones diferentes, pero todos juntos rezan el Padrenuestro y cada uno sujeta en la mano un folio con un breve escrito de don Giussani. El tema de hoy es la libertad. «Nuestro amigo Carrón dice que uno es libre cuando es abrazado. Vosotros, ¿cuándo os habéis sentido libres?». Es la pregunta con la que se fueron la última vez. Aquí y allá se ponen en pie entre las filas de sillas y toman el micrófono.
«Mis ojos no brillan ni cuando lloran». Lela lo escribió cuando era un adolescente y hoy lo lee delante de todos. «Estaba desesperada. Llegué a plantearme si continuar con mi vida o no, pero sentía que no tenía derecho a quitarme la vida, y hoy tengo la posibilidad de estudiar y de casarme. Soy feliz». Raphael dice que «el venir aquí me ayuda a entender que mi camino es bueno». Incluso frente a la separación de sus padres, se ha sentido libre, «porque me ha obligado a madurar, a tomar mi vida en primera persona». Marcos no añade nada. Da las gracias a cada uno y les cuenta algo de Leopardi y de Franco, un amigo italiano «que ha descubierto que se puede ser libre siempre. Él es libre en la cárcel de Padua». Las intervenciones se suceden de un extremo a otro de la asamblea. Se enfrentan cara a cara con su vida y hablan delante de todos. Es el turno de Alexandre, que explica el texto de hoy.
Él es el «doctor», como lo llaman aquí. Gracias a su trabajo como médico conoció a Cleuza y Marcos, que por él conocieron la historia nacida de don Giussani. Era el año 2001. «Fue el encuentro que nos cambió la vida, nos dio la posibilidad de respirar en medio de todo lo que hacíamos, donde ya empezábamos a cansarnos», cuenta Cleuza antes de subir a la mesa para dar los avisos. Tiene unos ojos penetrantes, pero si te fijas bien parecen los de una niña, en un cuerpo de madre.
«Yo estoy contigo». Es el momento de los premios. Los que se han graduado reciben una estatuilla y una gran ovación como en un estadio de fútbol. «Si no fuese por este lugar, no habría llegado hasta el final, habría desistido. Veros me ha dado ánimo para continuar hasta el final. ¡No lo dejéis!», dice una chica entre los aplausos. Por esto existe la Asociación. Por esto Cleuza, dos horas a la semana, va a la salida de la universidad sólo para saludarles. «Para que se den cuenta de una cosa: “yo estoy contigo”. Nunca deben sentirse solos». Pero el sudor es todo suyo, con él los Sin Tierra han levantado, en cinco, siete, diez años, su casa. No le han regalado nada. Es suya, de principio a fin.
Ahora las áreas de viviendas son veintisiete, casi todas en la periferia noroeste de São Paulo. A la hora de comer, Marcos se dirige a la número 24, Portau do Anhanguera. El coche de César, el ingeniero que les acompaña con la gentileza de antaño en la construcción de las casas de la Asociación, circula entre la densidad forestal de la Mata Atlántica, luego toma una carretera de peaje y finalmente sube por una cuesta polvorienta de tierra roja. En esta área hierven las obras. Las familias le están esperando bajo una carpa. Cuando alguien llega a comprar el terreno se incorpora directamente a las reuniones en los barrios para favorecer la amistad entre vecinos. Con Marcos y Antonio Carlos, un funcionario del Estado jubilado, afrontan diversos problemas: las tuberías, la recogida de basuras, la posibilidad de una parada de autobús, la recogida del correo. Una confrontación al detalle durante una hora. No se resuelve todo, pero se ayuda. Marcos les anima: «Dios no nos abandona nunca, así que podemos seguir trabajando, sin miedo». Tanto que hacen una fiesta. Al terminar la reunión, dulces y música. Mientras, en la Asociación la avalancha de gente de la tercera reunión se echa a la calle para dar paso al turno siguiente.
Vera, sentada a la salida, no tiene miedo de que la atropellen. Muy guapa con su elegante sombrero negro de paja, está sentada en un taburete, entre la acera y la carretera, detrás de una gran caja de poliestireno. Vende bolígrafos y bebida. «Durante dieciocho años hemos estado solos, Dios y yo». Luego encontró a los Sin Tierra. Como Mario, que tomaba drogas en las favelas de Bahía y que hoy estudia y trabaja en la Asociación. Al llegar la tarde, se sienta en la cocina: «Tengo que volver al trabajo rápidamente», dice orgulloso de tener que ir deprisa. Mientras, en el piso de abajo suena la voz de Cleuza, que llega hasta el comedor: «¿Tudo beeeem?». Ella y Marcos van y vienen todo el día. Cleuza llega y se para con cada uno: tal vez acaban de verse y están juntos todos los días, pero siempre se abrazan y se besan. Mientras, la jornada continúa con sus imprevistos. Se revisan los horarios ya fijados, se cambian las prioridades. Llega una treintena de personas, todas ellas de la Asociación, para preparar el Bautismo y la Confirmación con el padre Marco.
Elecciones y kilómetros. Fabio, el «abogado», entra por la puerta con los manifiestos de la campaña electoral a favor de Marcos. Todos están entusiasmados, pero nadie sabe realmente lo que serán esos días previos a las elecciones: un acto tras otro, de un extremo a otro del país, hablando de Jesucristo a la gente. Mañana recorrerán cientos de kilómetros para recibir a un grupo de jóvenes que llegan de Paraguay. Sin saber que su autobús tendrá una avería y los programas volverán a cambiar por completo. Pero, «¡Qué historia!», te espeta Cleuza. Una historia de amistad «tan bella» que basta con ponerse a su servicio tal como viene. Como hace Quiteria, que friega las ollas y es feliz.
Se ocupa de la cocina junto a otras mujeres. Tiene 63 años y no sabe leer, pero cuando le llevan el cuaderno de los Ejercicios de la Fraternidad se seca las manos, lo aprieta contra su pecho y lo besa. La Asociación es su casa. Es una casa también para Santiago y Francisco, que vinieron de Argentina para pasar un mes con Cleuza y Marcos, para aprender su gratuidad. «Lo nuestro no es gratuidad», corrige Marcos. «Lo que estamos construyendo es nuestro yo. Este camino, dentro de la realidad, nos acerca a Cristo, que me llana cada día a relacionarme con el Misterio». Una amistad estrecha con la realidad, ése es su método. Y seguir a otros, aunque ocupe el cargo de responsable. «Yo quiero aprender a amar como el padre Aldo, a entregarme sin reservas. Porque si no das la vida, no la entiendes. Necesito amigos de verdade, que me ayuden a entregarla».
El padre Aldo llama al poco rato para decirles que ha decidido tomar un avión desde Asunción para estar una hora y media en la reunión de la Fraternidad en casa de los Zerbini. «¿Ves? Siempre me preguntan qué hago para trabajar con 120.000 personas», salta Cleuza. «Yo no hago nada, estoy segura de que es Otro. Su mirada hacia mí llena de ternura es lo que me da la fuerza», y hace ligero a todo un movimiento popular.
En las ventanillas en el piso de abajo, continúa la fila. Moradia y Faculdade. Ivone pone al día, una por una, a mano, las fichas de los asociados. No hay sistema informático ni publicidad. La organización es muy simple: todo está “archivado” en la memoria de cada uno y confiado al testimonio boca a boca. Los coordinadores ofrecen un asesoramiento personal. Podrían estar aquí día y noche. Llevan años haciéndolo, pero entre ellos empieza a abrirse espacio algo distinto. Como el nuevo anillo de bodas que luce Ivone. Es viuda, pero éste es su «nuevo anillo de matrimonio: con la asociación y con CL. He encontrado algo que no habría conocido si no fuera por la asociación. Aunque esta obra se terminara, yo no acabaría con ella. Porque todo en mi vida sirve para ensanchar mi corazón». Cada día da gracias a Dios por haber entregado el dinero que ganó en la lotería a sus amigos de la asociación que le dieron trabajo: «Ahora entiendo mejor por qué lo hice, necesitaba llegar a este lugar».
En la última reunión del día, un chico la toma precisamente en contra de los coordinadores. Dice que uno de ellos le ha tratado mal. El público se acalora, suenan los aplausos. Marcos lo escucha, no se defiende: «Estoy triste. Todos nosotros, aquí, no somos una organización de servicios. Si pensamos eso, nos perdemos lo mejor. Nos perdemos la belleza de ser un pueblo». No es su trayectoria de reformador social lo que le hace hablar así. No hay acción pastoral ni años de reivindicación contra los órganos del gobierno que valgan. Son estos rostros los que han conquistado su corazón. Empezando por la señora María José, que le preparaba la comida cuando de pequeño trabajaba en una favela de Villa Prudente. Luego llegaron los años de sufrimiento, suyo y de Cleuza, excluidos del partido que ellos mismos habían fundado. Los consideraban traidores por haber rechazado la ideología marxista. «Tuvimos que esperar once años antes de conocer Comunión y Liberación», cuenta Cleuza antes de subir de nuevo al escenario. «Hice de todo pensando que así respondía a la necesidad de los demás, hasta que ya no soportaba a nadie, ni me soportaba a mí misma. Dios vino a por mí cuando la vida se me había ido de las manos. Ahora todo es distinto porque soy yo quien tiene necesidad. Y lo que necesito es el mundo entero, necesito a Cristo. He cambiado porque he sido abrazada. En primer lugar, por nuestro “doctor”».
Él recuerda una noche en particular. «Estaba hablando con ella y entendí su profunda tristeza». Por un momento, sus ojos se humedecen. Al ver a Alexandre conmoverse cuando piensa en un instante de hace diez años, entiendes hasta qué punto Cleuza se ha sentido amada, y por qué está ahí, en ese escenario, mirando con decisión a esas tres mil caras que tiene delante.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón