La ideología y la lucha de clases. Pero también una visión reducida del hombre, que prescinde de su «deseo de infinito». He aquí el origen de la crisis de una realidad nacida para defender los derechos de los trabajadores, y que hoy necesita cambiar
En el marco de una crisis económica durísima, parece que en estos últimos meses se ha vuelto a descubrir la centralidad del trabajo. Francamente, algunos parece que “han descubierto América”. Después de años de predicación sobre el “trabajo alienante”, una predicación que por desgracia se ha convertido en lugar común y ha derivado en un conformismo de masas, parece que volvemos a comprender que, incluso más allá del salario o de la remuneración, el trabajo es una estructura insustituible de la dignidad humana. Se había difundido una ideología dominante que predecía un futuro de “jubilación anticipada”. Se reducirían cada vez más las horas de trabajo, y sólo el tiempo libre rescataría la plena libertad del hombre.
Ciertamente, la organización del trabajo, sobre todo después de la primera revolución industrial y más tarde en el período fordista (se refiere al modo de producción en cadena que llevó a la práctica Henry Ford, fabricante de automóviles de EE.UU.), podía llevar incluso a desviaciones ideológicas y a consideraciones apresuradas sobre la realidad del trabajo. Pero lo absurdo de la concepción del “trabajo como esclavitud” se está volviendo contra aquéllos que habían teorizado estructuras sociales y económicas en las que el trabajo tendría un carácter marginal.
Puede sorprender a muchos la visión de Charles Péguy, en la que «el trabajo se convierte en una forma de rezar». Pero es difícil no estar de acuerdo con un pensamiento de Julián Carrón, que traza una concepción distinta del trabajo, ligada al deseo más profundo del hombre, que vale tanto para el empresario como para el trabajador: «El trabajo es el nexo entre el gesto que realizo, sencillo o banal, y el destino, el cumplimiento de la vida, la plenitud de mi persona». Vivir el trabajo como un hombre libre, sin ser esclavo de las circunstancias, no depende del tipo de trabajo que se haga, ni de sus condiciones, sino del grado de humanidad del sujeto. Todo esto permite descubrir la dimensión del “ofrecimiento”, es decir, el reconocimiento de que la propia acción se sitúa dentro de un horizonte más grande.
“Vaqueros” extinguidos. Es probable que, sin esta conciencia, el trabajo se convierta en un peso insoportable. Igual que la búsqueda de trabajo, o la defensa misma de la dignidad del trabajo (y por tanto de los derechos), que acaba siendo una lucha de escaso alcance, es decir, se reduce a una puesta al día de la “lucha de clases” entre el poder (malinterpretado) y los trabajadores (cuyo deseo antropológico de infinito se ve reducido).
Considerando la complejidad de la vida social moderna y sus contradicciones, un pensador humanista y liberal como Karl Popper invitaba a los economistas a resolver el “problema del pleno empleo”, que no era una quimera, y se rebelaba frente al concepto de “desempleo fisiológico”. No fue una casualidad que, teniendo en cuenta la centralidad del trabajo y los derechos de los trabajadores, el reformista Osvaldo Gnocchi Viani fundara en Milán en 1891 la primera Cámara del Trabajo, promoviendo la extensión de la nueva institución a nivel nacional.
La misma concepción sindical obrera construye, en torno a la defensa de los derechos y a la conquista de nuevos contratos, las Universidades populares, las escuelas de alfabetización, una serie de iniciativas que defienden la dignidad humana en torno a la centralidad del trabajo. De igual modo, tal vez por la orilla opuesta, se mueve el movimiento católico, inspirado por la Rerum Novarum de León XIII, partiendo de la creación de organizaciones de trabajadores, hasta llegar a la construcción de obras e incluso de bancos.
¿Cuál fue el resultado de todo esto? Un sentimiento de pertenencia al propio trabajo y un orgullo por él, una conciencia de la propia humanidad, que se manifestó, entre mil contradicciones, hasta comienzos de los años 60.
¿Quién no recuerda en Milán el orgullo del trabajador de Alfa Romeo, que participaba en un proyecto compartido de alta tecnología en la producción de automóviles? ¿Quién no recuerda la figura del “vaquero” cuidando a sus vacas, que se enorgullecía de ser un trabajador al que le importaba sobre todo su limpieza personal, la de ese cuerpo que pasaba horas junto a los animales?
Estos trabajadores representan una civilización que ha favorecido el desarrollo italiano, incluso en el sindicato que hacía de “cinta de transmisión del PCI”. Aun partiendo de una visión ideológica, hombres como Giuseppe Di Vittorio, Agostino Novella, Aldo Bonaccini, por citar sólo algunos, han defendido siempre la centralidad del trabajo, teniendo en cuenta un bien común más amplio, nacional, y sobre todo la condición obrera y el deseo que tiene el hombre de trabajar.
Pero a finales de los años 60, cambia la estrategia sindical. La secularización de la sociedad ha dado sus pasos y el sindicato emprende el camino de la ideología. Apartando la vista de acuerdos y contratos, dirige su mirada al papel que debe tener en la sociedad. Se llega así a una especie de pansindicalismo, que desafía incluso a los partidos políticos. Al mismo tiempo, se empieza a menospreciar el trabajo manual (del que, en ciertos casos, se ofrece una visión negativa). Comienza el proceso de desindustrialización, llega la primera reestructuración de funciones en la fábrica de tipo toyotista y, al mismo tiempo, se registran los primeros ciclos económicos negativos después del boom.
Es una especie de cortocircuito que se llama “modernidad”, el paso histórico de una organización del trabajo a otra que, como pasa en todo organismo vivo, está expuesto inevitablemente a la posibilidad de un rechazo. El sindicato asume primero como propia una protesta irracional y a menudo sin sentido (¡defiende el salario como variable independiente!), pero se ve luego arrastrado tanto por la violencia de sus seguidores, que se sienten traicionados, como por la mayoría social que permanece aterrorizada ante la violencia de las manifestaciones y de los bandazos extremistas.
Células enloquecidas. Este esquema se repite en parte hoy en día, dentro de una gravísima crisis económica. Esta vez es la franja más ideologizada, la FIOM-CGIL [sindicato vinculado al PCI, ndt] (pero también, por ejemplo, el Comité de redacción del Corriere della Sera), la que quiere apartarse de un proyecto común de relanzamiento económico, la que se escuda detrás de una defensa de derechos obsoletos, que tal vez habría que poner al día. Algunas “células enloquecidas” de este sindicato recurren nuevamente a la intimidación y a la violencia, porque consideran que es el único camino viable para la defensa de un trabajo concebido de manera “pasiva”, que es vivido de forma alienante, como un peso insoportable.
Dice Ivan Guizzardi, secretario nacional de los trabajadores “Atípicos y autónomos” pertenecientes a CISL [sindicato vinculado a los partidos de centro, ndt]: «En este momento de crisis se están revisando muchos contratos. Afectan sobre todo al sector textil, químico y también metalúrgico. Hay quien quiere mantener elevada la tensión social, partiendo de una posición ideologizada: es el último reducto de ideología en el sindicato. La FIOM ha tomado este derrotero y recorre caminos que ya se han probado y han fracasado. Todo esto crea tensión. Pero la gran mayoría del sindicato italiano no comparte estas posiciones». También le toca al sindicato de los empresarios considerar esta situación. «Hace algún tiempo, Confindustria parecía especular al modo de la CGIL, pero hoy ya no es así. En estos momentos, hace falta una mirada aguda para volver a descubrir los principios del movimiento sindical y ponerlos en práctica en una sociedad moderna, que vive en la actualidad un momento de dificultad».
BOX... Crónicas desde el otro mundo / China
Y SIN EMBARGO, TAMBIÉN EN SHANGAI SE TRABAJA PARA “SER”
El deseo de bienestar. Los estímulos del gobierno. Las contradicciones. Pero si se rasca un poco bajo el “boom” del Dragón, sale a la luz otra cosa. Palabra de directivo
Paola Ronconi
Hoy en día China está muy cerca de nosotros. Basta con conectarnos a Skype y hablar sin ningún problema, prácticamente gratis, con un amigo que vive en la otra punta del mundo. Nada de nombres. Cuestión de prudencia empresarial. Trabaja como directivo en una empresa de alta tecnología y se halla allí desde el año 2000, después de haber trabajado en Italia y en Taiwán.
«A finales de 1999, por aquel entonces trabajaba en Taipei, mi jefe me pidió que le acompañara a Shangai para tratar de ver si podíamos abrirnos al mercado chino», nos cuenta. «Nos acogieron algunos funcionarios del gobierno. Después de la enésima comida de trabajo, mientras fumaba un cigarro con uno de ellos, me encontré preguntándole cándidamente: “Pero, ¿vosotros aceptáis la propiedad privada?”. Y él, desconcertado, me dijo: “¡Por supuesto!”. Era la típica metedura de pata de un occidental medio con una idea un poco estándar del comunismo. Después de aquel viaje nos abrimos al mercado chino, desembarcando en él cuando se hallaba en pleno desarrollo: después de Tienanmen, Pekín había comprendido que debía mejorar las condiciones económicas del pueblo, que literalmente pasaba hambre, antes de que explotase». Pero, a pesar del boom y de un crecimiento económico anual de entre el 8 y el 10 por ciento, la diferencia entre la ciudad y el campo aumenta, así como las desigualdades, hasta el punto de que en la actualidad, sobre una población de mil trescientos millones de habitantes, sólo seiscientos millones de personas viven a un nivel parecido al occidental. «La semana pasada paseaba por el Bund de Shangai, el paseo que bordea el río Huangpu. Una gran masa de gente admira todos los días desde allí los rascacielos del barrio de Pudong. Yo me preguntaba: ¿por qué, ante tanta riqueza, no se rebela el pueblo, un pueblo que sobrevive a duras penas?». Respuesta: «Porque, de algún modo, el gobierno ha conseguido mejorar las condiciones de vida de la población. Pagan un precio muy alto, pero miran al futuro con la esperanza de que el mañana traerá más riqueza».
¿Y los jóvenes? «Si le preguntas a un joven que acaba de salir de la universidad qué desea para su vida, responde: “Quiero viajar y aprender”. Lo máximo es conseguir hacer un máster en el extranjero, porque viajar es la posibilidad de ver qué hay fuera de China y, al mismo tiempo, es la posibilidad de sentirse libres. Quieren una vida que sea mejor que la de sus padres». Muchos de ellos, que viven a miles de kilómetros de distancia, tienen que seguir enviando dinero a casa. El trabajo se convierte en una forma de desquite. Los hijos pueden hacer lo que los padres nunca pudieron permitirse.
Pero hay más: «Una amiga mía de 26 años, que ha hecho un máster en EEUU, con un empleo estupendo en American Express, ha querido a toda costa trabajar como voluntaria en la Expo de Shangai. Incluso a costa de perder el trabajo. Lo hace porque se trata de un evento histórico para China, de una oportunidad para estar orgullosa de su país. Es una forma de decir: “Yo estuve allí”, que traducido quiere decir: “Yo soy alguien”».
Gente consciente de que el trabajo sirve, en definitiva. De que la propia identidad pasa también por ahí. ¿Qué quiere decir, entonces, trabajar con ellos? ¿Qué impacto tiene la crisis sobre su idea de trabajo? «Mi empresa se ha visto obligada a recortar el 70% de la producción en dos meses. Aquí no existe un fondo de garantía salarial. Hablamos con todos los empleados y les dijimos: “No queremos despedir a nadie. ¿Estáis de acuerdo con que reduzcamos los salarios un 15%?”. Todos dijeron que sí. Seis meses después hemos vuelto al 100% de la producción y hemos restituido los salarios. Cualquier medida de este tipo encierra un cierto componente de riesgo, y encontrar delante a personas que confían en ti, ayuda a afrontarlo». Es exactamente lo que no está sucediendo en Italia con el caso Fiat: «Me produce mucha tristeza: existe un rechazo a escuchar a la otra parte por la obsesión de defender los derechos. Pero el trabajo no se puede reducir a un conglomerado de derechos, aunque sean sacrosantos. No se dan cuenta de que lo que está en juego es mucho más: es una ocasión desperdiciada en la que las exigencias son sofocadas».
A pesar de sus muchas contradicciones, el hombre chino, comparado con nosotros los occidentales, sigue estando dramáticamente vivo en sus exigencias originales, porque tiene necesidades originales: poder vivir con dignidad, poder conocer, poder construir un país; se trata de personas que buscan respuestas donde y como pueden. ¿Qué les falta? «El cristianismo, la verdadera respuesta a todas estas exigencias». Y no es sólo cuestión de religión. «Para comprender qué es el cristianismo hace falta venir a China y ver la muralla china y la Ciudad Prohibida. Fueron construidas con 2000 años de distancia, pero son idénticas, como si en medio no hubiese sucedido nada. Porque cada vez que nace una nueva dinastía, más o menos cada 200 años, se elimina la memoria de todo lo que había antes. En cambio, el cristianismo es a la vez continuidad y progreso, es la base del sistema civil. Es una lástima que Occidente ya no lo entienda así».
Incluso el gobierno chino se está dando cuenta de que para mantener en pie el poder es necesario ofrecer valores al pueblo, porque el hombre debe tener una razón para trabajar y para consumir. «Paradójicamente, aquí la revolución es un valor», explica, «porque fue el modo con el que el partido tomó el poder. Pero si tú le has inculcado al pueblo que destruir es un valor, antes o después destruirá el sistema. Por tanto, ellos no están mejor que nosotros. Es bonito vivir aquí pero, sobre todo, es un gran desafío».
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