La visita del Papa al Reino Unido se anunciaba como un fracaso, pero algo ha sucedido en los corazones de la gente
Estaba de viaje en EEUU en esos días y no pude presenciar la visita del Papa al Reino Unido. La seguí a distancia, recogiendo aquí y allá fragmentos varios con información durante el fin de semana, cuando mis obligaciones me lo permitían.
Tenía cierto miedo a esta visita. Había visto cómo los medios hablaban de ella en los días previos, con una evidente hostilidad. La “noticia” eran las protestas, las comparaciones (desfavorables) entre Benedicto XVI y sus predecesores, la presunta indiferencia de gran parte de los católicos ingleses frente a su guía.
Por todo eso, tenía miedo de lo que pudiera pasar. Cuando conseguí echar una ojeada a la información televisiva sobre la llegada del Papa a Escocia, sentí tristeza por él. Me parecía un hombre solo, en un país extranjero y poco amigable. La acogida de la Reina y del Príncipe Felipe me pareció algo fría y las calles se veían medio vacías mientras el Papamóvil se dirigía al centro de Edimburgo. Me sorprendí deseando que el Santo Padre estuviera en ese momento en Roma, sentado tranquilamente tomándose un cappuccino.
Después, a punto de embarcar en un avión con destino a Philadelphia, me llamó un amigo para decirme que estaba siguiendo la visita por televisión y que estaba conmovido. Era el primer signo.
Aquel fin de semana, de un modo u otro, me llegaron varios relatos sobre lo que el Papa había dicho y sobre las detenciones de los presuntos implicados en la planificación de un atentado contra él. Con todo esto, visto desde lejos, parecía que la visita se desarrollaba sin problemas.
Pero fue al volver cuando empecé a darme cuenta de que algo había sucedido. Vi que la BBC, increíblemente, hablaba de la visita como de un “triunfo”. En todos los lugares visitados decenas de miles de personas habían recibido al Santo Padre, cientos de miles de personas lo celebraron. Sin duda, había sucedido algo. La noticia ya no era la hostilidad o la indiferencia, sino cómo el Papa había tocado el corazón de un país y le había provocado a desear ser feliz.
Claro está que no fueron los medios los que provocaron este cambio. Seguían algo que había sucedido. Y en el fondo, ni siquiera era el Papa fue el artífice de ese cambio. Al respecto era impotente, como todos.
Pero algo había sucedido. No sabemos con precisión qué pero sí sabemos dónde: en los corazones de la gente que había venido para ver aunque fuera de pasada a Benedicto XVI, para ondear las banderas y alzar a los niños para que fueran bendecidos. Este estado de ánimo, este deseo, este afecto se habían convertido en noticia.
Además, algo ha sucedido también para los que no estábamos allí. Todo lo que me han contado después hizo brillar una luz que ilumina toda la oscuridad y el pesimismo que me habían invadido antes. Me di cuenta de que estaba totalmente fuera de lugar, porque daba por buena una descripción de la realidad basada en una idea formulada previamente. En definitiva, mi tristeza por el Papa indicaba mi falta de fe.
O creemos o no creemos. No hay más opciones.
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