Va al contenido

Huellas N.9, Octubre 2010

MÁS ALLÁ DEL ABORTO / Padres e hijos

Una vida perfecta

Alessandra Stoppa

Desde el escenario, Andrea Bocelli da las gracias a su madre que le trajo al mundo aun sabiendo que graves problemas de vista. ¿Qué implica la decisión de tener un hijo que no está sano? Algunos padres que se han enfrentado con esta realidad dolorosa pueden decir que el bien que experimentan es mayor del sufrimiento. Hasta llegar a decir: «Debo la fe a mi hijo»

Una hora y media de ecografía sin que el médico diga una palabra. Después se sienta en su escritorio, y entonces habla. La vida se trunca. De vuelta a casa, Paola llora tanto que no consigue siquiera mirarse la tripa. «No era mi hija. Tan sólo era un problema». Cardiopatía gravísima. Una válvula anómala, un ventrículo más pequeño, esperanza de vida incierta, posibles malformaciones asociadas. Por una parte, el diagnóstico, por otra, «todo lo que has escuchado y creído hasta ese momento». Los propósitos, los principios. Pero el golpe los destroza.
Esa hija con un grave problema de corazón tenía diecinueve semanas. No era famosa como Andrea Bocelli. Nunca llegaría a serlo. Pero él y ella tienen la misma historia. La única diferencia entre ellos es una cuestión de decibelios. Descubrir que la voz italiana más famosa del mundo podría no existir, y sin embargo existe, es noticia. Hace unos meses, en medio de un concierto, el tenor ciego da las gracias a su madre, que le trajo al mundo aun sabiendo que estaba ciego. La cosa acaba en los periódicos. Y hace preguntarse sobre el resultado del “sí” de «aquella chica valiente», como la ha llamado él sentado al piano. El fruto está a la vista de todos: setenta millones de discos vendidos, una estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood. Pero cuando le oyes hablar, percibes que su ¡gracias! está afinado en otra escala.

La hija de todos. Aquel día de mayo supuso para Paola un golpe insoportable. Su hija María nacería con una grave malformación. Las palabras perdían fuerza. «Tú crees que tienes fe, pero ante una prueba tan dura el dolor y el miedo prevalecen», cuenta Fabio, su marido. Ninguno de los dos pensó en ningún momento en la posibilidad de abortar. «Pero yo estaba desesperada. ¿Cómo haríamos para afrontarlo?». Mientras Paola se lo preguntaba, había empezado ya el tam tam entre los amigos. Oraciones, visitas en el hospital, peregrinaciones. El Rosario cada noche. «Nunca nos dejaron solos. María se convirtió enseguida en la hija de todos». Un buen día, sus padres empezaron a esperarla a ella, no a su cardiopatía. Cuando nació, la amaron. No porque estuviese sana. El diagnóstico era exacto. «Yo la había parido, pero no la había creado yo». En aquel momento, la contempló, como once meses después, en la camita en la que murió.

«¿Ya gatea?». Nos habla de los días de tratamiento intensivo, y llora como llora una madre que ha perdido a su hijo en plena juventud. No existe edad. «Estábamos en el hospital con nuestros amigos», dice Paola: «Aquel día se me hizo patente la verdad de todo lo que había escuchado a lo largo de mi vida. Entonces creí. María cumplía su destino y nosotros estábamos en paz. Esa paz era la gracia de Dios que obraba en nosotros». La gracia. La cosa más dulce y poderosa que pueda entrar en la vida. Y lo hace pegada a un hijo que muchos definirían “un error”. Hay familias en las que puedes tocar con mano este factor misterioso. Acudes a ellas para ver. Y te preguntas cómo es posible que una felicidad semejante se haya adueñado de ellos.
También se lo preguntan los dos críos de la casa, Andrea y Giovanni. A su modo. Martillean con sus preguntas. Quieren saber si su hermanita está creciendo allí donde está. «¿Ya habla? ¿Gatea?». Paola debe volver una y otra vez al día en que recibió aquella gracia para poder estar segura. Su marido les acuesta: «Ellos desafían nuestra certeza. Si no se renueva cada día, no aguanta». Pero María es «nuestro enlace con el Paraíso». Ha arrancado a esta familia del límite del tiempo. Ya no pueden dejar de considerar la eternidad. «Con ella ha entrado la perspectiva de lo eterno en nuestra vida. El tiempo no es una condena o algo que tengamos simplemente que gestionar; se nos da para abrirnos al Misterio», dice Paola. «Lo veo porque ahora no hago las cosas por costumbre, sino para volver a comprobar lo que he visto».
Sientes el desgarro. Piensas que el mundo se te cae encima. «Sin embargo, el mundo se abre ante ti». Leticia ha terminado de dar de comer a Sara, y nos habla de aquellos «tres segundos». El tiempo justo para escuchar: Síndrome de Turner. Dos años de matrimonio perfectos, bonitos. Como su casa en Brianza, una casa de diseño, de las que salen en las revistas. Buenos amigos que empiezan a tener hijos perfectos, guapos. Y ellos, paralizados por lo que se les viene encima. «Pero, ¿qué vida tendremos?». Todos alrededor les dan ánimos, pero ellos les miran sin comprender, como si de repente se hubiese quitado el sonido de la película. «¿Que ánimos habría tenido que tener?», pregunta Francesco: «Lo único que habría querido hacer no podía hacerlo. Quería volver atrás, quería poder sanar a mi hija». El pensamiento más atroz era el que no se atrevían a confesarse a ellos mismos: «Esperar que muera la vida que llevas en tu seno». Leticia odiaba su propio deseo. Se confesaba. «Los amigos, la Iglesia, nos han ayudado a no tener miedo ni siquiera del pecado. A ser sinceros, a sacar fuera todo lo que llevamos dentro». Y todo se da la vuelta. «Aquellos meses se convirtieron en un tiempo precioso, un tiempo de gracia. A veces pienso: pero, ¿era yo el que estaba allí?». Si Francesco mira para atrás, no se reconoce. Aquellas energías no eran suyas, como no era suya la exigencia de significado que le urgía en todo lo que hacía. «Vivimos aquel tiempo con una intensidad que deseamos también ahora. Experimentamos que alguien nos lleva de su mano». La pequeña Sara duerme en su cama. Ella es el primer milagro, porque nació, y podría no haberlo hecho. El segundo milagro son ellos dos, sentados a esta mesa. «Empezamos a pedir que se cumpliese la promesa que, a través de don Giussani, el Señor había hecho a nuestra vida. Y así fue».
Francesco nos enseña el paquete de cartas que ha conservado. Recibía decenas de ellas, y respondía a todos, amigos y desconocidos, que rezaban por ellos. «Les hablaba de nosotros, porque yo necesitaba de su compañía y ellos necesitaban saber lo que yo vivía porque les ayudaba». Se reanudaron entonces relaciones ya olvidadas. Se ahondaron las amistades de siempre. «Cuando te sucede algo que no deseas, entonces te preguntas: ¿qué es lo que de verdad deseo?». Él volvía a casa por la noche y veía que la respuesta a esa pregunta ya había comenzado. Veía a su mujer feliz, y él también lo estaba después del día de trabajo. «Ahora sólo deseamos no perder esta intensidad de vida».

Alfonso y sus hermanos. ¿Quién podría desear lo que siempre había evitado? Poner el pie en una realidad dura y descubrirse viviendo verdaderamente, gracias a dos ojos bizcos, unas orejas demasiado bajas y una nariz achatada. Es lo que le ha sucedido a Pilar. Unas pocas palabras en español: «Todo el llanto del primer día se ha transformado en alegría plena». Juan Antonio y ella tienen cinco hijos. Pilar nunca se quiso hacer una amniocentesis. «Llevan nuestros genes, no nuestra alma: son como Dios quiere que sean, según su designio de salvación». Esto vale también para Alfonso, ni más ni menos que para los demás. Aunque tenga Síndrome de Down. Nació a los ocho meses de embarazo porque a su madre se le rompió la bolsa de líquido amniótico. Ella le bendijo y le besó. Después el médico confirmó el diagnóstico. Le tomó la mano: «Si Dios os lo ha enviado es porque sois el mejor lugar al que podía ir». Se acuerda de estas palabras, y de haber llorado hasta que se quedó sin fuerzas. Ella volvió a casa, el niño se quedó en la incubadora.
Al día siguiente, llevó a sus hijos a conocerle. Se esperaban un pequeño monstruo. Uno a uno fueron pasando delante de su hermano, y ella vio cómo su rostro se transformaba al mirarlo. Han pasado siete años. Esos rostros no han dejado de cambiar. «Alfonso es un milagro para todos nosotros. Por su forma de ser, rompe cualquier esquema de apariencia, de expectativa futura. Nos hace descubrir el verdadero sentimiento de la vida». La unidad que se vive en su casa en Móstoles, al sur de Madrid, no es el fruto de sesudos razonamientos, «sino del hecho de que Alfonso está aquí con nosotros».
Visitados por una gran gracia. Como esta casa de campo, en el entorno de Lodi, en la Lombardía, en donde parece que se acaba de celebrar una boda. El aire es vibrante. Tienes la impresión de que alguien ha ganado el gordo de la lotería. Y sin embargo, el ascensor plantado en medio del salón y las habitaciones espaciosas parecen ahora inútiles. De la silla de ruedas de Magdalena sólo quedan las señales en los marcos de las puertas, que ella siempre golpeaba al pasar. Sabina estaba sola cuando se hizo la ecografía. Por el ir y venir de médicos, comprendió enseguida que algo no iba bien. Dos, tres, cuatro médicos. Aquella misma noche fueron a cenar a casa de unos amigos. «No podíamos estar en otro sitio». Allí les acogieron con un ramo de flores. «Porque esperábamos una niña, no una espina bífida», cuenta Luca, su marido. En las ecografías siguientes, el médico les mostraba siempre el rostro de Magdalena: «¡Mira qué guapa es! Es un espectáculo». Como lo fue su vida.
Para la medicina, la suya no era una vida. Nació muda, inseparable de su catéter y de su cochecito. En el cuello tenía una traqueotomía. Sufrió diez operaciones en la cabeza, otras tantas en la espalda. Pero Magdalena fue a todas partes, hizo de todo con su madre, con su padre y con María, Cate y Giovanni, sus hermanos. Aprendió a hablar. Imposible. La gente se acercaba a ella movida por la piedad y se marchaba encantada. «La minusvalía de Magdalena no ha sido el lado oscuro, sino el más luminoso de nuestra historia», dice Sabina.

La pedagogía de Dios. El dolor llegó después, cuando se fue con seis años. «Yo estaba destrozada. Le dije al sacerdote que Magdalena había muerto, y él me dijo: “¡Es un bien!”. En aquel instante, deseé que me dijese algo más. Porque había más. Magdalena siempre nos lo había indicado».
En casa de Enrico y Ángela, ese “más” lo indican Paolo y Lele, de forma silenciosa. O con algún grito descompuesto. Son gemelos. Tienen el cerebro dañado por una falta de oxigeno durante el embarazo, que les ha marcado completamente. Aquellas dos cabecitas reclinadas que no se sujetaban eran para Ángela la traición de Dios. «Estaba furiosa con Él. Ya no podía ser feliz». Sin embargo, no hizo otra cosa que estar con ellos. Compró un cuaderno para marcar los objetivos que debían alcanzar. Pero ellos no mejoraban. Entonces tiró el cuaderno. Les ha visto cambiar sólo después de haber cambiado ella. Mientras, su marido Enrico estaba ahí, «lleno de rencor hacia la vida», como dice él.
Hasta que una tarde, levantó la mirada del plato. Y la vio sentada sobre la alfombra del salón, con sus dos hijos. Contenta. «Jamás olvidaré ese momento. Brotó en mí una pregunta: ¿quién hacía que mi mujer estuviese contenta? ¿Cómo era posible?». Ángela dice que fue suficiente con esa pregunta. «Me acordé de lo que había escuchado tantas veces: todo lo que se nos concede es “para que nuestra alegría sea plena”. Desde que nacieron Paolo y Lele, no he dejado de pedir que esta frase sea verdadera para mí. Y así ha sido. Empecé a encontrar mi felicidad aceptando mis hijos, estando con ellos». Dos niños de veintiocho años, necesitados de todo. «A ellos les debo mi fe». Son su enlace con lo eterno.
Como la pequeña María, para Paola y su marido. «Hemos vivido algo que no queríamos», dice él: «Pero es lo que ha dado una perspectiva verdadera a nuestra vida». A ellos les gusta decir que es la pedagogía de Dios.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

Vuelve al inicio de página