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Huellas N.9, Octubre 2010

PRIMER PLANO / En clase

El reencuentro con mi infancia

Davide Rondoni

Desde sus clases a los ex partisanos hasta las lecciones impartidas en las aulas universitarias, EZIO RAIMONDI, profesor que ha formado a generaciones enteras de literatos italianos, nos habla de sí mismo. Y de una vida entregada a la enseñanza

De vez en cuando, esta expresión se asoma a las páginas de los periódicos y en los discursos de algún que otro congreso. «Ya no hay maestros», dicen y escriben. Es cierto. Si se habla insistentemente de “emergencia educativa” significa que tal carencia ha llegado a ser dramática. Pero hay que evitar que este estribillo se convierta en un tópico con el sabor dulzón de la nostalgia. ¿Cómo hacer para que la necesidad de encontrar maestros no se reduzca a pura retórica, a un argumento válido sólo para la prensa o los congresos? La única solución es ir a buscarles, tener verdadera hambre de ellos, señalarlos con el dedo, tener el valor de levantar la mirada y preguntarles. Uno de estos maestros –indicado incluso por el Corriere della Sera, que le hizo una entrevista sobre este tema a comienzos del verano– es el profesor Ezio Raimondi, crítico literario, filólogo y ensayista, que vive en Bolonia.

Paseando bajo los pórticos. Para alguien como él, hijo de un zapatero y de una mujer que iba a limpiar por horas a las casas de los ricos boloñeses, dejarse llamar “maestro” siempre ha sido difícil. Sin embargo, Raimondi ha introducido a miles de jóvenes en el gusto abierto y humanísimo por la literatura, y yo me honro de ser uno de ellos. No lo llamamos maestro, sino el “profe”, para expresar la misma gratitud conmovida, aunque con cierta discreción, lo cual le agrada. Desde hace años colaboramos en el Centro de poesía contemporánea de la universidad en la que él ha dado clase durante décadas, y hemos realizado algunos proyectos juntos, entre los que figura un libro de conversaciones que se titula Una speranza contesa (Ed. Guaraldi). Para mí, las citas que tenemos al menos una vez al mes desde hace veinticinco años –como ésta en la que nace la conversación que estáis leyendo– han sido siempre momentos de los que he salido marcado, con una curiosidad renovada, viajando entre Manzoni, Dante, Newman y el complejo mapa de la modernidad y de sus autores póstumos. Raimondi ha hablado siempre de lo que significa enseñar (y por tanto ser maestro), como reflexionando en voz alta sobre la tarea que le ha tocado. Lo ha hecho en algunos de sus libros, y acepta hacerlo ahora para Huellas. «Se trata de una confianza dinámica», me dice, con sus ojos siempre vigilantes. «Un ofrecimiento y no una imposición». Sus lecciones, reflejadas luego en muchos de sus numerosos libros sobre la literatura, eran paseos mágicos. En el sentido de que él literalmente caminaba por toda el aula III, y nosotros le escuchábamos observándole, apretujados en las filas de arriba del anfiteatro abarrotado. Y luego seguían en la calle, mientras le acompañábamos paseando bajo los pórticos. En aquellas clases suyas, como me repite hoy, «el estudiante sentía que le tomaban en serio». Se trataba, como repetía a menudo en la introducción a sus cursos, «de un acto teatral. La lección es un acto teatral en el que cada uno tiene una parte, nadie queda excluido. Debíamos alcanzar juntos una persuasión basada en un reconocimiento crítico, aunque fuera todavía informe». Esto implica para el alumno «un derecho de palabra y de juicio». Entre profesor y alumno (y soy testigo de ello junto a muchos otros miles) se creaba «un vínculo mediante un juicio implícito; la relación se convertía en una especie de amistad, incluso entre generaciones distintas». Amistad con el profesor y, a través de él, con el mundo extraordinario, variado y perturbador de la literatura y del alma humana que se expresa en ella.

La abuela y el profesor. Cuando le pregunto si cree que las generaciones de jóvenes que se han sucedido en sus clases han cambiado mucho, responde con un exactísimo: «Sí y no». Me confía que son cosas que aprendió cuando daba clases particulares para poder subsistir al comienzo de su carrera universitaria, carrera que le llevaría luego a dar clase en Bolonia, en las mejores universidades americanas, a pertenecer a la Accademia dei Lincei (Academia científica fundada en 1603, ndt) y a presidir durante mucho tiempo la Asociación Il Mulino. «La primera persona a la que di clase era un joven como yo, dábamos la clase y luego nos íbamos a montar en bicicleta juntos». El sello de la cultura entendida como la posibilidad de compartir la existencia ha distinguido siempre a Raimondi. «También fue importante la experiencia que hice siendo un joven profesor en los “Convitti della Renascita” (escuelas para adultos en la posguerra, ndt), lugares a donde acudían adultos mayores que yo, que era poco más que un chaval, con frecuencia ex partisanos, con el fin de recuperar los años de estudio perdidos durante la guerra. Muchos de ellos estaban embebidos de marxismo, y yo les enseñaba el Cántico de las criaturas de san Francisco. Para muchos de ellos, ¡era el opio del pueblo! Se trataba de hacerles llegar ciertos contenidos, pasando por la educación del gusto estético». Ciertamente, añade el profe, como decía Maquiavelo a propósito de Savonarola y de la autoridad que tenía, «lo que le hace a uno digno de confianza es su comportamiento». Y la simpatía tímida pero también generosa del profe ha sido siempre para nosotros motivo para reconocer su autoridad. Junto a ella, la fascinante y casi espantosa erudición y capacidad de combinar mundos distintos, autores, palabras y problemas culturales. De este modo nos guió en la lectura del Barroco en los autores contemporáneos, de las metamorfosis en Dante, de los niveles múltiples y conectados de las identidades (personales y nacionales) y de los estilos, en un entramado entre historia de la cultura y textos siempre vivo y sorprendente. Sus lecciones sobre La muerte de Virgilio, la grandiosa novela de Broch, son uno de los momentos de mayor intensidad literaria y humana que guardo en mi memoria. «He hablado siempre de cosas que eran de interés para mi persona», dice, indicando una forma de entender la literatura lejana de cualquier academicismo desarraigado y de cualquier rigidez metodológica. «He tratado de verificar el poder que tiene la palabra para entrar en la vida y en los silencios de los que escuchan. Y enseñar requiere no sólo edad y experiencia, sino también recobrar tu infancia». Le digo que creo que sólo consiguen transmitir algo a los más jóvenes los que perciben que corren un riesgo parecido al de los chicos que tienen delante. Le cuento que una vez me encontré en mi estudio a mi abuela, que estaba leyendo uno de mis poemas. Cuando terminó, me dio su interpretación. Aquel mismo texto lo leyó él mismo en clase y lo interpretó. Desde entonces, comprendí qué quería decir interpretar. Yo no podía “desechar” a mi abuela y a su interpretación, y salvar únicamente la del gran profesor, pero tampoco podía pensar que mi abuela valía para dar clase en la universidad. Por tanto, la interpretación –en cuanto a seriedad y verdad– depende siempre de ser uno mismo hasta el fondo delante de un texto. Cosa que resulta muy ardua, pues, al igual que en la vida, uno trata de fingir que es distinto de lo que es y de lo que tiene en el corazón.

Entrega del testigo. Mi abuela tenía que ser ella misma hasta el fondo, y Raimondi tenía que ser Raimondi delante de aquel texto. La interpretación implica un doble trabajo: sobre el texto y sobre uno mismo, en diálogo con el autor. El profesor sonríe y asiente. «Lo peor, dice con acento serio, es utilizar a los estudiantes como espejo de la propia habilidad, con una especie de retórica del orgullo. Por el contrario, se trata del encuentro entre dos historias. Un caminar por el tiempo, que tiene lugar como un cara a cara en uno de los pocos espacios en los que tal diálogo es posible como encuentro real sin mediación de ningún ordenador o similares. Sólo de este modo se puede dar una tradición real, que se produce únicamente como entrega del testigo de uno a otro».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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