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Huellas N.9, Octubre 2010

ENTREVISTA / Olivier Rey

La gracia de conocer

Flora Crescini

Siempre le enseñaron que la religión era el opio de los pueblos. Pero esto no ha detenido su búsqueda. Hasta verse aferrado por Dios «con infinita dulzura». Matemático y filósofo, OLIVIER REY sabe muy bien en qué consiste el extravío del hombre de hoy y cuál es el único camino que todos (incluidos los científicos) deben seguir: «Partir de la experiencia»

Le brillan los ojos cuando cuenta su historia. Su conversión. Nacido en 1964, Olivier Rey pertenece a una familia en donde se consideraba a Dios «como el opio de los pueblos». Pero su madre le leía la Biblia por las noches. Para que floreciera esta semilla harían falta más años, más experiencias. Como el encuentro con Syméon, archimandrita ortodoxo: «Ha sido un largo camino», cuenta Rey. «Me quedo siempre maravillado cuando pienso en la infinita dulzura con la que Dios ha sabido aferrarme». 
Este año ha participado en el Meeting, en donde ha debatido sobre “La vida, entre ciencia y filosofía” con el filósofo Costantino Esposito. Su vida es así: después de haber enseñado matemáticas durante quince años, hoy es catedrático de Filosofía en el prestigioso Centre nacional de la Recherche Scientifique (CNRS) de París. Pero sus intereses van más allá, y desde hace algunos meses está trabajando en un ensayo sobre Billy Budd, la obra maestra póstuma de Herman Melville. Fue Laurent Lafforgue quien nos habló de Olivier Rey, un intelectual verdaderamente poliédrico que el próximo 11 de noviembre hablará en el Centro Cultural de Milán sobre “Desde Galileo a Billy Budd. ¿Es el hombre un problema a resolver?”. Hace algunos meses le había pedido que me recomendara algún autor para leer. En seguida me indicó: «Olivier Rey, por la originalidad de su pensamiento». Así es como descubrí Une folle solitude (Una loca soledad, 2006) e Itinéraire de l’égarement (Itinerario del extravío, 2003), en el que Rey afronta el extravío hodierno con respecto al sentido de la vida: «Porque no es la ciencia la que puede dar un sentido a las cosas», explica Rey. «Ella sólo puede recibirlo, puesto que se ocupa de explorar el mundo que Dios nos ha dado utilizando la razón, que igualmente nos ha dado».

Nosotros, los modernos, hemos crecido en la falta de sentido. ¿Cómo podemos soportar una aberración semejante?
Nosotros soportamos un mundo insensato, porque no podemos hacer otra cosa: no decidimos nosotros el contexto en el que vivimos. Este contexto general es un mundo que califica como muy importantes preguntas que, en realidad, son secundarias, al tiempo que no quiere saber nada de las fundamentales. De forma simultanea, cada vez soportamos menos este mundo. En el siglo XIX, en una obra titulada El porvenir de la ciencia, Ernest Renan escribía: «El gran reino del espíritu comenzará sólo cuando el mundo material esté perfectamente sometido al hombre». En nombre de promesas de este tipo, se ha pedido a los hombres que dejaran de lado el espíritu, a la espera de que se regularan los problemas materiales. Pero el mundo material nunca estará perfectamente sometido al hombre. Y las exigencias del espíritu no pueden nunca aplazarse al mañana.

Usted ha escrito: «El sentido no es un asunto personal. Un sentido que valiera sólo para mí no sería tal». Esto me recuerda la condena que hace Benedicto XVI del relativismo…
Para expresar el acuerdo con alguien, se dice que «se le da la razón». La razón es invocada como algo a lo que cada uno podría referirse por su cuenta. En cambio, la razón es algo que nos es dado por los demás. También el sentido. Decir, por tanto, que la pregunta por el sentido es una pregunta individual es una aberración. Y cuanto más aumenta el individualismo, más necesidad hay de la ciencia: sólo las aserciones científicas aparecen todavía como aceptables colectivamente, en el sentido de que no requieren una opción, una adhesión, una fidelidad, una cierta relación con los demás, sino únicamente una constatación. Lo terrible es que toda la ciencia moderna no es capaz de producir una palabra que nos permita vivir.

En sus Diálogos, Galileo dice que «si alguien no sabe la verdad por sí mismo, es imposible que nadie se la dé a conocer». Esto se ha convertido en un principio general. ¿Se puede dar crédito a los testigos?
La frase de Galileo remite a dos cosas. En primer lugar, a la doctrina platónica, que sostiene que solo algunos tienen acceso al mundo de las ideas. Pero remite también a un cambio en la concepción del saber. El docto del Medievo, que se había instruido estudiando los textos sagrados, los Padres de la Iglesia, los filósofos de la Antigüedad y sus comentaristas, ha sido sustituido en la Modernidad por el sabio que, de forma ideal, posee su saber por haberlo construido o reconstruido él mismo. En esta concepción, la tradición es vaciada de cualquier autoridad. Esta descalificación de la tradición se ha convertido en un principio general, también en la educación. 

Usted habla de un «deslizamiento furtivo» que hace que se olvide la preocupación inicial de la que había brotado la pregunta. ¿Es éste el extravío al que se refiere? ¿Por qué se olvida la preocupación inicial?
La preocupación inicial de la filosofía era la sabiduría, y la sabiduría suponía un conocimiento verdadero del mundo, para adecuarse a él de modo conveniente. ¿Qué diferencia un simple conocimiento de una verdad? Simone Weil nos ofrece la respuesta: «La adquisición de conocimientos nos hace acercarnos a la verdad cuando se trata del conocimiento de aquello que se ama, y no en otro caso». Ahora bien, con el paso del tiempo los hombres han elaborado procedimientos para adquirir conocimientos que presuponen que el mundo es considerado, ante todo, al margen de lo hermoso y de lo feo, al margen del bien y del mal. Pero, en un mundo así, ya no queda nada a lo que amar. He aquí el extravío. Se ha sacrificado el valor del resultado a una eficacia procedimental.

Usted ha acusado a la ciencia actual de no estar abierta al más allá y de tener, al mismo tiempo, poco contacto con este mundo. Sin embargo, tiene la pretensión de conocer todo, o de conocer muy concretamente este mundo…
El conocimiento científico no sabría nunca ser total. Al mismo tiempo, no es culpa suya pretender ser el único conocimiento adecuado del mundo: ¡lo es según sus criterios! Si se define la realidad como aquello que se mide, entonces es cierto que sólo resulta serio un conocimiento cuantitativo. El problema no es sólo que esta definición se cierra a cualquier trascendencia, sino que ofrece incluso un contacto muy pobre con el más acá. Un ejemplo: los biólogos que manipulan en la actualidad el genoma de las plantas no saben el nombre de las flores que hay en un prado.

En Itinéraire de l’égarement, usted afirma que «la naturaleza ya no es mirada, sino sometida a una pregunta». ¿Qué quiere decir? Siempre se tienen preguntas. ¿Han existido preguntas equivocadas?
Para Aristóteles, la esencia de un objeto consistía en su función: de este modo, la esencia de un cuchillo era cortar. La esencia de las cosas naturales (aquellas que, según la etimología, nacen de sí mismas), era en cambio indagar a través de la observación. Si se hubiese querido insertar las cosas naturales en un dispositivo experimental rígido, entonces el aspecto natural se habría evaporado, habría sido anulado por el contexto fabricado para presentarla. Bacon decía que la naturaleza debía ser sometida a una pregunta. Torturándola de este modo, es posible obtener respuestas. Sin embargo, no se obtiene ninguna respuesta sobre lo que ella es. Es como cuando se experimenta con ratones en el laboratorio: se obtienen informaciones no sobre el ratón, sino sobre ese extraño objeto que es el ratón en el laboratorio (que es de todo menos natural). Se transforman las preguntas en problemas a resolver.

¿En qué sentido?
El hombre moderno es, ante todo, un problem solver, un hombre que ante cualquier pregunta quiere establecer un plan de acción. Pongamos un ejemplo: el hombre es mortal, ¿no? Sin embargo, vemos al hombre elaborando planes de acción contra todas las formas de muerte: los accidentes de carretera, los accidentes domésticos, el cáncer,  la diabetes… Con esto no quiero decir que el hombre no deba tomar precauciones, o no deba cuidarse. Pero la muerte no es únicamente algo contra lo que luchar. Ella forma parte también de nuestra condición humana, y debe ser mirada en virtud de esto. La acción no debe degenerar en activismo. El hacer no debe borrar una actitud todavía más esencial, que es la atención. La fórmula de san Agustín, «Dilige et quos vis fac», puede traducirse así: «Presta atención y haz lo que quieras». La actitud justa hacia los demás y hacia el mundo no brota de un plan de acción, sino, ante todo, de la atención que se les presta, sin una preocupación por la acción.

Usted ha escrito: «No se experimenta sobre aquello que se ama, sino que ahora todo está sometido a la experimentación». En nombre de la experimentación se ha olvidado la experiencia. Don Giussani decía que es necesario partir de la experiencia. ¿Cuál es la diferencia entre experimentación y experiencia?
La experimentación está siempre precedida de una hipótesis. Por ejemplo, Galileo deja correr esferas sobre un plano inclinado para verificar la hipótesis de una aceleración constante del peso. La experiencia es aquello que el mundo nos ha enseñado, es la parte del mundo que ha entrado en nosotros a lo largo de nuestra vida. Partir de la experiencia es estar atentos a los seres y a las cosas. O por lo menos intentarlo, pues no siempre se consigue. Prestar atención de verdad es una gracia.

«La familiaridad con el mundo no está de moda, es igual a nada». ¿Puede explicar esta frase? ¿Qué necesita el espíritu para adquirir de nuevo una familiaridad con el mundo? 
Yo hablo de la relación con el mundo, o más bien de la ausencia de relación con el mundo instaurada por la actitud científica moderna. Para edificar su propio saber, la ciencia moderna presupone la ruptura de cualquier vínculo afectivo con el propio objeto. Los conocimientos que ella proporciona nos permiten actuar sobre el mundo, pero no sentirnos en él como en nuestra casa. Para poder habitar el mundo es necesario amarlo. 

Usted ha observado que, se dirija a donde se dirija, el hombre de hoy no se encuentra más que a sí mismo, sus concepciones, sus construcciones… ¿A qué se refiere?
A través de la técnica, los hombres han querido sustituir el mundo que se les había dado por un mundo reconstruido con sus cuidados. El problema no es hablar mal de la técnica; nosotros disfrutamos de sus beneficios. Sin embargo, no debemos olvidar nunca que nuestra aspiración fundamental consiste en vivir en una relación justa con la Creación. Esta relación justa requiere, en algunos casos, la intervención de la técnica. Pero en otros casos requiere que nos abstengamos. Si esto no es así, dejaremos poco a poco de encontrar cosas que no hayamos transformado. Para llegar a su cumplimiento, el hombre necesita encontrar algo distinto de él mismo: no sólo lo divino, no sólo sus semejantes, sino también una parte de la Creación que no se haya “anexado”. Me doy cuenta de que nuestros propósitos pueden ser cambiados fácilmente por una requisitoria contra la ciencia moderna. En la actualidad, debemos muchas cosas a las ciencias modernas. No debemos sentir hacia ella la ingratitud que genera fácilmente el olvido de los problemas que, gracias a ella, se han podido resolver. Pero, por un lado, hemos llegado a un punto en el que los problemas más acuciantes que se plantean a la humanidad no son aquellos que la ciencia está tratando directamente. Por otro lado, todo lo que debemos a la ciencia no nos debe dispensar de rechazar el puesto que, en nombre de sus éxitos muy reales, pero limitados, ha llegado a ocupar en el pensamiento. Ella no es la dispensadora esencial o única de verdad. Este puesto ha sido usurpado.

Al hablar de educación, usted cita a menudo el pasaje del Evangelio que habla de los dos hijos que han sido invitados por padre a trabajar en la viña. El segundo hijo responde: «No quiero», pero luego lo piensa mejor y va a trabajar. ¿En qué sentido habla usted de este hijo como el hijo «educado»?
Toda educación auténtica supone que, en un primer momento, el niño comienza recibiendo y que, después, se apropia de lo que ha recibido. Para que esta apropiación sea posible, es necesario que, en un momento dado, el joven tenga la posibilidad de decir que no a los que le guiaban desde el principio. El hijo que dice «no» a su padre, que le ha pedido que vaya a trabajar a su viña, afirma su independencia. Luego, cuando lo piensa mejor, demuestra que ha comprendido la necesidad del trabajo: se ha transmitido bien la preocupación por la viña. Para que una educación tenga éxito, deberá hacer frente a un momento de rechazo. Como no se soporta este momento de oposición, los adultos privan a los niños con frecuencia de modelos de referencia obligatorios, que son necesarios para ser libres.

El Meeting de este año llevaba por título: «Esa naturaleza que nos hace desear cosas grandes es el corazón». ¿Cómo entiende usted este lema?
En su obra Ulises, James Joyce decía que el amor de la madre es tal vez lo único verdadero en esta vida. Sí y no. No, porque no es el origen del amor. Sí, porque el amor de la madre es, para cada uno de nosotros, el comienzo del amor. Y este inicio es lo que hace posible todo lo demás. Por este motivo otorgamos un puesto tan eminente a María: no por idolatría, como algunos piensan, sino porque el catolicismo va hasta el fondo de la Encarnación. El amor no está sólo en el comienzo, sino que nos acompaña constantemente. Con esto no pretendo oponer el corazón al intelecto, como se hace a menudo. Por el contrario, el corazón pone en movimiento la razón. En un cuerpo bien constituido, ningún órgano se opone a otro. Y el papel del corazón es ser la fuente de vida que riega todo.


BOX

Olivier Rey nació en 1964 en Nantes. Después de haber asistido a la Escuela Politécnica y haber obtenido el doctorado en Matemáticas, en 1989 entra en el Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS) de París. De 1991 a 2005 da clase de Matemáticas en la Escuela Politécnica y de Filosofía en la Sorbona. En la actualidad enseña Filosofía en el CNRS. Ha escrito la novela Le bleu du sang (El azul de la sangre, 1994), y los ensayos Une folle solitude (Una loca soledad, 2006) e Itinéraire de l’égarement (Itinerario del extravío, 2003).

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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