El lema del Meeting, punto de partida para un recorrido por las aspiraciones del corazón, hasta llegar al encuentro con Cristo y al lugar “que hace posible lo imposible”
“De una belleza nueva, de un nuevo dolor, de un nuevo bien que sacie... ¡de eso es de lo que tengo necesidad, caballeros!... El deseo está siempre presente, más fuerte, más angustioso que nunca” (O. Milosz, Miguel Mañara). Al grito de Miguel Mañara, que escuchamos el año pasado en el Meeting, hace eco ahora el del Calígula de Camus en su diálogo con su hombre de confianza, Helicón. “El caso es que no estoy loco, y hasta te diré que nunca he estado tan cuerdo. Sencillamente, he sentido un anhelo imposible... Necesito la luna, o la felicidad, o la inmortalidad, algo que, por demencial que parezca, no sea de este mundo”. Camus retoma la aparente paradoja de una afirmación muy querida en el 68 francés: “Sed realistas, pedid lo imposible”.
¿De qué realismo estamos hablando? ¿Acaso no es una utopía, aparte de una locura? Ésta es la respuesta de don Giussani comentando este pasaje de Calígula: “No es realista que el hombre viva sin desear lo imposible, sin esta apertura a lo imposible, sin este nexo con el más allá: sea cual sea la forma que adopte” (...).
Esta insaciabilidad inexorable de los deseos del hombre, de sus preguntas últimas, desata una contradicción entre la fuerza que tienen sus exigencias y lo limitado de su capacidad humana para buscar una respuesta. (...) Sin embargo, en el drama de esta desproporción insalvable entre la aspiración ideal, la grandeza de nuestro deseo y la contradicción de las realizaciones históricas, el hombre tiende a ceder, bien por cansancio y fragilidad, o por la impaciencia en la espera de una respuesta completa, o por la presunción de tener que alcanzarla por sí mismo (...).
El hombre que se recluye en sus propios límites termina, orgulloso o desesperado, por cultivar esta ilusión de autonomía, esta pretensión de autosuficiencia en la que ya no espera nada (...).
En la confusión que nos ha tocado vivir, ninguno de nosotros puede sustraerse, si no quiere perderse a sí mismo, a la necesidad de poner en juego toda su humanidad dentro de la realidad, de reconocer en la experiencia aquel factor que actúa continuamente en cada uno de nosotros como criterio original de juicio (...). “En este contraste, que se dilata en el tiempo”, comenta Giussani, “a medida que pasan los días hay algo que queda, el fenómento de algo que permanece incorruptible, que no se desmorona... Este fenómeno, es decir, la sed de belleza, la sed de verdad, la sed de felicidad, es el corazón” (...).
Al invitarnos a ser leales con nuestra experiencia, Giussani nos ayuda a recuperar (¡y a vivir!) como ningún otro pensador contemporáneo, de un modo nuevo y genial, el significado del término bíblico “corazón”. (...) El corazón es un dato primordial, “experiencia elemental” que constituye el rostro del hombre en su relación con la realidad entera. El corazón es el criterio de juicio que está dentro de cada uno de nosotros, inherente, como una huella que no hemos decidido (...).
En el encuentro con Cristo, el yo experimenta una pasión por su propio destino y una ternura hacia su propia sed de felicidad que son impensables. Y todo esto se condensa en esa pregunta que ningún hombre se ha atrevido nunca a hacer a otro: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si se pierde a sí mismo? ¿O qué dará el hombre a cambio de sí?”. (...) La compañía cristiana es el lugar en que la experiencia de esta novedad de vida, imposible de encontrar en otro sitio, empieza a manifestar en el tiempo como un albor, no como un día luminoso, la promesa que Cristo hizo a los suyos y que corresponde a la grandeza de lo que nuestro corazón espera: “El que cree en mí hará también las obras que yo hago, y aun mayores” (Jn 14,12).
(...) La obra más grande de todos los tiempos, de todas las culturas, de toda la historia, es el cambio, el renacimiento del yo en el encuentro con Cristo y su libre adhesión a Él.
(...) Permitidme terminar leyendo una carta escrita en 1993 por un gran amigo mío que murió hace dos años, Andrea Aziani, Memor Domini, a un compañero suyo de aventuras en Perú. Testimonia perfectamente la grandeza del corazón humano cuando está aferrado totalmente por Cristo, y el amor y la posibilidad de generación de una vida nueva que nacen de un afecto así: “...¡Que alguien se enamore de lo mismo que nos ha enamorado a nosotros! Pero, para que pueda ser así, nosotros tenemos que arder, arder literalmente de pasión por el hombre, para que Cristo lo alcance. ‘El fuego tiene que arder’, ¿te acuerdas de Santa Catalina?”. Os deseo a todos, y a mí, este ardor. Pidámoslo cada día.
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