El 27 de septiembre de 1985, el Espíritu Santo, que nos empujaba a adherirnos a CL, obtuvo nuestro “sí”. En verano del 85, don Giussani vino a Ávila y nos ofreció un camino para reconocer que “la verdad de Dios es la verdad de lo humano”. Luego, la ternura y la inteligencia con las que él nos miró, fue todo lo necesario para caminar en esa unidad
El 27 de septiembre de 1985, por la noche, y unos momentos después de concluido un primer encuentro de la Asamblea que íbamos a tener a lo largo de aquel fin de semana, me encontraba en la capilla de la casa de Ejercicios de la Moraleja, junto a Javier Martínez, dando gracias a Dios por el acontecimiento que acabábamos de vivir: algunos sacerdotes, que nos conocíamos de los años del Seminario, y un grupo de jóvenes ya crecidos en la experiencia de la fe y en el deseo de compartirla con todos los hombres, habíamos decidido unirnos a Comunión y Liberación. Y estábamos exultantes de alegría y gratitud. Sentimientos que fueron inmediatamente compartidos por muchos de los que estaban dentro de la asamblea, y otros muchos que, desde fuera, esperaban expectantes el resultado de la misma.
Nunca hasta aquella noche había podido experimentar de un modo tan “carnal”, tan imponente, la acción del Espíritu Santo en nuestra historia (yo, que era sumamente escéptico respecto a las intervenciones “extraordinarias” del Espíritu al que tantos apelaban en aquellos tiempos para encubrir sus personales caprichos). De manera que, después de aquella asamblea, ya nunca he podido dudar de que seguir el carisma de don Gius fuera lo que Dios quería para mí.
Un cambio cualitativo. Esa noche hubo un cambio cualitativo en las relaciones que manteníamos con CL. No nos dábamos cuenta en ese momento… Al menos yo no era consciente entonces de la trascendencia que iba a tener para nosotros, y también para CL. Un cambio para el que Dios pacientemente nos había preparado, desde algunos años antes, mediante el regalo de un tejido de relaciones de amistad –¡años bellísimos de gratuidad, de respeto, de afecto!– que nos preparaban para acoger el Don de Dios, para dar el “salto” al que el Espíritu nos desafiaba, y nos “empujaba” muy especialmente en aquella Asamblea. La amistad que había nacido con José Miguel y Carmina, con Carras y Jone, con Mauro Vandelli; las conversaciones que se multiplicaban entre nosotros con Javier Martínez, y con José Miguel García (lleno de urgencias por seguir la experiencia del movimiento), y con Julián Carrón y Javier Prades (preocupado por no dejarnos llevar por la precipitación), y con Rafa Andreo, y con los “restanes”, y con tantos otros… Necesito decir inmediatamente que a todos los considero como el mayor tesoro de mi vida, que no podría ser comprado ni con todo el oro del mundo.
¡Y estaba don Gius!, o como horizonte en el que estos amigos míos brillaban con luz propia, o como presencia que reflejaba en sus ojos el atractivo y la ternura que provocaban en él todas las cosas. La ternura y la inteligencia infinitas con las que él nos miraba. Ahí estaba todo. Ese verano del 85 vino a Ávila, invitado por Nueva Tierra, para participar en un curso que giraba en torno a un punto que considerábamos nuclear para el desarrollo de nuestra personalidad cristiana, y para la misión encomendada por Jesús a la Iglesia: “Verdad de Dios, Verdad del hombre”. Y él nos proponía, a lo largo de una intensa jornada, el camino para el reconocimiento de esa Verdad.
De la admiración al seguimiento. Aquella noche el Espíritu Santo quiso hacernos pasar de la admiración y el aprecio que sentíamos por aquella experiencia que conocíamos desde hacía años, a su seguimiento. El Espíritu nos “empujaba” a decir sí, y basta. Y lo consiguió. Para que hoy podamos hacer nuestras las palabras del canto de Chieffo: «verdaderamente es bello el camino para quien lo recorre».
Luego debíamos hacer “nuestra” esa unidad. No faltaron las torpezas, las pretensiones, los recelos, la preocupación por la ortodoxia… Pero lo que estábamos viviendo era demasiado grande como para comprometerlo con nuestra torpeza. Sabíamos lo que nos había pasado a “terrícolas e histéricos”, y que podíamos recomenzar todos los días desde el don gratuito, definitivo, de nuestra unidad. Y don Giussani estaba siempre muy cerca para que no se nos olvidara.
Han pasado 25 años desde entonces. Han sucedido muchas cosas desde entonces. Ver crecer a personas y madurar su fe es la experiencia más satisfactoria de todas. Mis propios hermanos, mis sobrinos, mis amigos de toda la vida, mi comunidad de Córdoba, mi Parroquia. Y con un horizonte cada vez más abierto, y una certeza más firme: todos los hombres necesitan encontrar a Cristo, necesitan encontrarle a Él mucho más que encontrar trabajo. Hace 25 años yo creía conocer a Cristo. Hoy, el alimento de mi vida es el deseo de conocerlo.
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