En la celebración de las primeras Vísperas del primer domingo de Adviento.
Basílica de San Pedro, 29 de noviembre de 2008
Queridos hermanos y hermanas:
Con esta liturgia vespertina iniciamos el itinerario de un nuevo año litúrgico, entrando en el primero de los tiempos que lo componen: el Adviento. En la lectura bíblica que acabamos de escuchar, tomada de la primera carta a los Tesalonicenses, el apóstol san Pablo usa precisamente esta palabra: “venida”, que en griego se dice parusia y en latín adventus (1 Ts 5, 23). Según la traducción común de este texto, san Pablo exhorta a los cristianos de Tesalónica a ser irreprensibles «hasta la venida» del Señor. Pero el texto original dice: «en la venida» (en te parusia), como si la venida del Señor no fuera un punto futuro del tiempo, sino un lugar espiritual en el que debemos caminar en el presente, durante la espera, y dentro del cual precisamente debemos conservarnos irreprensibles en todas las dimensiones personales.
El tiempo de la esperanza
En efecto, es precisamente esto lo que vivimos en la liturgia: al celebrar los tiempos litúrgicos, actualizamos de tal modo el misterio –en este caso la venida del Señor– que, por decirlo así, podemos “caminar en ella” hacia su plena realización, hasta el fin de los tiempos, pero aprovechando ya su virtud santificadora, dado que los últimos tiempos ya han comenzado con la muerte y la resurrección de Cristo.
La palabra que resume este estado particular, en el que se espera algo que debe manifestarse, pero que al mismo tiempo se vislumbra y se gusta por anticipado, es “esperanza”. El Adviento es, por excelencia, el tiempo espiritual de la esperanza, y en él la Iglesia entera está llamada a convertirse en esperanza para ella y para el mundo. Todo el organismo espiritual del Cuerpo místico asume, por decirlo así, el “color” de la esperanza. Todo el pueblo de Dios se pone de nuevo en camino atraído por este misterio: nuestro Dios es “el Dios que viene” y nos invita a salir a su encuentro.
La invocación de su venida
¿De qué modo? Ante todo en la forma universal de la esperanza y la espera que es la oración, la cual encuentra su expresión eminente en los Salmos, palabras humanas en las que Dios mismo puso y pone continuamente la invocación de su venida en los labios y en el corazón de los creyentes. Por eso, reflexionemos unos momentos sobre los dos Salmos que acabamos de rezar y que son consecutivos también en el Libro bíblico: el 141 y el 142, según la numeración judía.
«Señor, te estoy llamando, ven de prisa; escucha mi voz cuando te llamo. Suba mi oración como incienso en tu presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde» (Sal 141, 1-2). Así comienza el primer salmo de las primeras Vísperas de la primera semana del Salterio: palabras que al inicio del Adviento adquieren un nuevo “color”, porque el Espíritu Santo siempre las hace resonar nuevamente en nosotros, en la Iglesia que está en camino entre el tiempo de Dios y el tiempo de los hombres.
El grito del hombre
«Señor, (...) ven de prisa» (v. 1). Es el grito de una persona que se siente en grave peligro, pero también es el grito de la Iglesia en medio de las múltiples asechanzas que la rodean, que amenazan su santidad, la integridad irreprensible de la que habla el apóstol san Pablo y que, en cambio, debe conservarse hasta la venida del Señor. Y en esta invocación resuena también el grito de todos los justos, de todos los que quieren resistir al mal, a las seducciones de un bienestar inicuo, de placeres que ofenden la dignidad humana y la condición de los pobres.
Al inicio del Adviento la liturgia de la Iglesia hace suyo de nuevo este grito, y lo eleva a Dios «como incienso» (v. 2). En efecto, el ofrecimiento vespertino del incienso es símbolo de la oración que elevan los corazones dirigidos a Dios, al Altísimo, así como «el alzar de las manos como ofrenda de la tarde» (v. 2). En la Iglesia ya no se ofrecen sacrificios materiales, como acontecía también en el templo de Jerusalén, sino que se eleva la ofrenda espiritual de la oración, en unión con la de Jesucristo, que es al mismo tiempo Sacrificio y Sacerdote de la Alianza nueva y eterna. En el grito del Cuerpo místico reconocemos la voz misma de su Cabeza: el Hijo de Dios, que tomó sobre sí nuestras pruebas y nuestras tentaciones, para darnos la gracia de su victoria.
Nuestra extrema necesidad
Esta identificación de Cristo con el salmista es particularmente evidente en el segundo Salmo (142). Aquí, cada palabra, cada invocación hace pensar en Jesús, en su pasión, de modo especial en su oración al Padre en Getsemaní. En su primera venida, con la encarnación, el Hijo de Dios quiso compartir plenamente nuestra condición humana. Naturalmente, no compartió el pecado, pero por nuestra salvación sufrió todas sus consecuencias. Al rezar el Salmo 142, la Iglesia revive cada vez la gracia de esta compasión, de esta “venida” del Hijo de Dios en la angustia humana hasta tocar fondo.
Así, el grito de esperanza del Adviento expresa, desde el inicio y del modo más fuerte, toda la gravedad de nuestro estado, nuestra extrema necesidad de salvación. Es como decir: esperamos al Señor no como una hermosa decoración para un mundo ya salvado, sino como único camino de liberación de un peligro mortal. Y nosotros sabemos que él mismo, el Liberador, tuvo que sufrir y morir para hacernos salir de esta prisión (cf. v. 8).
En pocas palabras, estos dos Salmos nos previenen de cualquier tentación de evasión y de fuga de la realidad; nos preservan de una falsa esperanza, que tal vez quisiera entrar en el Adviento e ir hacia la Navidad olvidando nuestra dramática existencia personal y colectiva. En efecto, una esperanza fiable, no engañosa, no puede menos de ser una esperanza “pascual”, como nos recuerda cada sábado por la tarde el cántico de la carta a los Filipenses, con el que alabamos a Cristo encarnado, crucificado, resucitado y Señor universal.
A él dirijamos nuestra mirada y nuestro corazón, en unión espiritual con la Virgen María, Nuestra Señora del Adviento. Pongamos nuestra mano en la suya y entremos con alegría en este nuevo tiempo de gracia que Dios regala a su Iglesia, para el bien de toda la humanidad. Como María, y con su ayuda materna, seamos dóciles a la acción del Espíritu Santo, para que el Dios de la paz nos santifique plenamente, y la Iglesia se convierta en signo e instrumento de esperanza para todos los hombres.
Amén.
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