«Lo más importante en la vida es comprender por qué nos cuesta vivir, porque la mayor objeción a la vida es la muerte, y la mayor objeción al hecho de vivir es que implica un esfuerzo y una fatiga; la mayor objeción a la alegría son los sacrificios... Y el mayor sacrificio es la muerte» (don Giussani)
¿Qué sociedad es ésta que llama “un infierno” a la vida y “una liberación” a la muerte? ¿Dónde está el origen de esa razón enloquecida, capaz de invertir el bien y el mal y, por lo tanto, incapaz de llamar a las cosas por su nombre?
Suspender la alimentación de Eluana, tal como se ha anunciado, sería un homicidio. Y es aún más grave porque impide el ejercicio de la caridad, ya que alguien la estaba cuidando y seguiría haciéndolo.
El desarrollo de la medicina se hizo más fecundo precisamente cuando, en la época cristiana, comenzó la asistencia a los “incurables”, a aquellos a los que hasta entonces se expulsaba de la comunidad de los “sanos”, dejándoles morir fuera de los muros de la ciudad. O se los eliminaba, ya que quien los cuidara ponía en peligro su propia vida. Por eso, los que empezaron a cuidar a los incurables lo hicieron por una razón más poderosa que la propia vida, por una pasión por el destino del otro, que tiene un valor infinito al ser imagen de Dios creador.
El caso de Eluana nos pone frente a la primera evidencia que aparece en nuestra vida: no nos hacemos a nosotros mismos. Somos queridos por Otro. Alguien nos arranca de la nada, alguien que nos ama y que ha dicho: «Hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados». Negar esta evidencia nos lleva, antes o después, a rechazar la realidad. Incluso cuando esta realidad tiene el rostro de nuestros seres queridos.
Por eso, reconocer al Misterio que nos está dando la presencia de Eluana no es un pensamiento “espiritual” que los que tienen fe añaden a la realidad: es una necesidad para todos los que, teniendo uso de razón, buscan un sentido. Sin este reconocimiento se hace imposible abrazar a Eluana y asumir el sacrificio de acompañarla; en cambio, se justifica su eliminación, aunque sea de buena fe, como un acto de compasión.
El cristianismo nació precisamente como pasión por el hombre: Dios se hizo hombre para responder a la exigencia dramática –que todos, creyentes o no, perciben– de un sentido para vivir y para morir. Cristo tuvo piedad de nuestra nada hasta dar su vida para afirmar el valor infinito de cada uno, sea cual sea su condición.
Para ser nosotros mismos le necesitamos a Él. Y para vivir necesitamos una educación que nos permita reconocerle.
Comunión y Liberación. Noviembre 2008
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