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Huellas N.11, Diciembre 2008

PRIMER PLANO - Navidad 2008

De tú a tú con la ternura de Dios

Antonio Socci

San Agustín, Bakhita, los santos del pasado, pero también Andrea Aziani y los testimonios del último Meeting. De manera inesperada, en las situaciones más desesperadas, Cristo es el único que puede responder al corazón del hombre. Y si decimos sí…

El ama se aburría aquel día, así que decidió que torturasen a las tres niñitas negras que había comprado como esclavas: tenían alrededor de diez u once años. A Bakhita la tiraron al suelo y le hicieron ciento catorce cortes en la carne con una navaja. Después le echaron sal en las heridas. Así, por diversión. Porque los amos musulmanes la consideraban un objeto. A la edad de siete años, en 1876, había sido raptada en su pueblecito en el Sudán y vendida como esclava cuatro veces. Sólo había conocido la crueldad.
Así es la historia del hombre sin Jesús. Joseph Ratzinger, en su Jesús de Nazaret, explica que antes de la llegada del Salvador el mundo estaba plagado de demonios. Por todas partes habían dominado la crueldad y la falta de humanidad. Después, un día, resonaron estas palabras: «He visto la miseria de mi pueblo… he escuchado su grito y he bajado a liberarlo». (Ex. 3,7). «Él se ha mostrado. Él personalmente», hace dos mil años. Y desde entonces se muestra cada día, «en un fenómeno de humanidad diferente», nos dice don Giussani. Aún aquella desgraciada muchacha, Bakhita, «se encuentra allí sorprende un presentimiento nuevo de vida… No nos lo esperábamos, no lo habíamos soñado, era imposible».
Bakhita ni siquiera podría haberlo soñado. A los dieciséis años, sus amos la llevan casualmente a Italia, a Venecia, donde conoce a las hermanas canosianas. La impactaron la humanidad de las hermanas y la bondad de un verdadero cristiano, «hombre con el corazón de oro», pariente del que llegaría a ser el papa san Pío X, que le regaló un crucifijo: «Al dármelo», recuerda la muchacha, «lo besó con devoción y después me explicó que Jesucristo, Hijo de Dios, había muerto por nosotros». Bakhita quedó deslumbrada. ¿Había muerto por ella? ¿Era posible que alguien la amase? Sí. Lo veía en los rostros de «aquellas santas madres que me hicieron conocer a Dios», especialmente la hermana que la instruía: «No puedo recordar sin llorar las atenciones que tuvo conmigo». Cuando sus amos volvieron a recogerla, Bakhita, que no quería perder a Dios, se negó a seguirlos por primera vez en su vida. El 29 de noviembre de 1889, el patriarca de Venecia hizo intervenir al procurador del rey, que declaró a Bakhita libre de la esclavitud. Se quedó en Italia, se hizo bautizar, pidió entrar en la orden, y vivió setenta y ocho años, «durante los que, cada vez más, conocí la bondad de Dios conmigo». Muerta en 1947, fue proclamada santa en el 2000.
No hay situación tan extrema y dramática que no pueda ser alcanzada por Dios hecho hombre. Ni siquiera hoy en día, que corren tiempos de otra esclavitud diferente. Y los lectores de Huellas lo saben bien. Es inolvidable el testimonio de aquel joven, enfermo de sida, Andrea, que dos días antes de morir, escribió a don Giussani (la carta se recoge en Dios, el tiempo y el templo). Recuerdo algunos pasajes de ella: «Le escribo solamente para darle las gracias; gracias por haberle dado un sentido a mi árida vida». Andrea explicaba así su gratitud: «Soy un compañero de Ziba… Cuando Ziba rezaba el Angelus delante de mí, le blasfemaba en la cara, le odiaba y le decía que era un cobarde que sólo sabía rezar esas oraciones estúpidas. Ahora, cuando intento rezarlo con él balbuceando, entiendo que el cobarde era yo, porque no veía la verdad que tenía frente a mí, aunque estaba a un palmo de mis narices. Gracias, don Giussani, es lo único que un hombre como yo puede decirle. Gracias porque, entre lágrimas, puedo decir que morir así ahora tiene un sentido, no porque sea más agradable – tengo mucho miedo a morir – sino porque ahora sé que hay alguien que me ama, y tal vez también yo pueda salvarme, y yo también puedo rezar para que los compañeros de habitación encuentren y vean lo que yo he visto y encontrado. Así me siento útil… puedo ser útil con lo único que todavía me funciona bien (la voz); yo, que he tirado la vida, puedo hacer algún bien simplemente rezando el Angelus. Creo que mi mayor satisfacción es haberle conocido al escribirle esta carta, pero será más grande todavía cuando en la misericordia de Dios, si Él quiere, le conoceré allí donde todo será nuevo, bueno y verdadero. Nuevo, bueno y verdadero como la amistad que usted ha traído a la vida de muchas personas y de la cual puedo decir “yo también estaba”, hasta yo en esta triste vida vi y participé de un acontecimiento nuevo, bueno y verdadero».
Una historia de hoy, en resumen. Justo como aquellas, extraordinarias, del Meeting 2008, que habéis leído en el número de Huellas de septiembre, y que son tan parecidas a las historias de hace dos mil años. Así sucedía en el siglo IV a ese Agustín que era el intelectual más refinado de Roma y después de Milán, donde fue a enseñar en el 384 d.C. No le faltaba nada, ni éxito académico, ni bienes, ni amores femeninos, ni la satisfacción de la paternidad, ni diversiones, ni la amistad con los poderosos políticos de la ciudad.
Sin embargo, un inexplicable mal de vivir lo envolvía: «Era infeliz». Agustín habla de un «profundísimo tedio», de «miedo a la muerte». Será el encuentro con Ambrogio –obispo de la ciudad, tan sólo unos pocos años mayor que él– el que le remueva: «Me era placentera la dulzura de su hablar». Abre brecha en él, lo fascina, sitúa en su lugar hasta su orgullo intelectual. «Ciertamente hay que contar siempre con la humildad de la razón para poder acogerlo; hay que contar con la humildad del hombre que responde a la humildad de Dios».
Cambia su vida. Ya la «avidez de honores y ganancias no tenía fuerza frente a Tu dulzura y el esplendor de Tu casa, que amaba. Pero», confiesa, «todavía estaba atenazado por la mujer», «mis amantes de antaño me retenían». Y de nuevo unos encuentros imprevistos hacen que el atractivo de una felicidad mayor prevalezca. Sucede cuando Ponticiano le cuenta que, en Treviri, dos amigos suyos han dejado a sus novias para entrar en una comunidad de célibes (las primeras experiencias monásticas) y que lo mismo han hecho las dos muchachas.
Era una nueva forma de vida que también contagiaba a muchos jóvenes cristianos en Milán (donde eran seguidos por Ambrogio en persona). Agustín va a conocerlos, y se queda fascinado e implicado en esa experiencia. Más tarde confesará: «Tarde te he amado, Belleza, siempre antigua y siempre nueva, ¡tarde te he amado! » Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo estaba fuera, y te buscaba allí. Y, en mi deformidad, me abalanzaba sobre las cosas bien hechas que tú habías creado. Tú estabas conmigo y yo no estaba contigo. Esas bellezas exteriores me tenían lejano de ti y sin embargo, si ellas no hubiesen estado en ti, no habrían existido en absoluto. Tú me has llamado y has desgarrado mi sordera; Tú has brillado sobre mí y has disipado mi ceguera; Te he probado y ahora tengo hambre y sed; Tú me has tocado y yo grito Tu paz».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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