Apuntes de las intervenciones de Bernhard Scholz y Julián Carrón en la Asamblea Nacional de la Compañía de las Obras. Milán, 16 de noviembre de 2008
BERNHARD SCHOLZ (Presidente de la CdO)
La situación actual nos ha llevado a un callejón sin salida. Tenemos que encontrar nuevamente el camino, un camino que será, con toda seguridad trabajoso, en muchos momentos cuesta arriba, un camino justo que parta del trabajo útil y que nos permita volver a tomar conciencia del valor infinito de cada gesto que realizamos.
El tema elegido para este día estaba pensado antes de que la crisis estallase, porque desde hacía tiempo éramos conscientes que algo no cuadraba. Nos estábamos fijando demasiado en el beneficio. Es necesario restituir todo su valor al trabajo.
Hemos pedido a todos los miembros de la Directiva que nos hagan llegar preguntas sobre este tema y hemos elegido dos de ellas.
La primera pregunta que quisiera plantear a Julián Carrón toca un tema que aparece muy a menudo en las intervenciones y que tiene que ver con una contradicción existencial: por una parte, el trabajo es vivido como una condena, como una especie de desgracia inevitable ante la cual uno no tiene más remedio que rendirse cuando no consigue evitarla; por otra, se vive el trabajo como una exaltación emotiva, sobre todo en los momentos de éxito (económico, de carrera), y algunos lo viven incluso como una droga, para caer después en una profunda depresión.
La pregunta, por tanto, es ésta: ¿cómo es posible vivir el trabajo como un sujeto libre, que no depende de las circunstancias, sino que es capaz de afrontarlas? ¿Cuál es el significado del trabajo?
JULIÁN CARRÓN
Como bien dices, el trabajo puede convertirse en una exaltación o en una condena, porque cada uno lo vive de la misma manera en que se concibe a sí mismo, pues el trabajo es una expresión de lo que se es. Con el trabajo sucede lo mismo que con la vida, sobre todo cuando uno se piensa a sí mismo de un cierto modo. Si uno se concibe aislado, si parte sólo de sí mismo, tendrá momentos de exaltación o depresión. Esto pone de manifiesto la paradoja del hombre, su grandeza y su pequeñez: por un lado, aspira a realizar cosas inmensas, pero, a la vez, es consciente de su indigencia abismal. El hombre que se concibe de forma aislada, autónoma, sin vínculos, depende casi inexorablemente de estos ciclos de exaltación o depresión, momentos en los que toca el cielo con los dedos y se cree Dios, y momentos en los que desciende hasta el abismo y se considera nada. ¡Cuántos habrán tenido esta experiencia en estos días de turbulencias financieras!
También la Biblia reconoce esta paradoja, como se describe de forma espléndida en el Salmo 8: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, / la luna y las estrellas que has creado, / ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, / el ser humano, para darle poder? Lo hiciste poco inferior a los ángeles [siendo nada], lo coronaste de gloria y dignidad; le diste el mando sobre las obras de tus manos, todo lo sometiste bajo sus pies» (Sal 8,4-7).
Este es el reconocimiento de la grandeza y la pequeñez del yo. Pero el hombre religioso, como vemos en el salmo, vive esta paradoja dentro de una relación que le sostiene, que ilumina su esencia e impide el engaño de creerse Dios o de creerse nada –dependiendo del éxito–, y esto le permite trabajar en paz, caminar en paz, dando un sentido al trabajo que, como dice el Salmo, es colaborar con el Creador en la perfección de Su obra. Esta es la relación que sostiene al hombre, que le permite volver a comenzar sea cual sea su circunstancia. Sólo así es posible encontrar una respuesta a la pregunta de cómo se puede vivir el trabajo como un hombre libre, sin ser esclavo de las circunstancias. Y vivir así no depende del tipo de trabajo que se haga, ni de sus condiciones, sino del grado de humanidad del sujeto.
En otro encuentro, en el que estaríais muchos de vosotros, cité la carta que un universitario escribió a una amiga suya, antes de someterse a una operación el la que falleció. Tenía que examinarse y le escribió lo siguiente: «Hacer un examen es algo que todos hemos hecho en nuestra vida, y no es nada extraordinario. Esto es lo que pensaba antes de haber conocido a personas que me han obligado, a través de una verdadera revolución, a preguntarme si estaba viviendo seriamente mi vida. Dentro de pocos días, como sabes, ingresaré en el hospital para hacerme un trasplante de médula, y te preguntarás: ¿qué tiene que ver esto con mi examen? Si no fuese del movimiento, si no hubiese aprendido en el movimiento a considerar el estudio como una oportunidad fantástica de búsqueda de la verdad, de dar un sentido a mi vida y de expresar un juicio total sobre ella, haría ya tiempo que me habría quedado en casa tranquilo, esperando a que llegase el momento de la operación. Tal vez habría leído algún libro, o los periódicos; pero fundamentalmente habría malgastado los días en la búsqueda pasiva y desesperada de algo que hiciese pasar más rápido ese tiempo de espera antes de la “guerra” (porque es como ir a la guerra). Al estudiar para el examen, el vacío del tiempo no ha llenado mis días, sino que ha sido mi persona la que los ha llenado. No era el vacío el que dictaba el ritmo de mi vida: lo he hecho yo, yo he sido dueño y señor de mi día. Estudiaba Derecho Civil, afrontaba día tras día los temas, feliz de ese poder que aún tenía sobre el día y, en definitiva, sobre mi vida [en esto consiste el protagonismo: ¡hasta el último instante!]. Y si me hubiese quedado indiferente, viendo el transcurrir del tiempo, me habría convertido en esclavo suyo, me habría consumido sin apenas darme cuenta. Hoy me siento feliz por haber superado este examen, pero ayer ya estaba orgulloso de mí mismo, me sentía realizado como hombre porque sabía que estaba esperando contra toda esperanza».
Esta carta testimonia cuál es la utilidad de la vida y del trabajo. «La utilidad [de lo que uno hace, como vemos en el ejemplo citado] existe independientemente de lo que uno hace, pues está ligada –dice don Giussani– a la conciencia con la que se actúa, y en esto consiste la libertad. Si el valor de una acción está en sus circunstancias, entonces ya no hay libertad, porque dependemos de la casualidad. Pero la libertad se halla en la conciencia de aquello que uno hace [que uno vive de forma libre]».
Sólo de esta forma el trabajo no se convierte en una condena, como tampoco el examen, sino que forma parte del camino hacia el destino, es decir, hacia la plenitud del yo. A la luz de la muerte de este chico, se comprende cuál es el alcance único de su gesto, de su forma de actuar. ¿Quién le iba a decir a él que así se estaba preparando para dar el paso definitivo al destino? Pero ya, antes, tenía esa conciencia, que le hacía libre incluso en su enfermedad. Para poder vivir así, hace falta encontrar a alguien que nos ayude: ser dueño, señor, no esclavo, ni estar sometido a la circunstancia. Para vivir con libertad y no como un condenado, es necesario comprender, al igual que él, el significado del trabajo.
¿Y cuál es ese significado? Entender el sentido de una acción, sea extraordinaria o banal, quiere decir comprender el nexo entre ella y el destino, el cumplimiento de la vida, la plenitud del yo. Esto implica una concepción adecuada de uno mismo. El hombre está hecho, constituido por un deseo de infinito. Mirad cómo lo describía don Giussani hace años: «El trabajo es expresión de nuestro ser. Esta conciencia es lo que permite respirar verdaderamente al trabajador que está durante ocho fatigosas horas delante de su banco de trabajo, así como al empresario que está decidido a desarrollar su empresa. Pero nuestro ser –eso que la Biblia llama “corazón”: coraje, tenacidad, astucia, esfuerzo– es sed de verdad y de felicidad. No existe ninguna actividad, desde la más humilde del ama de casa a la más genial del arquitecto, que pueda sustraerse a la búsqueda de la satisfacción plena, de la plenitud humana: sed de verdad, que parte de la curiosidad por adentrarse en el enigma misterioso de la investigación; sed de felicidad, que parte de la instintividad y se ensancha hasta alcanzar esa concreción digna que es lo único que puede salvar al instinto de corromperse por un falso y efímero goce. Este corazón es lo que impulsa cualquier empresa que lleves a cabo. Toda la vida está obligada por esta lógica: no existe ninguna otra fuente de energía que obligue y posibilite más que esta actividad todos los aspectos, incluso los más pequeños, del trabajo que realizas» L. Giussani, El yo, el poder, las obras, Ed. Encuentro, Madrid 2001, pp. 85-86).
Aquel que comprende esta verdad elemental sobre la vida se da cuenta, por una parte, de que ese deseo de cumplimiento es lo que le hace trabajar, pero también, por otra, de que ninguna realización de este trabajo, ningún resultado –sea cual sea el grado de éxito–, puede bastar para llenar ese deseo de plenitud que constituye su persona. Resulta verdaderamente lamentable, si no trágico, ver hasta qué punto alguien que haya realizado grandes descubrimientos científicos, por ejemplo, puede olvidar una evidencia tan clara. Este olvido está en el origen de esa impresión del trabajo como condena, impresión que asalta al hombre que cree poder conseguir realizarse con lo que hace. La espera del corazón humano es infinitamente mayor que sus acciones. Aquí radica la grandeza única del hombre.
Por este motivo, sólo existe un camino para que el trabajo no se perciba como una condena sino que, como nos testimonia este chico, se convierta en un camino al destino, es decir, un paso hacia el Único que puede cumplir el corazón del hombre: el Misterio. Tal razón es la causa de que don Giussani diga que la obra, el trabajo, «en el fondo, es una plegaria abierta tanto al sentido religioso de quien tiene fe como de quien no la tiene, porque el sentido religioso, tal y como lo hemos descrito, lo tenemos todos» (ibidem, p. 86). He aquí la tragedia: creemos que se puede eliminar esto del horizonte de la vida.
La única condición necesaria para evitar esta tragedia es que estemos disponibles a reconocer a este Misterio -atestiguado por la exigencia infinita del corazón- y, además, a dar los pasos necesarios en la relación con Él. Sólo quien acepta el desafío de esta posición vertiginosa puede comprender cuál es el sentido del trabajo y ser capaz de realizar el esfuerzo que implica, sin desanimarse ante los eventuales fracasos.
Para acompañarnos en nuestro camino, el Misterio se ha hecho carne: se ha hecho compañero nuestro y nos ha desvelado el sentido del trabajo. Jesús de Nazaret es el Hijo de Aquél de quien Él mismo dice: «Mi Padre sigue actuando», es decir, mi Padre es el Eterno Trabajador, y por eso, al hacerse hombre, nos ha mostrado cómo vivir el trabajo. Si nos identificamos con Él, podemos vivir el trabajo como lo vive Él, es decir, como relación con el Misterio.
No se trata de imaginaciones nuestras. A lo largo de los siglos se ha demostrado que dicha modalidad ha introducido en la historia un nuevo concepto de trabajo, un amor por el trabajo. Recientemente nos lo recordaba el Papa: «En el mundo griego el trabajo físico se consideraba tarea de siervos. El sabio, el hombre verdaderamente libre, se dedicaba únicamente a las cosas espirituales; dejaba el trabajo físico como algo inferior a los hombres incapaces de la existencia superior en el mundo del espíritu. Absolutamente diversa era la tradición judaica: todos los grandes rabinos ejercían al mismo tiempo una profesión artesanal. Pablo, como rabino y luego como anunciador del Evangelio a los gentiles, era también tejedor de tiendas y se ganaba la vida con el trabajo de sus manos: no constituye una excepción, sino que sigue la común tradición rabínica. El monaquismo ha acogido esa tradición: el trabajo manual es parte constitutiva del monasterio cristiano. San Benito habla en su Regla no propiamente de la escuela, aunque la enseñanza y el aprendizaje [...] en ella se daban por descontados. En cambio, en un capítulo de su Regla habla explícitamente del trabajo (cf. cap. 48). Lo mismo hace Agustín, que dedicó al trabajo de los monjes todo un libro. Los cristianos, que con esto continuaban la tradición ampliamente practicada por el judaísmo, tenían que sentirse, sin embargo, cuestionados por la palabra de Jesús en el Evangelio de Juan, con la que defendía su actuar en sábado: “Mi Padre sigue actuando y yo también actúo” (Jn 5, 17). El mundo grecorromano no conocía ningún Dios Creador; la divinidad suprema, según su manera de pensar, no podía, por decirlo así, ensuciarse las manos con la creación de la materia. “Construir” el mundo quedaba reservado al demiurgo, una deidad subordinada. Muy distinto el Dios cristiano: Él, el Uno, el verdadero y único Dios, es también el Creador. Dios trabaja; continúa trabajando en y sobre la historia de los hombres. En Cristo entra como Persona en el trabajo fatigoso de la historia. [...] Dios mismo es el Creador del mundo, y la creación todavía no ha concluido. Dios trabaja... [parecería un chiste, si no fuese verdad]. Así, el trabajo de los hombres tenía que aparecer como una expresión especial de su semejanza con Dios y el hombre, de esta manera, tiene capacidad y puede participar en la obra de Dios, en la creación del mundo. Del monaquismo forma parte, junto con la cultura de la palabra, una cultura del trabajo, sin la cual el desarrollo de Europa (¡atención! estamos hablando de la mística), su ethos y su formación del mundo son impensables. Ese ethos, sin embargo, tendría que comportar la voluntad de obrar de tal manera que el trabajo y la determinación de la historia por parte del hombre sean colaborar con el Creador, tomándolo como modelo. Donde ese modelo falta y el hombre se convierte a sí mismo en creador deiforme, la formación del mundo puede fácilmente transformarse en su destrucción» (Benedicto XVI, Encuentro con el mundo de la cultura en el Colegio de los Bernardinos, París, 12 de septiembre de 2008).
Aquí os habéis reunido personas implicadas en muchos aspectos del trabajo: o existen “monjes” modernos que tengan una concepción así de lo que es trabajar y sepan educar en ello, o difícil será, por la indiferencia de muchos de nuestros jóvenes, que se inserten en el mundo adulto y colaboren con el destino de todos.
Por este motivo, encontrar en Cristo el sentido de la vida no nos ahorra el trabajo, pero nos sitúa, al igual que a los monjes, en las mejores condiciones para hacerlo como hombres y no como esclavos. Él es quien nos desvela el sentido pleno del trabajo; por eso podemos comenzar a trabajar de forma plena, como expresión de nuestro amor a Cristo, porque existe este amor que permite trabajar con un sentido y con un significado adecuados a nuestra esencia humana.
SCHOLZ
La segunda pregunta, que hemos elaborado, evidentemente, como síntesis de muchas otras, tiene que ver con el trabajo como recorrido de conocimiento, porque se comprende, se intuye, que el trabajo introduce en el significado de las cosas, en un conocimiento más profundo de uno mismo. ¿Cómo es posible, entonces, vivir bien el aspecto educativo del trabajo, es decir, aprender a trabajar y trabajar aprendiendo?
CARRÓN
Mi respuesta consta de tres puntos sintéticos:
1. Para aprender a trabajar es necesario que estemos dispuestos a hacer “un trabajo dentro del trabajo”. Hace falta, por tanto, una educación que nos permita tener una experiencia distinta del trabajo, más humana, más capaz de realizar la vida y de cumplirla, como hemos señalado antes. Si no es así, el trabajo se convierte en nuestra tumba, en nuestra condena, en el lugar donde uno se ahoga esperando a que se acabe para empezar a vivir en el tiempo libre, como le sucede a la mayoría de la gente.
Para ello, en primer lugar, es necesario reconocer que necesitamos aprender a trabajar; en segundo lugar, hace falta una disponibilidad para aprender, porque no es fácil. No resulta fácil para un adulto aceptar que tiene que aprender lo que ya pensaba saber. Ya lo he contado muchas veces: lo que me ha salvado la vida es haber aceptado aprender lo que ya creía saber.
Aquí empieza un recorrido de conocimiento. En el trabajo, al igual que en la vida, se nos plantea continuamente una pregunta: ¿qué sentido tiene el trabajo? ¿Por qué lo hago? Que es como decir: ¿qué tiene que ver el trabajo conmigo, con mi destino, con mi realización?
2. Para responder a esta pregunta no basta con la conciencia de la necesidad y la disponibilidad para hacer “un trabajo dentro del trabajo”. Hace falta una hipótesis sobre el significado del trabajo capaz de ofrecerme un camino practicable. Sabemos bien que no bastan nuestra buena voluntad ni nuestro esfuerzo. ¡Cuántas veces lo habréis intentado! Estos intentos son nobles, pero tristes, porque no han logrado alcanzar su objetivo. Todos lo hemos intentado mil veces sin resultado. Y aquí nos topamos con la impotencia: tenemos que ser leales con nosotros mismos para reconocerla. Por eso necesitamos encontrar a alguien que nos ofrezca una hipótesis que podamos verificar en la realidad. Como la ha encontrado el universitario cuya carta hemos leído. Parece insignificante, pero en el ejemplo de ese chico están todos los factores que nos ayudan a comprender.
Todos tenemos una razón para trabajar, todos, pues si no, no podríamos hacer nada: la familia, el dinero, el poder, la sociedad, etc. Toda hipótesis, sea cual sea, está sometida a la verificación de la experiencia, de los acontecimientos, de los imprevistos. Lo queramos o no, más allá de nuestras intenciones o del empecinamiento con el que la persigamos, sólo en la realidad se verifica la consistencia de una hipótesis. Lo vemos ahora ante la situación económica: ¿cuantas hipótesis se han revelado verdaderas, es decir, duraderas, capaces de desafiar el tiempo y los imprevistos? El cristiano es bien consciente de ello. Por eso, en la medida en que su fe es un principio de conocimiento y acción, y no sólo un sentimiento o una ética, el cristiano sabe que su consistencia no está en ninguna de ellas. Lo recordaba el mismo Pontífice en el Sínodo: «Debemos cambiar nuestra idea de que la materia, las cosas sólidas, que se tocan, serían la realidad más sólida, más segura. Al final del Sermón de la Montaña, el Señor nos habla de las dos posibilidades de construir la casa de nuestra vida: sobre arena o sobre roca. Sobre arena construye quien construye sólo sobre las cosas visibles y tangibles, sobre el éxito, sobre la carrera, sobre el dinero. Aparentemente, estas son las verdaderas realidades. Pero todo esto un día pasará (me parece que no hace falta irse muy lejos para verlo). Lo vemos ahora en la caída de los grandes bancos: este dinero desaparece, no es nada. Así, todas estas cosas, que parecen la verdadera realidad con la que podemos contar –continúa el Papa–, son realidades de segundo orden. Quien construye su vida sobre estas realidades, sobre la materia, sobre el éxito, sobre todo lo que es apariencia, construye sobre arena. Únicamente la Palabra de Dios es el fundamento de toda la realidad. Es estable como el cielo y más que el cielo, es la realidad. Por eso, debemos cambiar (observad qué tipo de cambio hace falta) nuestro concepto de realismo (es un problema de conocimiento). Realista es quien reconoce en la Palabra de Dios, en esta realidad aparentemente tan débil, el fundamento de todo. Realista es quien construye su vida sobre este fundamento que permanece siempre. Así, estos primeros versículos del Salmo nos invitan a descubrir qué es la realidad y a encontrar de esta manera el fundamento de nuestra vida, cómo construir la vida» (Benedicto XVI, Meditación en la Primera Congregación general, 6 de octubre de 2008).
La demostración histórica de esto es lo que nos decía el Papa sobre el monaquismo, cuando hablaba de su capacidad de reconstruir Europa después de las invasiones bárbaras, cuando todo había caído.
¿Cuál es esta hipótesis que debe buscar un cristiano? La misma en la que pone la esperanza de su vida: Cristo, consistencia de todo y, por tanto, única esperanza que no defrauda. Para nosotros el significado del trabajo es Cristo, esa presencia que invade nuestra vida y la llena de ternura y afecto. Por eso podemos levantarnos cada mañana e ir a trabajar, más allá del resultado, porque estamos llenos de una Presencia que hace distinta la vida y nos permite afrontar todo. Nosotros encontramos en esta Presencia la energía para volver a empezar siempre, incluso desde las cenizas de nuestros errores. Él es el valor de cada acción. Por eso «no existe un instante de inutilidad, un trabajo inútil o menos digno. ¡No existe!», decía don Giussani. «Comprender y vivir esto se llama –en el cristianismo– ofrecimiento. Porque ofrecer una cosa quiere decir reconocer que el valor de esa cosa es el misterio de Cristo».
Para nosotros el trabajo es ofrecimiento, es decir, reconocimiento de que la consistencia de todo es Él, Cristo, y en la medida en que Le pertenecemos, podemos colaborar con Él para dar un rostro más humano al mundo, a cuya transformación colaboramos con nuestro trabajo. Se trata del trabajo hecho desde la memoria de Cristo: lo puede comprender muy bien quien está enamorado. Como dice Guardini: «En la experiencia de un gran amor [...] todo lo que sucede se convierte en un acontecimiento dentro de su ámbito». Todo, incluso el trabajo. En una ocasión me preguntaron cómo era posible vivir la memoria de Cristo en el trabajo, y yo respondí enseguida: «Pero, ¿cómo consigues trabajar sin hacer memoria de Cristo?» (R. Guardini, La esencia del cristianismo, Ed. Cristiandad, Madrid 2003, p. 12).
Aquel que se atreve a verificar esta hipótesis ve brotar –dice don Giussani– un resultado inesperado: «Es el concepto evangélico de “milagro”: el milagro es una humanidad que nunca se habría dado como resultado de un proyecto o una operación. No es la plenitud definitiva [...], pero sí una prenda de ella aquí y ahora. El cristianismo ve en este mundo un adelanto del paraíso; una señal que consiste precisamente en que la humanidad mejora allí donde la hipótesis cristiana se acepta y se realiza» (L. Giussani, El yo, el poder, las obras, Ed. Encuentro, Madrid 2001, p. 87).
Pero hace falta un tercer elemento.
3. Para sostener la tensión del yo hace falta una compañía.
«¿Cómo puede el hombre mantener vivo este “corazón” [este impulso hacia el infinito] frente al cosmos y, sobre todo, frente a la sociedad? ¿Cómo puede mantenerse –preguntaban a don Giussani– en la positividad y el optimismo (porque no se puede obrar sin optimismo)? La respuesta es que el hombre solo no puede, pero sí implicándose con otros, estableciendo una amistad operativa (convivencia, compañía o movimiento), es decir, una asociación más copiosa de energía basada en el reconocimiento mutuo». Me parece que eso es lo que vosotros hacéis en la Compañía de las Obras. «Esta compañía será más consciente cuanto más permanente y estable sea el motivo por el que nace. Una amistad que nazca del interés económico dura lo que dure el juicio acerca de su utilidad. Por el contrario, una compañía, un movimiento que nazca de la intuición de que el objetivo de una empresa excede los términos de la empresa misma y que ésta es un intento de responder a algo mucho más grande, en fin, un movimiento que nazca de la percepción de ese corazón que todos tenemos y que nos define con hombres, establece una “pertenencia”» (ibidem, p. 87).
Por este motivo, «el sentido religioso [este corazón que tenemos en común] crea dentro de la sociedad movimientos, experiencias de unidad entre los hombres que no viven de abstracciones, sino que desean construir, cambiar la sociedad y sus estructuras, para hacerla más acorde con la imagen verdadera del hombre y con la verdadera medida de sus exigencias». Continúa don Giussani: «Esta es la razón por la que nuestro primer deber es construir lugares, ámbitos en los que se cultive la imagen verdadera del hombre. El valor de nuestros grupos, donde quiera que estén, estriba en construir ámbitos en los que el hombre sea tratado tal y como verdaderamente es. Es necesario comprometerse con el otro no conforme a una idea preconcebida, sino de acuerdo a lo que el otro es por su propia naturaleza» (ibidem, p. 53-54).
Una palabra para concluir.
«Comprobar todo cuanto decimos no es algo que debamos dejar para el final de nuestra vida, cuando lleguemos a nuestro destino, sino que nos espera cada día: en una verdad, en un gusto de vivir y en una capacidad de convivir [en una capacidad de comenzar desde el principio] que fuera de este camino no son posibles. El sentido religioso [lo que el Papa identificaba como el movimiento de los monjes, quaerere Deum, como la razón por la que moverse], si se reconoce, si tratamos de vivirlo con humildad, representa el camino de la persona, del yo, del hombre: el camino de todo ser al que una madre da vida con dolor» (ibidem, p.56).
Gracias.
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