El pasado 10 de junio, en el Aula Magna del Seminario Conciliar de Madrid, tuvo lugar la presentación del libro Cartas de fe y amistad. Una correspondencia sacerdotal, que recoge la correspondencia epistolar de don Luigi Giussani con Angelo Majo, desde 1944, poco antes de su ordenación como sacerdote, hasta 1964. Publicamos la intervención de monseñor CÉSAR FRANCO, Obispo auxiliar de Madrid
La lectura de este pequeño libro ha sido un aliciente para mi vida sacerdotal. Estas cartas son como un colofón precioso del Año sacerdotal, en vísperas de su clausura en Roma. Me parece un acierto la publicación de estas cartas y, a la vez, no me extraña que a don Giussani le resultara un tanto atrevido el publicarlas, puesto que está ahí su corazón, y su corazón abierto de par en par, a alguien que, en ese momento, considera casi su único amigo. No cabe duda que, para una persona que ha abierto su corazón totalmente, aceptar que se publicaran estas cartas fue un acto extraordinario de humildad y de generosidad, ya que al final resulta ser un don para toda la Iglesia.
El género literario de la carta le permite abrir su corazón sin reservas y hablar de las cosas más profundas junto a las cosas banales de la vida cotidiana. Don Giussani pasa con naturalidad de hablar de su vivencia sacerdotal a la visita que ha hecho a la madre de don Angelo o al pueblo donde vive su amigo. Se entiende que para don Giussani esa intimidad con alguien con el que se siente unido debe ser algo normal, y esto me ha hecho pensar cuán pocas veces los sacerdotes hablamos entre nosotros verdaderamente en Cristo, y en la cantidad de obstáculos y de muros que tenemos que superar para llegar a hablar realmente de Cristo. En estas cartas se refleja un alma vibrante, que no puede contener lo que bulle en su corazón, y que lo da y habla de ello con toda espontaneidad.
Hacia la ordenación. Las referencias al sacerdocio tienen dos motivaciones fundamentales. La primera, decir lo que él vive, presentar cómo vive don Giussani su llamada al sacerdocio; y la otra, ayudar a su amigo a serlo. De hecho, una vez que Angelo Majo se ordena sacerdote, las cartas se hacen menos frecuentes. Una vez que se ha ordenado sacerdote, siguen unidos por la misma pasión, pero van disminuyendo esos apuntes o esas sugerencias e indicaciones que don Giussani le hace sobre el sacerdocio de cara a la ordenación. Lo que es una cosa bellísima es cómo vive que su amigo Angelo es más amigo suyo en la medida en que pertenece a Cristo. Eso es precioso. De hecho, cuando le escribe para su tonsura, expresa su amor apasionado a Cristo y escribe: «¡Cómo me gustaría besar el primer signo oficial de tu amor a Cristo!». La tonsura que se hacía entonces se besaba. Yo fui uno de los últimos en recibir ese signo de consagración total a Cristo. Los tonsurados se ponían delante, inclinaban la cabeza, y todos los seminaristas íbamos y le dábamos un beso en la tonsura. En un siguiente paso, el subdiaconado, ya se hacía la promesa del celibato. Escribe Giussani: «a partir de ahora tendré más veneración por ti, me infundirás mayor respeto… pero también un vínculo de afecto inmensamente superior al de antes. Él, mi amor, ha comenzado a tomarte también a ti…». Es claro que en Cristo se unen más intensamente.
En un pasaje sucesivo, don Giussani dice cómo ese amor de amistad que tienen, al ser en Cristo, es un amor mucho más intenso, mucho más fuerte. También le recordará cuando el sacerdote reza esa oración tan bella, antes de la comunión «et a Te numquam separari permittas» («…y no permitas nunca que me separe de Ti»). Giussani pide para que Angelo nunca se aparte de Cristo, para que Él sea su pasión y no ceda a otras fascinaciones exteriores que le aparten del Señor.
Amor a cristo. Algunas notas sobre este amor a Cristo de don Giussani. Es un amor claramente apasionado, exclusivo, no excluyente. Don Giussani sabe que sólo puede ser para Cristo, que abarca todo su ser y que, en Él, puede amar o tener otros amores. Es un amor tierno y sensible. Don Giussani llora cuando piensa en los que se pierden, o en los que se condenan, o en los que no son felices en este mundo. Llora recordando las palabras de san Juan: «a vosotros os llamo amigos y no siervos». Por la noche, tiene unos detalles preciosos, de una delicadeza extrema, cuando dice que al acostarse lanza besos al Sagrario porque es donde está la Eucaristía que él recibirá al día siguiente. Luego, añade: «pero ahora prefiero lanzarlos al cielo de dónde nos viene el Señor». En un momento dado, cita al poeta Jacopone da Todi, cuando habla de la castidad como el sustento del amor: «oh flor de la castidad que sola sostiene el amor». Dice cómo el amor, para ser verdadero, tiene que ser casto. Al hablar de sí, de cara al sacerdocio, lo presenta como una necesidad de ser uno e idéntico con Cristo. Julián Carrón en el prólogo a estas cartas hace una comparación muy exacta de cómo, en el fondo, es la presentación de la Teología clásica sobre el sacerdote que actúa “in persona Christi”. El sacramento nos hace uno con Cristo, de forma que todo, «hasta lo divino, es mío», llega a decir Giussani en un texto precioso. Por tanto, lo que él vive como llamada de la amistad y del sacerdocio es a convertirse en algo idéntico a Cristo. El ser idéntico a Él es casi obsesivo en las cartas 4, 8, 9 y 13, y parte de este concepto de la amistad: «la aspiración de la amistad es la unión, es la de identificarse y llegar a ser una sola cosa, llegar a ser la misma persona, tener la misma fisonomía del Amigo». Tener su misma fisonomía forma parte de la concepción clásica del alter Christus que, desgraciadamente, se perdió después del Concilio Vaticano II, y se está recuperando ahora. Esta vibración de ser uno con Él mueve a don Giussani: «ser idéntico a Él. Es preciso ser uno lo más posible, ser idénticos, unidos y asimilados el uno al otro, ligados el uno al otro, como la luz lo está a los perfiles de las cosas». ¡Preciosa imagen poética!
Un amigo exigente. En la carta 9, viene a incidir en esta fuente de espiritualidad sacerdotal. No se puede ser amigos y no ser iguales, sinidentificarse con Cristo. Además, hay unas cartas tan breves, tan concisas, que son como perlas. ¡Qué habría en el corazón de este hombre que se abría un poco y, de repente, como por una ventana, nos entra esa luz preciosa! En la carta 13, escribe: «Queridísimo amigo y hermano, el sentimiento fundamental y decisivo, que debemos mantener vigilante y despierto, renovado con frescura con la luz de cada mañana, es tender hacia Jesús, aspirar a Él por encima de todas las cosas y más allá de cualquier cosa, evitando cualquier otra fascinación que nos venga de fuera». En esto se ve que es un amigo exigente, que su concepto de la amistad es muy profundo. En pocos autores he leído yo cosas parecidas sobre la amistad. Estas cartas son una llamada exigente a ser uno y a ser amigos en Cristo. Cuando corrige a su amigo Angelo es delicadísimo. En la carta número 8, le dice suavemente: «perdóname, pero me parece que, desde hace algún tiempo, quizá desde que Dios te puso a prueba tan duramente, vayas ganando en bondad. Ciertos detalles, quizás algo egoístas, que creía haber visto en ti hace tres años, en esos pocos días de final de primero de bachillerato y durante el segundo curso, han desaparecido en una cálida, profunda y tenaz disposición de delicadeza y de bondad, que va configurando cada vez más tus relaciones con los demás». ¡Qué hermoso! ¡Cómo sabe poner el aceite bien puesto allí donde, a lo mejor, en algún momento, le dijo más claramente cuáles eran los defectos que él percibía!
La plenitud del amor. Naturalmente, ante todo esto, aparece claramente que el amor de Cristo le domina, y le domina de una manera que no es ni vana ni romántica. Lo dijo magistralmente el entonces cardenal Ratzinger en las exequias de don Giussani: «esta historia de amor, que fue toda su vida, estaba lejos de todo entusiasmo ligero, de todo romanticismo vano». Su amor por Cristo era amor a Cristo crucificado, como bien se ve en los pasajes sobre el dolor, cuando una enfermedad le mantuvo en el dique seco durante unos meses. En ese momento, don Giussani se refiere al apostolado como a un ardor externo si falta el amor a Él. Comprende que no se trata tanto de esfuerzos y actividades, sino de amar a Cristo, y de amarlo plenamente. Días antes de ordenarse, habla de la cruz; días antes de celebrar su primera Misa, piensa en qué le pide Cristo, o en qué le pide él a Cristo, y dice: «mantenerme en la cruz con Él, el orgullo de identificarme con Él, el ser más crucificado para no ser un engañador de los hombres». En esa ocasión, dice una frase que no me resisto a leer: «lo único que da felicidad a los hombres es la cruz, nuestra cruz y sólo ella». Naturalmente, no está entendiendo que los hombres son felices con la cruz, sino que lo que le da a los hombres la verdadera felicidad es aceptar la cruz para experimentar Su resurrección, cada vez más crucificado, porque «no quiero ser otro trompeur, como dice Balzac, de mis pobres hermanos los hombres. Y lo sería cada vez que renunciase a toda intensidad de sacrificio y de cruz. Yo no quiero vivir inútilmente. Es mi obsesión. Y, además, entre dos amigos profundos, ¿qué se desea?». Esta espiritualidad, desgraciadamente, ha desaparecido en muchos niveles de la Iglesia y del clero.
Pensando en la salvación de los hombres, con mucha sencillez escribe al amigo: «no digamos jamás no, por amor a Jesús». ¡Cuántas veces nosotros decimos “no” a Dios, al obispo, al compañero, al vecino…
El cardenal Ratzinger, en su homilía de las exequias, dijo: «don Giussani realmente no buscaba para sí la vida, sino que dio su vida; precisamente de este modo encontró la vida, no para sí, sino también para muchos otros». Le anima a aspirar a los rasgos vivos del amigo, a tener los mismos rasgos, y le anima a vivir el sacerdocio en su sustancia, que es salvar almas, y añade: «como Jesús muriendo».
Termino con una alusión a la tristeza de que cualquier otro amor pudiera cruzarse en el camino emprendido. «Qué inmensa tristeza invade nuestro corazón cuando nos damos cuenta que cosas efímeras son capaces de atraernos más que Él, porque tenemos que luchar contra una fascinación que trata de oponerse a la suya». Es la tentación de todo cristiano y, por supuesto, del sacerdote, que no somos mejores que los demás, y expresa una súplica: que Angelo, su amigo, y él mismo se mantuvieran siempre en la fidelidad a Cristo. Creo que es lo que todos debemos pedir en esta clausura del Año sacerdotal.
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