La espera. La puertecilla que se abre. El encuentro. Pero algo distinto queda impreso en el corazón de un periodista a la caza de una entrevista. Nos lo cuenta así
Era un día de verano de 1994. Lo recuerdo como si fuese hoy. Me había propuesto entrevistar a Madre Teresa, que se hallaba en Roma durante aquellos días. Era inútil pasar por los canales oficiales: siempre había algo más urgente en la agenda de aquella pequeña gran monja albanesa que una entrevista. Así que elegí la vía informal, como me había sugerido un amigo voluntario que prestaba su servicio en la casa de las hermanas en la plaza del antiguo Santo Oficio, a la sombra de la cúpula de San Pedro.
Me situé delante de la puertecilla, junto a muchas personas que buscaban consuelo físico o moral. La puertecilla se abría de vez en cuando y se dejaba entrar a alguien. Cuando me tocó a mí, me pareció entrar de repente en otro mundo. Pequeños ambientes llenos de gente y muy luminosos. Un hormiguero de hermanas que iban y venían con sus saris blancos y azules. Pregunté por Madre Teresa, y me dijeron que esperara en una esquina.
La espera fue una gran lección de vida. En aquellas estancias había una intensidad tal de dedicación a las necesidades de las personas, que hacía absolutamente físico y concreto lo que había sido una idea: era el amor hecho experiencia. Sólo una agitación un poco por encima de lo normal anunció la llegada de Madre Teresa.
La vi bajar por una escalera, todavía ágil por lo increíblemente pequeña que era, con esa espalda doblada por una vida trascurrida sin echarse atrás. Se acercó a mí. Me preguntó algunas cosas sobre mí. Respondió de forma dulce y absolutamente sintética a las preguntas que había preparado. Luego fue absorbida por las personas que, a su alrededor, esperaban una mirada o una palabra suya.
No recuerdo lo que me dijo, sino cómo me lo dijo. Tengo todavía impresa en los ojos su forma de ser, tan visiblemente alegre y ligera a pesar de la mole de problemas y dramas personales que, incluso físicamente, había a su alrededor. Me invitó a seguirla. Parecía casi que caminaba sin apoyar los pies en la tierra. Era claro como el sol que actuaba fiándose totalmente de Otro. Por eso daba la sensación de ser tan ligera: porque nada podía asustarla.
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