La crisis con Israel. El tira y afloja de Europa. El asesinato de monseñor Padovese. Mientras la retórica islámica parece reforzarse, viajamos entre las múltiples almas de un país que, desde siempre, ha sido un puente entre culturas distintas. Y que ahora se encuentra ante una encrucijada
Un nuevo sujeto ha nacido en el tablero internacional: Turquía. Su posición geográfica, que hace del país una encrucijada entre Oriente Medio, el Cáucaso, la cuenca mediterránea y Europa, ha favorecido desde siempre el papel político turco en el escenario internacional. Pero esta vez, Turquía quiere jugar este papel como un sujeto autónomo, seguro de poder encontrar nuevas orillas más allá de Europa. Por este motivo mira en todas las direcciones. Sobre todo hacia el Sur: Ankara ha obtenido el estatus de observador en la Unión africana y en la Liga árabe, participa de forma muy activa en la Organización de la conferencia islámica (guiada por un turco), discute con algunos Estados de Oriente Medio la construcción de una zona de libre intercambio siguiendo el modelo europeo, y trata de desbancar a Egipto y Arabia Saudita como nueva guía del mundo sunnita.
Del brazo de los rusos. Pero también mira hacia el Norte: Ankara va del brazo de los rusos, que han prometido su ayuda para la construcción de cuatro reactores nucleares, para la financiación del oleoducto Samsun-Ceyhan, que llevará petróleo desde Rusia hasta el Mediterráneo, y para la construcción del gasoducto Blue Stream en el Mar Negro. Además, mira hacia el Este, apuntando a los mercados del área turcófona de Asia central, dando el primer paso de reconciliación, un paso verdaderamente histórico, con Armenia, y tratando de buscarse un papel como pacificador con Irán. El gobierno turco se ha mostrado solidario con Teherán, firmando el 17 de mayo, junto a Brasil, un acuerdo en materia nuclear que reconoce a Irán el derecho de enriquecer uranio con fines pacíficos. Pero este dinamismo habría pasado desapercibido si no fuese por la tragedia consumada cerca de Gaza.
Un largo camino. El ataque israelí del pasado 31 de mayo contra la flotilla Freedom ha abierto una grave crisis entre Turquía e Israel, destinada a cambiar de forma drástica los equilibrios regionales para los próximos años.
¿Es lícito, por tanto, hablar de un viraje turco hacia Europa para erigirse como campeón de una «nueva retórica pan-islámica, populista y con veleidades neo-otomanas», como algunos pretenden? No lo creo. En su difícil y largo camino para satisfacer los parámetros requeridos por la Unión Europea –y por tanto para entrar en Europa–, el partido en el gobierno AKP ha aprobado una reforma de la Constitución que intenta ampliar los espacios democráticos, sometiendo a los mandos militares al juicio de los tribunales civiles y cambiando los procedimientos de nombramiento de los jueces constitucionales. El texto debería someterse a referéndum el 12 de septiembre, en el trigésimo aniversario del golpe militar de 1980, pero existe el riesgo de que la Corte constitucional declare nula la reforma antes de esa fecha.
El futuro, en los cielos. Además, muchos turcos no ven contraste alguno entre la apertura de Turquía a Occidente y el renovado interés por el mundo árabe-islámico. Uno de ellos es Kenan Gürsoy, antiguo rector de la Facultad de Letras de la Universidad Galatasaray de Estambul y actual embajador ante la Santa Sede. Sobre su escritorio destaca un cuadro que representa al “Padre de la nación” Mustafá Kemal Atatürk, con los ojos levantados hacia el cielo, casi arrebatado en una visión mística. «Estaba mirando un avión», dice Gürsoy interpretando mis pensamientos. Luego, añade: «Atatürk decía que nuestro futuro estaba en los cielos. Parafraseando sus palabras, hay que decir que nuestro futuro está en Europa. En los últimos años Turquía se ha encaminado hacia una economía más liberalizada, que deja espacio a la iniciativa privada y a los intercambios comerciales con el área mediterránea. Ha tratado de sacar el máximo partido a su posición geoestratégica para convertirse en encrucijada obligada de las rutas energéticas que conectan los países productores de petróleo y de gas con los consumidores europeos». «Pero Turquía no puede reducirse al papel de puente», añade Gürsoy señalando el majestuoso puente Bog?aziçi, que une las orillas europea y asiática de Estambul.
«A lo largo de su historia, Turquía no se ha limitado nunca a una identidad definida. Nosotros somos la síntesis de culturas distintas. Es verdad que la mayoría de nuestro pueblo es musulmana, porque los turcos reconocieron en el islam una apertura a otras culturas. Pero, como herederos de esta apertura, no podemos tener una identidad definida, sino una personalidad en desarrollo y en relación a un proyecto. No necesitamos una islamización, ni mucho menos un laicismo autoritario que impida al pueblo vivir su cultura pluralista. Vivimos un desgarro con nuestra cultura. Hace falta tiempo para que cicatrice, para reconciliarnos con nuestro pasado». Pero no es tan sencillo. La dificultad para descifrar Turquía se percibe paseando por las calles de Estambul, en donde conviven las dos almas del país –occidental y oriental– como elementos de la misma cultura e historia. Aunque es verdad que se han producido notables progresos en los últimos años en frentes como los derechos humanos, la libertad de expresión, la reforma de la justicia y las minorías étnicas, no puede decirse lo mismo del tema de las minorías religiosas. Es más, el trágico asesinato de monseñor Luigi Padovese hace pensar en una expansión de los sentimientos fundamentalistas y xenófobos (los cristianos son considerados por muchos turcos como minorías étnicas “extranjeras”, aunque se trate de ciudadanos turcos) en ambientes considerados hasta ahora ajenos a esta deriva. A finales del año 2009, una entrevista de la CBS a Bartolomé I, patriarca ecuménico de Constantinopla, en la que éste lamentaba el hecho de que los greco-ortodoxos «son tratados como ciudadanos de segunda categoría», suscitó protestas oficiales. En defensa de Bartolomé I intervino Mehmet Ali Birand en las páginas del periódico Hürriyet, de forma poco usual. «Durante muchos años», escribió el periodista, «Turquía ha vivido de la teoría de la conspiración. El Patriarcado ha sido considerado como una institución que se entromete con planes de partición de Turquía para que Grecia pueda invadir nuevamente el país (¡sic!). La gente piensa que, una vez aceptada la presencia ecuménica del Patriarca, los cristianos crearían en Turquía un nuevo Vaticano. Esta absurda teoría ha sido sostenida por el Estado, por los militares y por algunos nacionalistas».
Birand critica además la fallida reapertura del seminario ortodoxo, cerrado desde hace 40 años, con distintos pretextos. «A pesar del Tratado de Lausana y a pesar de que existe un derecho de minoría, hemos ignorado nuestra firma». El seminario se ha convertido de este modo, afirma Birand, en «un rehén» para forzar a Grecia a aceptar la elección de los muftí en Tracia occidental. Birand define este chantaje como «nuestra vergüenza, una gran injusticia, un gran despotismo», una presión «contra uno de nosotros, contra nuestros propios ciudadanos». «Si no comprendemos las demás religiones, ¿cómo podemos esperar que Europa comprenda el islam?».
Sin rebajas. El gobierno de Erdogan tiene el deber de dar una respuesta concreta a esta pregunta, en estos tiempos de revisión radical de la política turca. De no ser así, Turquía perderá credibilidad inmediatamente entre sus futuros socios. Usando las palabras de monseñor Ruggero Franceschini, obispo de Esmirna, en una entrevista concedida a la revista Oasis, «el ingreso de Turquía en la Unión Europea, que nosotros deseamos, debe hacerse sin ninguna rebaja jurídica. Estamos preocupados porque, si no se respetan minuciosamente las reglas de ingreso de Turquía en Europa, la misma Europa sufrirá daños gravísimos en el aspecto de la convivencia y del respeto religioso recíproco».
EL CRISTIANISMO ESTÁ DESAPARECIENDO DE SU CUNA
Dos eventos dramáticos han provocado la extinción casi total del cristianismo en Asia Menor (más o menos los actuales territorios turcos), en donde representaba, hasta hace un siglo, una quinta parte de la población. El primero es el genocidio armenio decidido en los despachos del gobierno otomano de los Jóvenes Turcos (más masones que fervientes musulmanes): un millón y medio de muertos. El segundo es el intercambio de población entre Grecia y Turquía (1.344.000 ortodoxos reconducidos a Grecia contra 464.000 musulmanes enviados a Turquía), sancionado por el Tratado de Lausana de 1923. Los cristianos que viven hoy en Turquía constituyen sólo el 0,15% de una población cercana a los 76 millones. Son alrededor de 130.000, en gran parte ortodoxos: 80.000 armenios (presentes casi exclusivamente en Estambul), 10.000 de rito siríaco (residentes en Estambul y Esmirna, pero procedentes del sudeste del país), 10.000 de rito árabe (fundamentalmente en el sur, dependientes del patriarcado greco-ortodoxo de Antioquía, con sede en Damasco) y 3.000 de rito griego (cuya guía es el patriarca Bartolomé I, residente en Estambul, Primus inter pares entre los jefes de las Iglesias ortodoxas). Los católicos son alrededor de 30.000: 20.000 de rito latino, divididos en tres diócesis (Estambul, Esmirna y Anatolia), 2.000 armenios católicos (en su mayoría prófugos de Irán), un millar de siro-católicos y otros tantos caldeos. También se hallan presentes algunos miles de protestantes.
(C.E.)
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