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Huellas N.7, Julio/Agosto 2010

PRIMER PLANO / Ulises

Esa ansia de infinito

Carmine di Martino

La ternura hacia el hijo, la piedad por el padre, el amor a Penélope. Nada puede aplacar el “anhelo” que obliga a Ulises a partir. Una exposición en Rímini interpreta su “vuelo loco”, que nos interpela desde su primera línea y que inspiró a don Giussani. Porque la razón se caracteriza por una «tensión por conocer, por ir más allá»

«Ni la dulzura del afecto a mi hijo, ni la piedad por mi anciano padre, ni el amor que debía hacer feliz a Penélope pudieron vencer en mí el ansia que sentía de conocer bien el mundo y los vicios y el valor humanos, por lo cual me lancé por el ancho mar abierto» (Infierno, Canto 26, 94-100). Nada puede distraer a Ulises: ni la ternura hacia el hijo que abandona, ni la piedad por su anciano padre, ni el amor a Penélope, que le espera fielmente, durante veinte años. Un “ansia” radical e implacable, un deseo ardiente por conocer «los vicios y el valor humanos», por «conocer bien el mundo», un “anhelo” –como lo llama Cesare Pavese»– de penetrar en la profundidad última de las cosas, su origen y destino, lo “obliga” a emprender ese último e imposible viaje que le llevará al naufragio y a la muerte. Es la figura del Ulises que nace de la pluma de Dante. Una figura que trasciende en muchos sentidos al héroe griego.
Dante recrea el personaje, cambiando el final de la aventura: «Cuando me separé de Circe…». Dando la palabra a Ulises, el poeta toma el punto de partida de un pasaje del XIV libro de las Metamorfosis donde Ovidio afirma que, al dejar a Circe, Ulises y sus compañeros inician su viaje con «una navegación incierta, por un largo camino con los peligros de la furia del mar». ¿Hacia dónde? Aquí, el genio de Dante, retomando la narración en el punto en que Ovidio la había dejado, obra la transformación: su Ulises no se marcha de Circe para regresar a casa, sino para ir más allá, al otro lado de las columnas que señalan los confines del Mare Nostrum, de lo conocido, de lo que la razón humana puede aferrar, hacia el océano desconocido del significado total, por el que su alma arde con un “ansia” que nada puede saciar: «Me lancé por el ancho mar abierto, solo, con una barca y los pocos compañeros que no me abandonaron nunca».

Más allá de las columnas. «Viejos y cansados», después de haber visto el mundo, luchado y conocido todo lo que podían ver y conocer, Ulises y sus compañeros llegan ante las columnas de Hércules, símbolode los límites que establecen la existencia, la sabiduría y la capacidad de penetración del hombre. Aquí radica el drama. Todo indica que hay que pararse delante de «aquella estrecha hoz donde Hércules plantó sus señales para que el hombre no pudiera pasar más allá». Pero Ulises no se retira, no arrincona el ansia que le mueve, no acalla el deseo de conocer que le constituye, permanece fiel al anhelo que le ha movido y pide a sus compañeros esta misma lealtad: «Pensad en vuestra naturaleza. No fuisteis hechos para vivir como los brutos, sino para alcanzar virtud y conocimiento». Aun siendo consciente del peligro mortal a que se enfrenta, desoye a la pretendida prudencia de los sabios y sigue adelante, decide emprender un «vuelo loco», traspasando esos límites en compañía de los suyos. Cinco meses después de atravesar el estrecho de Gibraltar, los navegantes tienen por un momento la sensación de haber alcanzado la meta: vislumbran «un monte, oscuro por la distancia» (luego, nos dirá el poeta que eso es el paraíso terrestre), pero su alegría se torna repentino llanto: un impetuoso huracán les envuelve y el mar se cierne sobre ellos, «como Aquél [el Misterio] quiso».
Se ha discutido mucho sobre esta interpretación de Dante y el tratamiento que da a este personaje, y algunos aspectos siguen siendo muy controvertidos.
Por una parte, están aquellos que consideran que Ulises es el modelo ideal de la naturaleza y de la estatura humana. «Este canto habla de la composición de la sangre humana, que contiene la sal del océano», escribe Osip Mandel’stam (1891-1938) en su conocido libro Conversazione su Dante. Es «un impulso innato en el hombre», observa Mario Fubini, el que lleva a Ulises «a afrontar las más duras y arriesgadas empresas» (Enciclopedia dantesca), a intentar cruzar el océano misterioso e infinito del significado. A través de “su” Ulises, Dante realizaría, por tanto, una sincera exaltación del deseo, una valoración incondicional de la aspiración de la razón, de la voluntad de conocer, y establecería en la fidelidad a ésta la frontera entre lo humano y lo inhumano.
Por otra parte, están aquellos que ven en Ulises la encarnación de la soberbia del hombre, que Dante condena explícitamente enfrentándole a la tentación: como un nuevo Lucifer, como un nuevo Adán, deseando más de lo debido, Ulises habría franqueado el límite establecido, habría osado parecerse a Dios, por lo que recibiría el castigo merecido. Los reproches le llegan a Ulises por parte de Petrarca, inmediatamente después de la Comedia: «Deseó ver demasiado del mundo» (El triunfo de la fama), y también de Boccaccio: «Por querer ver traspasó el límite» (Amorosa visión). Revelan una posición que –en una perspectiva tanto católica como laica– es transversal a toda la cultura actual y hace sospechar de esa desmedida aspiración del corazón, excesiva: el deseo de conocerlo todo es algo de lo que uno debe defenderse, con mayor razón si, como hombre religioso, quiere dejar espacio a Dios.
A menudo a la primera interpretación se asocia otra consideración: en el «vuelo loco» de Ulises no habría locura alguna, ni exceso, ni culpa, sino más bien la representación del alcance y de la nobleza del impulso humano y de su imposible realización. El nefasto epílogo de la historia podría atribuirse –como sostiene, por ejemplo, Benedetto Croce– a la doble identidad de Dante, al mismo tiempo teólogo y poeta: lo que al hombre exalta, el cristiano lo condena. El castigo “divino” con que concluye el viaje es, por tanto, un acto obligado, realizado por el Dante teólogo, fiel a las enseñanzas de la doctrina cristiana, que debe castigar la decisión de Ulises, hundiendo al héroe en el fondo del océano, habiéndolo situado ya, por otro motivo, en el infierno (no por el viaje, sino por el engaño). En el canto, los dos elementos se enfrentarán entre sí, sin llegar a armonizarse.
En la segunda interpretación, sobre todo en una lectura “religiosamente” caracterizada, se tiende por el contrario a condenar el deseo original (de ahí a la condena de lo humano hay sólo un paso). Ulises sería víctima de la arrogancia intelectual, su ansia por conocer crecería hasta convertirse en orgullo y desprecio hacia cualquier límite, y el castigo divino, el naufragio, sería, por tanto, la justa consecuencia de una insensata ansia. La culpa de Ulises, similar a la de Adán, es la de quien, por exceso de deseo, impone su voluntad al designio divino y no acepta la prohibición (la misma que Dios marcó a nuestros progenitores). Desde este punto de vista, Ulises no sólo se equivoca al atreverse a ir más allá, sino ya antes, al desear ir más allá, es decir, al desear conocer el misterio, el significado de todo. El castigo con que termina su viaje tiene que ver, por tanto, con el deseo: el culpable es el propio deseo, la locura está en su atrevimiento y desmesura. En esta línea, es necesario interpretar las «breves palabras» no como una declaración sobre la naturaleza del hombre («no fuisteis hechos para vivir como los brutos…»), sino como una mentira, en clave de engaño.
Va implícito en las dos lecturas aquí apuntadas que lo que una ilumina la otra tiende a esconderlo, y viceversa.
Hay una tercera vía. En el canto de Ulises conviven, con una tensión dramática y realista, una valoración nítida del deseo a la altura del hombre, y la denuncia de la tentación en la que el hombre siempre cae a lo largo de la historia: la de pretender identificar el absoluto con una imagen suya, estableciendo él el camino para llegar. Dante no resuelve esta tensión, no cede a contraposiciones moralistas, y aquí radica el encanto de “su” Ulises, en el que –a pesar de cualquier condena– todos nos podemos reconocer en esa sed de totalidad, en ese ímpetu irrefrenable por conocerlo todo. Todos sentimos que es verdad que no estamos hechos «para vivir como los brutos, sino para alcanzar virtud y conocimiento». En la conciencia de Dante coexisten, sin excluirse entre sí, el reconocimiento de los límites de la razón humana y su estructural e irreductible aspiración a conocer el misterio.
Por tanto, entre las posibles interpretaciones, ampliamente difundidas, no resulta convincente la posición de quien interpreta las «breves palabras» como una mentira e identifica sin más las columnas de Hércules con la prohibición del Dios bíblico («No comerás del fruto del árbol»), que lee el Ulises dantesco como una figura negativa, un héroe pagano o prometeico-renacentista, la síntesis de la soberbia humana, contraria al hombre auténticamente “cristiano” que Dante quería mostrar a sus contemporáneos.

Una imagen poderosa. De hecho, mientras castiga la “loca” pretensión de aferrar el misterioso más allá, Dante no arrastra al castigo ni la “locura” ni el deseo, como tampoco –aunque pueda parecer excesivo– la decisión de ir más allá para penetrar en lo desconocido. Hércules, con “sus señales”, simboliza al hombre sabio que conoce el límite que la existencia impone al humano deseo de conocer el significado de todo, e invita al hombre a redimensionar este deseo, a ponerlo en su lugar. Aceptar el límite es el consejo de la sabiduría pagana y mundana, pero Dante sustrae a su Ulises de esta medida y lo convierte así en el símbolo de la estatura humana. No es un loco el hombre que toma en serio su vocación por comprender el sentido del mundo: si Ulises emprende su viaje, está loco con una locura más sana que la salud, que desafía a una pretendida sabiduría y a su medida. Sin embargo, hay otra locura que resulta fatal: la que atañe a cómo hacer ese viaje, a los medios que Ulises utiliza para tratar de alcanzar el infinito. Es aquí donde cae en la tentación, donde peca de orgullo. La barca de la razón, con todos sus argumentos, es demasiado pequeña para llegar a buen puerto por sí sola. Sus fuerzas no bastan para dirigir una travesía así. La locura no es haber emprendido el viaje, sino pretender “medir” el infinito con los mismos medios con que se mide lo finito.
Lo que observa con agudeza don Giussani: «Pero él, Ulises, precisamente a causa de la altura con que había recorrido el Mare Nostrum, al llegar a las columnas de Hércules sintió que aquello no era el fin, que más bien era como si su verdadera naturaleza se desplegara a partir de aquel momento. Y entonces quebrantó la sabiduría y se marchó. No se equivocó porque fuera más allá: ir más allá estaba en su naturaleza humana, pues, al decidirlo, es cuando se sintió verdaderamente hombre (…). La realidad, en su impacto con el corazón humano, produce la misma dinámica que las columnas de Hércules produjeron en el corazón de Ulises y de sus compañeros, con los rostros tensos por el deseo de alcanzar otra cosa distinta. Para aquellos rostros ansiosos y aquellos corazones llenos de pasión, las columnas de Hércules no representaban un límite, sino una invitación, un signo, algo que invitaba a ir más allá de sí mismo. Ulises y sus compañeros de navegación en la Odisea no se equivocaron por ir más allá» (El sentido religioso, pp. 193-194). «Ulises y sus compañeros fueron unos locos, no porque traspasaran las columnas de Hércules, sino porque pretendieron identificar el significado, es decir, atravesar el océano, con los mismos medios con que navegaban por las costas “mensurables” del Mare Nostrum» (p. 201).
El deseo de ir más allá, que la realidad entera despierta mostrándose como un signo que remite a otra cosa distinta, define la dinámica de la razón, es su fuerza motriz. El Ulises dantesco es su imagen insuperable y poderosa, síntesis y realización de la conciencia de la grandeza humana, del sentido del yo y de la estima de la razón, propia de la civilización griega. Aquí, podríamos decir, emerge la extraordinaria modernidad de Dante, en esta inaudita valoración suya, en esta simpatía audaz hacia el deseo del hombre de conocerlo todo, que no se aniquila al constatar la tentación y los errores en los que el hombre incurre, inevitablemente, a lo largo de su historia. Para Dante, este deseo no se opone a Dios, sino que es camino mismo hacia Dios. Es más, Dios se “muestra” en la profundidad original e infinita de ese deseo. El “ansia” que mueve a Ulises desvela la estatura del hombre, su impulso más verdadero. Es el mismo deseo de conocer el sentido último de la realidad, lo divino, que mueve a Dante y le permite concebir la Divina Comedia. Dante es “Ulises”, comparte con su héroe el mismo ardor, pero su “vuelo” no es irracional, porque no se vale de “remos” sino de “alas”, es decir, de la presencia misma de Cristo, lo divino encarnado.

Frente a la sed. Dante, como cristiano, no encuentra motivos para tomar distancia del deseo de Ulises, más bien lo exalta y lo convierte en una imagen poderosa. Esto no se puede atribuir a su doble papel de poeta magnánimo y cristiano ortodoxo. Se trata de una cuestión digna de atención: la figura de Ulises no se contradice con el cristianismo de Dante. Hay que ver las cosas de otro modo. Dante pudo crear un personaje como el de Ulises no a pesar de ser cristiano sino porque era cristiano, y esto es lo que permite al poeta tener esa confianza en el corazón del hombre. La simpatía por el deseo de conocer que mueve a Ulises no es una equivocación, no se sale de los cánones del credo religioso. Al contrario, una afirmación rotunda del deseo humano sólo es posible desde la experiencia de que existe la respuesta a nuestro deseo. Se trata, de hecho, de una respuesta que, precisamente porque sacia la sed, la desvela con toda su fuerza, permite mirarla sin miedo ni censura.
Dante celebra así el “inconveniente” que tiene el cristianismo: necesita de los hombres, es decir, de la inquietud y la aspiración de Ulises, de su ansia insaciable. El precio que hay que pagar por calificar ese deseo de excesivo y desmedido es convertir al cristianismo en una respuesta a una pregunta que no se plantea, a algo superfluo o absurdo. La Gracia y Ulises no se excluyen recíprocamente: la primera exalta y exige la humanidad del segundo, adoptando la forma de un cumplimiento imprevisible aunque esperado.


LOS DEMÁS LIBROS
Novelas, ensayos, poesía, relatos, biografías... Entre los muchos libros que se presentarán en el Meeting, señalamos algunos. I dieci comandamenti (Los diez mandamientos), del padre Aldo Trento (que inaugura con este volumen la colección “Los libros de Tempi” y que estará a la venta en el stand de Tempi): a través de sus catequesis al pueblo de Paraguay, donde es misionero, el padre Aldo nos invita a superar la fractura entre la fe y la vida. John Waters presentará Soggetti smarriti (Sujetos perdidos), donde analiza el camino que ha llevado a nuestra sociedad al nihilismo. Y Hermann. La santità tra il dolore e le stelle (Hermann. La santidad entre el dolor y las estrellas), de Davide Rondoni: la historia de Hermann “el lisiado”, monje y santo del siglo XI, que dentro de su condición vio florecer su humanidad, mostrando que “el dolor no significa infelicidad”.

LAS DEMÁS EXPOSICIONES
Ocho exposiciones con el mismo leitmotiv: el deseo del corazón. Desde la melancolía de la samba a las fórmulas matemáticas. De las vicisitudes de la escritora americana Flannery O’ Connor al significado del trabajo en tiempos de crisis. Y además: la estatura humana según el Ulises de Dante, el Pórtico de la Gloria de la catedral de Santiago de Compostela, la vida de Stefano de Hungría, santo y apóstol de la nación, la reconstrucción fotográfica de las movilizaciones obreras de Danzica, que en 1980 llevaron a la creación de Solidarnosc. ¿De dónde nace todo esto? “Queremos mostrar lo que sucede cuando nos tomamos en serio nuestras preguntas”, explica Alessandra Vitez, responsable de las exposiciones.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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