Libro recomendado
Luigi Giussani
Cartas de fe y de amistad.
Una correspondencia sacerdotal
Ed. Encuentro 2010
pp. 128 – 15,00 €
El libro que nos ocupa posee unas características que lo hacen único dentro de la producción de don Giussani. En realidad no se trata de un libro, no en vano estamos ante una recopilación de cartas, ni siquiera se trata de una recopilación querida por don Giussani: la primera edición italiana de este libro (1997) tenía al mismo don Angelo Majo, deán de la catedral de Milán, como editor. Fue él mismo el que quiso ordenar este testimonio de fe y de amistad en forma epistolar y ofrecérselo a don Giussani con ocasión de su 75º cumpleaños. Sabemos que éste se mostró un tanto reacio al principio a que aquella correspondencia saliera a la luz, y sólo aceptó por la insistencia que algunos le hicieron sobre el valor de la misma.
Pero no es sólo el género literario lo que hace de esta obra un documento excepcional. De las 59 cartas que publicamos, 50 están fechadas antes de 1954, el año en el que don Giussani deja la enseñanza superior de la Teología en Venegono y entra en un Liceo de Milán para dar clases de religión. Estamos, por tanto, ante el testimonio de unos años bastante desconocidos de la vida del autor. Sin embargo, son años decisivos para la maduración de la persona de don Giussani, años en los que se van tomando cuerpo las intuiciones decisivas de su vida, la pasión por Cristo y por los hombres, ciertas insistencias pedagógicas o algunos acentos que después serán decisivos en su ministerio.
Pero no estamos ante una autobiografía, lo que le daría un cierto carácter sistemático. Se trata de cartas, la mayoría de ellas muy breves, con ocasiones y motivos muy diversos. Es necesario, por tanto, leer entre líneas o, más adecuado todavía, releer estas cartas con el trasfondo de los hechos que dominan la vida de don Giussani en aquellos años, esencialmente entre 1945, fecha de su ordenación sacerdotal, y 1954, fecha en la que comienza su enseñanza en un Instituto. ¿De qué trasfondo hablamos? Por un lado el peso y la densidad de las grandes figuras que ha encontrado en su paso por el seminario: desde sus profesores hasta el decisivo encuentro con la literatura, y aún más con la humanidad de Leopardi. Por otro lado, la circunstancia que marca los primeros cinco años de su ministerio sacerdotal: la enfermedad, que le obliga a largos periodos de convalecencia junto al mar, lejos de Milán y lejos de toda actividad pastoral. Y por último su pasión sacerdotal, fuertemente arraigada en Cristo, por la felicidad de los hombres que crece en este tiempo y desemboca en la decisión de dedicarse a la relación con los jóvenes a través de la enseñanza de la religión.
Creo que no hay mejor forma de presentar estas cartas que invitando a una breve degustación de las mismas, acompañando a los lectores a ese ejercicio de leer entre líneas, a partir del contexto descrito. Permítanme actualizar ese ejercicio a través de la lectura de cinco fragmentos de este epistolario.
1. El primero de estos fragmentos se debe leer a la luz de todo lo que supuso para don Giussani el paso por el seminario, especialmente el reconocimiento de toda su exigencia humana, como una herida, en el encuentro con Leopardi, y el descubrimiento, de la mano de sus grandes profesores, de que la encarnación de Cristo es el acontecimiento de que la Verdad, la Bondad y la Belleza, por las que se mueve nuestro corazón, se han revestido de “forma sensible” (como diría el poeta de Recanati). «Estoy convencido de que el bachillerato dejará también en ti esa profunda ilusión fascinante, que es la fuente de un mundo de ideas, de ‘descubrimientos’, de sentimientos: te deseo que Jesús se encarne en estas experiencias tuyas, del mismo modo inexorable y definitivo con el que se encarnó en el seno de la Virgen María. Porque el mayor gozo de la vida del hombre es sentir a Jesucristo vivo y palpitante en la carne del propio pensamiento y del propio corazón. Lo demás es efímera ilusión o estiércol» (Carta 16).
La superación de la fractura entre el saber y el creer, que está en el origen del dualismo que es una de las grandes enfermedades del cristianismo de nuestros días, encuentra en estas palabras un testimonio potente.
2. El segundo fragmento se enmarca con facilidad en las circunstancias duras de sus largas convalecencias en soledad, junto al mar. Sorprende la conciencia con la que el joven don Giussani, con 24 años, afronta ese aparente abandono. Se trata de un testimonio conmovedor de cómo en la vida de don Giussani se abre paso la supremacía de la ontología sobre la ética, y aún más, sobre el sentimiento. «No soy capaz, en esta oscura tarde de viento, atrio del invierno, de responder al estado de ánimo particular con el que me escribiste. Estoy demasiado cansado. Y lo único que siento –y mi fidelidad a los amigos más queridos es un símbolo experimental de ello– es que la esencia de la vida, de las aspiraciones, de la felicidad, es el amor. Un amor infinito, inmenso, que se ha inclinado hacia mi nada, y ha creado de ella un ser humano, un grano de polvo en cuanto al cuerpo, pero sin límites en la apertura ávida de verdad y de amor que constituye su inteligencia y su corazón. Un Amor infinito, enorme, que ha realizado el disparate de hacerme infinito como Él, a mí que, como ser creado, soy polvo finito: ‘similes ei erimus’» (Carta 15).
3. El tercer fragmento expresa bien la pasión por la felicidad de los hombres que movía el ánimo de don Giussani, pasión que en aquellos primeros años de postración aparentemente no encontraba cauce por el que expresarse. Una pasión de naturaleza sacerdotal, que participa, ministerialmente, de la única Pasión de Cristo por los hombres: «Y he ofrecido este sacrificio, es decir, este acto de amor, por las muchas almas de mis hermanos los hombres, por cuya felicidad el Señor Jesús murió, por cuya eterna felicidad el Señor Jesús me llamó consigo a dar mi vida. Llevo más de dos horas escuchando pasar los tranvías y los camiones cargados de hombres y mujeres que han acudido a los bosques de Mariano para la “Fiesta de L’Unità”. Y lloro, lloro como un niño. El Señor Jesús nos ha traído al mundo para la felicidad, ¿por qué tanta gente se fabrica una ilusión efímera que les llevará a la infelicidad eterna? Desde hace muchos años lloro sólo por dos motivos: el pensamiento de la infelicidad eterna de mis hermanos los hombres y el pensamiento de la infelicidad terrena de los hombres, símbolo de la eterna. A nosotros Jesús nos ha elegido para gritar en el mundo su amor y la felicidad de los hombres: la gran e inenarrable felicidad que nos espera» (Carta 6).
En otra carta, escrita tres años después, da un paso más en esta dirección: «Durante los estudios de teología yo sentía el ansia del apostolado, casi exclusivamente motivada –en el sentimiento– por la obsesión de la felicidad de los hombres. No me parecía que pudiese existir un porqué más concreto, más experimentable, más apasionado que éste. Y en cambio, hay “uno” más experimentable, más apasionado, porque es más universal incluso que todos los hombres juntos y, al mismo tiempo, más encarnado en nuestra personal individualidad. Universal, porque mayor que el universo; encarnado, porque amor personal y, por ello, completamente propio de nuestro ser individual. Y es el amor por Él, por su gloria. Por Él» (Carta 23).
4. En el cuarto fragmento encontramos un precioso testimonio de cuál es la verdadera naturaleza de la amistad que don Giussani ha valorado siempre en su vida y que ha constituido una de sus insistencias pedagógicas esenciales: «Hace algunas noches, pensando, he descubierto que tú eres mi único amigo: no por exclusivismo estéril; esa vibración inefable y total de mi ser ante las “cosas” y las “personas” no la sorprendo más que en tu modo de reaccionar. Pero tú eres una vibración armónica. Yo, violenta» (Carta 48).
5. El último fragmento debe leerse teniendo en cuenta lo que agosto de 1954, fecha de esta carta, quería decir para don Giussani: estaba a punto de empezar a dar clases de religión en un instituto de Milán, una decisión que se le impuso con claridad y que le costó no pocas incomprensiones: «No sé cómo agradecerte la bondad con la que respondes a mis silencios, que son silencios más de voz, que de ánimo. (…) Pero la montaña de Ulises cada vez es más precisa, ante mi mirada. Y, gracias a Él, sé que no es un “vuelo loco”1. Hablar de “vuelo” sería una pretensión grotesca, si no se tratase, conscientemente, de una metáfora. “Vuelo” a saltos, como una gallina o un pavo: eso no me importa. Lo que importa es el anhelo en la justa dirección. Mañana me voy con 45 estudiantes a Gressoney para la semana de estudio (y de gran responsabilidad para mí). Encomiéndanos al Espíritu Santo y a la Virgen» (Carta 51)
(Ignacio Carbajosa)
Nota
1 Cfr. Dante, La Divina Comedia. Infierno XXVI, 125.
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