Fue sacerdote. Su mirada penetrante leía los corazones. Transmitió un cristianismo que alegra la vida. «Hay algo en el alma humana que, al oír la voz de Dios, vibra por esa caridad que la salva». Sus obras de caridad, repartidas por toda Italia y al otro lado del océano, enseñan que «la Providencia Divina es la continua creación de las cosas»
¿Por dónde empezar para retratar la figura de este santo que vivió a caballo entre dos siglos? ¿Por sus múltiples obras de caridad, repartidas por toda Italia y al otro lado del océano? ¿Por sus escritos, más de dieciséis mil páginas entre cartas, artículos y apuntes? ¿Por sus relaciones y amistades con los hombres más influyentes de su época? Luigi Orione nació en Pontecurone el 23 de junio de 1872, su padre trabajaba en la pavimentación del suelo público y sentía cierto recelo hacia el incienso; su madre era campesina y tenía una fe de hierro.
«Yo no hice nada, no fundé nada», diría don Orione, no por falsa modestia, sino porque así había sido. Él tan sólo había seguido lo que la Providencia le fue poniendo delante. Había hecho suyo el lema paulino: “Instaurare omnia in Cristo”. Sus ojos penetraban el alma, como escribe su “amigo”, Ignazio Silone: «Lo que se me queda grabado es la ternura serena de su mirada. (...) Era difícil sustraerse a aquella mirada; si te cruzabas con ella, ya no podías olvidarla. La luz de sus ojos poseía esa bondad de quien ha sufrido pacientemente todo tipo de tribulaciones en su vida y, por tanto, conoce bien las penas más íntimas». Lo que no llegó a “ver” el escritor abrucés fue que aquella honda mirada brotaba de un abrazo de Misericordia, del abrazo del Padre.
Veamos, pues, cómo se desenvolvió en algunos trances de su vida, cómo vivió sus relaciones y su realidad cotidiana, cómo cambió sus planes para seguir la obra de Otro.
Semana Santa de 1892. En un rincón de la catedral de Tortona, un chiquillo llora. Luigi se acerca a él: «¿Qué te pasa, hijo?». «Es por la catequesis. No voy a ir más, sólo me llevo bofetones porque no estudio». «Mira, vente conmigo y yo te doy la catequesis. Verás que no te llevarás ningún reproche, tranquilo». Suben juntos la escalera y llegan a la habitación donde vive Luigi, recabada en el interior de la iglesia. Para pagarse los estudios en el seminario, ayuda al sacristán en varias tareas a cambio de comida, alojamiento y una pequeña paga. Al final de la conversación, le dice al niño: «Vuelve otro día y trae a tus amigos». «¡Vale!». Pocos días antes había escrito en un cuaderno: «Hacer crecer a muchos jóvenes, atraerlos, hacerlos santos».
De aquel encuentro nació todo. En los días siguientes, bajo la cúpula de la catedral resuenan voces de niños, cada día llegan más. Juegan, bromean y rezan. Luigi les muestra un cristianismo que les alegra el día, y a veces parece que lee en sus corazones. Pero tanto ruido molesta a su superior, que se queja, así que monseñor Bandi, obispo de la ciudad, le concede para sus tareas el uso del jardín episcopal. El número de jóvenes sigue aumentando, pero en Tortona se murmura que aquel clérigo un tanto extraño organiza un oratorio de pequeños “barrabás”. Un celoso profesor incluso lo denuncia acusándole de hacer propaganda papista. Quizá sea cierto, en el sentido de que Luigi ama a la Iglesia y a su Vicario de Roma. Se constituye “el partido de los bienpensantes”, que acuden ante el obispo para hacerse oír y ponerle en alarma. Finalmente, monseñor Bandi ordena el cierre del oratorio, y Luigi, aunque consternado, obedece. Será siempre así, durante toda su vida. Nunca dejará de obedecer a sus superiores, como signo de un amor verdadero a la Iglesia.
Con 21 años. Un mes después, el 16 de septiembre de 1893, vuelve a ver al obispo y le lleva una propuesta: abrir una casa destinada a acoger las vocaciones de quienes no pueden pagar sus estudios. Una idea estupenda. Pero, «¿qué quieres de mí? Dinero no te puedo dar». «Sólo deseo vuestra aprobación y bendición». Sólo eso... El obispo le concede ambas cosas. Pero Luigi no tiene la casa, y menos aún el dinero. La Providencia se ocupa de ello. Gracias a un amigo del seminario, encuentra un edificio en un distrito de mala fama, San Bernardino, y llega también el dinero para pagar el mísero alquiler. Los chicos empiezan a llegar desde los pueblo de distintos valles circunstantes. Es el primer núcleo de la futura “Pequeña Obra de la Divina Providencia”. El colegio abre sus puertas el 15 de octubre de 1893. Luigi tiene 21 años. Acuden a ayudarle algunos clerigos del seminario que, más tarde, cuando vistan el hábito sacerdotal, se quedarán definitivamente con él. Entre ellos, don Carlo Sterpi, el amigo silencioso y trabajador que la Providencia le puso al lado durante toda su vida. Luigi, además del oratorio, tiene que pensar en sus estudios. Disfruta de cada minuto, para él el tiempo es como si se dilatara. El tiempo, don de Dios. Sus resultados son siempre óptimos, en todas las asignaturas.
El 13 de abril de 1895 es ordenado sacerdote y, durante su primera misa, el obispo le concede el permiso de imponer el hábito a algunos jóvenes que quieren seguirlo en su camino vocacional. Trasladan el colegio a un edificio más grande, el antiguo monasterio de Santa Clara, para poder responder a todas las solicitudes. A medida que crecen las solicitudes, crecen también los rumores. Él sigue adelante, sólo piensa en sus jóvenes, en darles una educación católica, pero no es suficiente. En un momento histórico en que el laicismo empieza a hacer mella en la sociedad, decide salir a predicar de parroquia en parroquia. La gente acude en masa a escucharle, y la fila de su confesionario es siempre larguísima. Realmente parece que su jornada tenga más horas. Escribe: «Hay que acercarse al pueblo, sacrificarse, entregar la vida para volver a hacerlo cristiano». Empezando por los más pobres, los más necesitados. Y las obras se multiplican: colegios, escuelas, orfanatos, colonias agrícolas, comunidades eremitas. Cada vez que la Providencia le envía un signo, le allana el camino. Pero, aun así, no deja nada a la casualidad, se preocupa por cada detalle. No basta con sacar de la miseria, con crear condiciones de vida más humanas. Hace falta satisfacer el deseo de sentido que cualquier hombre tiene, indicar el único camino humano que es Cristo. Las amistades y las relaciones no dejan de multiplicarse, y don Luigi tiene tiempo para todos, desde el niño que acaba de llegar al colegio, a los prelados, los hombres de la cultura... los Papas, que siempre favorecen su obra y que también le piden consejo. No olvida a nadie, como demuestran las muchas cartas que escribió.
28 de diciembre de 1908. Un terremoto destruye Sicilia. Messina queda devastada. Más de 80.000 víctimas en una de las peores catástrofes de la Historia. Don Luigi piensa en sus niños de la Casa del pueblo siciliano de Noto, ¿que será de ellos? Decide ir a verlos, y el 14 de enero llega a Messina con algunas cartas de monseñor Pietro La Fontaine, futuro patriarca de Venecia, para que las autoridades civiles y eclesiásticas le faciliten el permiso de entrada. El prefecto le confía a los huérfanos del terremoto, y en pocas semanas don Orione rescata de los escombros a más de 2.000 niños; los lleva a las Casas de Cassano y Noto. Entiende que estos niños serán atendidos y amados en el seno de la Iglesia, sabe que no basta con un techo y un plato. Es su vida, su educación, lo que más le importa. Además de los niños, también hay adultos que en la tragedia parecen haber perdido la esperanza en un Dios misericordioso, así que cada día don Luigi toca la campana, reúne a la gente y predica. Sus palabras llegan directas a los corazones. En aquel hombre incansable, manchado de barro, con el rostro pálido y siempre ocupado, ven la presencia de un Dios bueno. Se puede volver a esperar y a reconstruir. Durante tres años, don Luigi permanece en Messina, trabajando como mediador entre los comités de ayuda laicos y católicos. Pero una nueva tormenta se abate sobre él.
El modernismo. En marzo de 1908, nace la “Asociación nacional de ayuda al Mezzogiorno” (el Sur de Italia; ndt), con el objetivo de ayudar a la población afectada por el desastre. Forman parte de la asociación un cierto grupo de modernistas. En 1907, con la encíclicaPascendi Dominici Gregis de Pío X y el decreto Lamentabili del Santo Oficio, la Iglesia había condenado el modernismo. Don Luigi conoce a muchos de ellos –Tommaso Gallarati Scotti, el padre Giovanni Semeria, Romolo Murri–, con los que tiene amistad. Aun permaneciendo absolutamente fiel al Papa, no los abandonará, y ellos reconocen en él una lealtad y amistad fraterna. «Debo decir que tal vez la única persona comprensiva con la que compartir los momentos de incertidumbre y de tormento en aquel momento fue don Orione. Hay algo en el alma humana que responde al toque de un santo, porque, aun en su profundidad más secreta, al oír la voz de Dios vibra por esa caridad que la salva. Es la experiencia más grande que tuve con él, y no lo olvidaré nunca», testimonia Gallarati Scotti. Pero hay quien no aprueba estas amistades suyas, ni le gusta su forma de actuar, llana y sincera. Una carta dirigida al Santo Oficio define al cura de Tortona como un «hombre de media conciencia que sabe acomodarse a todos», misiva que llega a manos de Pío X. Don Luigi es llamado entonces a Roma, pero bastan pocas palabras para que el Papa entienda que a aquel sacerdote “distinto” sólo le mueve la caridad. Entre santos se entienden a la primera. Le nombra vicario general de la diócesis de Messina y le deja total libertad de acción en sus relaciones con los modernistas. En medio del caos tras el terremoto, pudo tener a su lado al padre Aníbal María de Francia, y no fue el único santo fundador con que don Luigi estrechó relaciones. En su juventud pasó dos años en Valdocco con don Bosco, y más tarde la Providencia puso en su camino a Pío X, Luigi Guanella, el cardenal Ildefonso Schuster, Juan XXIII...
La mirada de don Orione llega lejos, al otro lado del océano. Hasta allí llegaron las noticias de sus obras. En 1913 parten los primeros misioneros a Brasil, y dos años después vuelve a estar en primera línea por el terremoto que asola Mársica, en Abruzo, para recoger a los huérfanos, que reparte en varias casas, para consolar y predicar la palabra de Dios. De nuevo, su persona, sus gestos y su obra dan testimonio de una caridad infinita. Después del terremoto, la Primera Guerra Mundial –«la masacre inútil»– causa estragos en Italia. Más huérfanos, esta vez a causa de la guerra, y su obra se agranda: no basta con recoger a estos niños abandonados, hacen falta escuelas de oficios para ofrecerles un futuro. Para los más infelices, para los ancianos, para los vagabundos, para los rechazados por la sociedad, da vida al Piccolo Cottolengo, primero en Génova y después en Milán. Claro, tiene razón, él no funda nada, tan sólo responde a lo que la Providencia le pide. Crecen las misiones en el extranjero: Cafarnaún; Rodas, que acoge a refugiados armenios; Polonia y América Latina, adonde viaja por primera vez en 1921. Y después... imposible retroceder. Leyendo su biografía, da la impresión de que la Providencia iba incrementando sin parar la carga puesta sobre los hombros de este «porteador de Dios».
En 1934, se embarca hacia América Latina. Le acompaña el cardenal Eugenio Pacelli, que viaja a Buenos Aires para participar en el Congreso Eucarístico. Otro amigo, otro –futuro– Papa. En los tres años que pasa en el continente sudamericano, recorre una distancia diez veces superior a la que separa Italia de Argentina. Funda Casas, colegios, escuelas. Está siempre con la gente, con los más pobres, metido hasta el tuétano en la realidad social. El vestíbulo de su modestísima casa está siempre concurrido, igual que su confesionario. En 1936, al recibir la noticia de que Mussolini ha invadido Etiopía, ante las nubes oscuras que se adensan en el horizonte, comenta: «¿Por qué el mundo está tan revuelto, es tan infeliz y se precipita hacia la barbarie? Porque no vive de Dios: vive del egoísmo». Cuando regresa a Italia, llega físicamente agotado.
El último día. Sanremo, 12 de marzo de 1940. Don Luigi reza arrodillado. Unos días antes, una angina de pecho casi acaba con él. El bueno de Sterpi le ha convencido para que se quede a descansar en la casa de Riviera. El médico ha sido clarísimo: su estado es muy grave. Le llaman por teléfono, es el señor Achille Malcovati, que le pide que reciba a una pobre mujer enferma en el Piccolo Cottolengo. «Claro, querido amigo, tráemela inmediatamente». Entra en su habitación, escribe algunas cartas y se acuesta. Media hora después, el clérigo enfermero, Modesto, oye gemidos y sale corriendo, le sigue el padre Barriani. Lo incorporan en una butaca. Don Orione mira al enfermero y dice: «Voy... Voy... ¡Jesús! Jesús».
Sobre su tumba se esculpieron estas palabras: «Aloysius Orione Sacerdos. Te Christus in Pace». Sacerdote, la única definición que aceptaba.
El 16 de mayo de 2004, don Luigi Orione fue canonizado en la plaza de San Pedro por Juan Pablo II.
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