Una familia con once hijos. Hijos que se incorporan al ámbito familiar sin preaviso. Otros que se escapan por la noche. Luego, está la pequeña Cecilia, que jamás echaría de su casa a «un hermano insoportable, porque nos lo han dado». Viaje a Monte Cremasco, entre casas y familias que se han abierto al acogimiento, con sus alegrías y sufrimientos, y con una vida que jamás hubieran imaginado. Todo ello, por una caridad que les precede
El coche avanza despacio en medio del atasco bajo la lluvia, Cristian mira por la ventanilla y dice: «¿Llevará paraguas mi madre?». Quién sabe si su madre estará bajo el aguacero. Quizas esas palabras le duelan a Enza, que está conduciendo y que acogió a Cristian en su familia cuando éste tenía cinco años. Pero no. «Es nuestra tarea. Debemos acompañar a estos niños en el camino que les espera para que puedan volver con sus padres», dice Enza por la tarde, mientras pone la mesa para sus amigos en la casa de Crema que ella y su marido, Mauro, han abierto a la acogida.
La ecuación, por lo general, es la siguiente: “acogida” igual a “familia extragrande”. No es del todo erróneo: en la mesa se habla de buscar casas de vacaciones con capacidad para 24 personas, y cuando los niños se agolpan al pie de la escalera te preguntas dónde los han metido a todos. La experiencia de unos pocos se extendió progresivamente, y dio lugar a la Associazione Fraternità, una familia de familias acogedoras, nacida para ayudarse en su relación con los servicios sociales, los tribunales y los padres biológicos. La asociación acaba de cumplir 25 años, pero su fermento nació antes. En septiembre de 1983, algunos amigos oyeron a don Giussani hablar de la acogida. Decía: «¿Existe una forma más sencilla y concreta de caridad para una familia que abrir la puerta de su corazón y de su casa a un hijo que no han engendrado ellos?».
Lo que nos precede. Tuvieron entonces una premonición: «que la amistad que estaban viviendo no sólo alegraba el corazón, sino que lo hacía más grande y magnánimo», afirma don Mauro Inzoli, responsable de la asociación y “padre” de estas familias. Desde el primer día, siempre fue así. Hasta por las noches le despertaban a cualquier hora con las historias más insospechadas: hijos que se escapaban, robaban o se enamoraban, sentencias judiciales, enfermedades y alegrías proporcionales a las insólitas dimensiones de estas familias. Algunas de ellas van temporadas: «Hemos llegado a ser 17; hubo un periodo en que éramos 11». En estos años, la asociación se ha hecho cargo de 600 acogimientos, pero lo atractivo no son los números, sino la experiencia de amar sin condiciones a quien les es confiado. Un camino del todo impensable si no fuera por amor. Un solo día es para siempre.
«No sería posible si antes cada uno de nosotros no se sintiera acogido», dice Giorgio mirando la mesa llena de amigos, mientras regaña a los hijos de los demás como si fueran suyos. A su lado está Antonio: «Estoy aprendiendo a mirar a mis hijos como veo que los miran mis amigos», sobre todo don Mauro, pues fruto de la amistad con él nacieron las comunidades familiares, un grupo de casas donde viven estas familias juntas. La primera fue el cortijo de Monte Cremasco. Es aquí donde, por la mañana, nos tomamos un café con Gina, en una cocina con vistas al patio. Llegaron aquí en 1987, y menos mal que ella era “muy celosa” de sus dos hijas. Si no, ya se habría quedado pequeño el largo estante de la cocina donde los marcos se agolpan unos con otros formando una fila de sonrisas, gritos y muecas. Son hijos y nietos, biológicos o no.
La historia de Gina Bandirali y su marido empieza en el año 75 con un no debido a los celos. Su familia era estupenda, y Gina no entendía por qué sus hijas tenían que ir de vacaciones al Trentino con sus nuevos amigos. Pero Antonella, la mayor, insistió, e invitó a casa a un sacerdote. Al terminar de comer, toda la familia se había apuntado a las vacaciones. También su marido, Mario, que trabajaba por turnos en una empresa metalúrgica. Después de aquellos días en la montaña, volvieron a casa con un teléfono apuntado. Había sucedido algo. «Había empezado la historia de nuestra vida», afirma Gina, que tenía entonces casi 50 años, como su marido.
El cortijo nació cuando empezó a hacer falta una casa más grande. Fuera, en un patio enorme, reinan el silencio y la niebla. Todos duermen, pero Gina suele madrugar. Se sube a una silla para alcanzar algo: «Mario, me subo a la silla». Siempre avisa a su marido porque con los años ya le tiemblan las piernas; así la protege desde el Cielo. «Cristo me sigue cuidando, nunca estoy sola. Mi marido y yo hemos dado mucho, pero hemos recibido todavía más».
Aquel día de 1983, ella y Mario se miraron y pensaron: «Somos demasiado viejos». Y a partir de ahí comenzó una vida llena de imprevistos. La primera en llegar fue Gigliola. Luego los niños acogidos fueron creciendo al lado de sus nietos. Giovanni, por ejemplo, llegó con una llamada nocturna a la que Gina y Mario dijeron sí sin pensarlo. Luego, al acostarse, pensaron: «Pero no hemos preguntado nada, no sabemos si está enfermo... no sabemos nada». Don Mauro dice que no es un problema de la conciencia que tienes cuando dices sí, sino que «es el Misterio de Dios que te lo sugiere».
La ley y la vida. Dos pasos más allá vemos juguetes sobre la hierba. Detrás de los arcos está la casa de Liliana y Fausto de Simone. En la cocina, Zaira y Sara hacen el desayuno. Una lleva 21 años acogida, la otra “es biológica”. No dicen “es nuestra”, y no se trata de una cortesía hacia el acogido, sino de una cuestión de fondo. «La acogida ha revolucionado el modo de relacionarnos con nuestros hijos. Ellos tampoco son nuestros. Si no fuera por la acogida... no sé cómo habríamos hecho en ciertos momentos... no habría descubierto el valor que tienen mis hijos, ni yo mismo». Mientras Fausto nos habla del respeto, antes inimaginable, con que afronta las aspiraciones de los chicos, nos saluda Sara. «Sara tiene 24 años, ¡está casada! Yo a tu edad ya tenía dos hijos». Liliana se ríe. Cuando ellos se casaron, jovencísimos, Fausto no era creyente y era de izquierdas, pero la propuesta de don Mauro le gustó porque en aquella época se había promulgado la ley de acogida, con la que él estaba de acuerdo. Aunque hasta entonces no se había movido.
Una noche, mientras cenaba con sus tres hijas pequeñas y dos amigos, sonó el teléfono, y una voz le preguntó si conocía a alguien que pudiera acoger a una niña seropositiva. «Con dos dedos de frente, no». Liliana colgó el teléfono y volvió a la mesa, pero la pequeña Alessandra dijo entonces: «¿Por qué no la acogemos nosotros?». A lo que los dos amigos añadieron: «Si la acogéis, nosotros os acompañaremos siempre». Por eso dijeron sí. «Aquel nosotros no me ha faltado nunca», dice Liliana. «No ha sido la cara de aquellos amigos, ha sido Cristo quien ha seguido manifestándose a través de un nosotros». Tan concreto y espléndido «que ves cómo te cambia la existencia», explica Fausto. «Lo más importante en mi vida no ha sido la acogida, sino mi conversión».
De 6 a 200 familias. «Aunque a fuerza de golpes», precisa. Como cuando estuvo sin dormir por Matteo y Valerio, dos hermanos rebeldes por los que no había día que no recibieran una llamada del colegio: por encerrar a una monja, por destrozar el coche de un profesor... La psicóloga les expulsó cuatro días y al final tuvieron que renunciar a la acogida. «Si hubiera estado sola habría sido para mí un gran fracaso. Pero no era un proyecto que sacar adelante; me los daba Dios, y por eso todo se convirtió en una petición a Él». Pero al final se fueron. ¿Cómo se puede decir entonces que es para siempre? «Si el vínculo que te une al otro lo abraza todo, se nota. Hace posible compartir la alegría y el dolor, mirar el destino infinito que el otro tiene. Es algo que pides cuando lo descubres en acto». Y es que no es por una idea por lo que la asociación ha pasado de seis familias a doscientas. En septiembre celebró un gran encuentro por su 25 aniversario, y Fausto se conmueve al recordarlo: «Era como estar en lo alto de una cima y ver todo lo que se ha generado a lo largo de los años. Fue entonces cuando me di cuenta: es verdad que Tú estás; si no, esto no habría sido posible».
El aperitivo es en la última casa del cortijo, con Marcelo y Cristina Tamburini. María, Tommaso, Matteo, Cecilia, Aurora y Mimosa vagan por la casa. También está Caterina, en la cuna. Hablan sobre todo de los hermanos que han pasado por aquí: Yolanda, Jennifer, Gregory, Fabio. Los nombran uno a uno, todas las noches rezan por ellos. Al ir conociendo este camino no faltan las ocasiones para entender que el corazón de esta experiencia es el perdón. La acogida no es un ímpetu sentimental, es un camino para aprender a aceptar al otro tal como es, para entender que su “diferencia” es algo sagrado; es una diferencia inextirpable, libre y necesaria que le llevará a ser él mismo. «Cuando te chocas con lo que es diferente de ti, sale lo peor de ti», cuenta Cristina, «pero te ayuda a ser más tu misma».
Hay quien te enseña esta experiencia de perdón ya con cinco años. La pequeña Cecilia dice que vivía mejor cuando estaba Jennifer, y todos se quedan atónitos, pues siempre estaban de pelea. «Sí, es verdad, pero yo me lo pasaba muy bien». Le preguntamos si le gustaría echar de casa a alguno de los niños que le «arruina la vida», como ella dice, y responde: «No». ¿Por qué? «Porque nos lo ha dado don Mauro». Sin saberlo, nos dice la única razón que basta para querer bien a otro: que te es dado. Sin embargo, luego, puede irse en cualquier momento. «Sí, pero cuesta mucho más querer bien a otro que separarse de él», afirma Cristina, mientras recuerda cuando Jennifer se marchó, algo muy doloroso para todos en la casa. «Saberme querida me ayuda a aceptarlo todo de un modo como nunca habría imaginado».
No salen las cuentas. También para el pequeño Fausto, al principio todo era confuso. Miraba a aquellos dos en su mesa y se preguntaba: «¿Qué quieren éstos de mí?». Está acogido por Marco y Lauretta Fiori desde hace diez años, ahora tiene quince. Mientras comemos en su casa, en el centro de Crema, discuten sobre el número de hijos que han acogido. Pigio dice que diez, pero se olvida de contar a Gianlu, y quizá se haya saltado a Alessandro... ya son doce. Lo que Benedetto recuerda bien es el día en que, al volver del colegio, su madre le dijo: «Éste es Gigi y desde hoy duerme contigo». Así empezó a articularse la vida de esta casa de puertas abiertas. Una vida que la parte masculina de la familia sintetiza de forma elocuente: «Nos traemos a todos, indistintamente». Es una buena señal, pienso mientras toman el pelo a Fausto, que todas las mañanas dedica media hora a su peinado. Es muy divertido, pero luego se pone serio: «La pregunta sobre qué querrán de mí ha cambiado, ahora es una afirmación: son mis padres. Es una decisión que ya ha tomado Otro por mí, y yo puedo ser feliz, porque con el tiempo se entiende todo lo que al principio era confuso».
Por la tarde se celebra la asamblea mensual con don Mauro, en la que participan todas las familias de la asociación, desde el norte de Italia hasta Perugia, para ayudarse a juzgar la vida. Termina con los avisos, un poco sui generis. «Tamer, 12 años. Sabrina, 11. Acostumbrados a circunstancias difíciles. Leve tendencia a autolesionarse...». Y así con una decena de niños. La información es esencial, sólo se amplía cuando alguien se interesa.
Sub-acogida. «Estos niños son de Dios. En realidad, lo nuestro es una sub-acogida», bromean esa tarde en casa de Enza. Padres que describen sus mayores dificultades, pero parecen seguros de que llegará un momento en que todo se recomponga. Hoy Silvia ha tenido que escuchar cómo Matteo le decía: «Tú no eres mi madre». Sin embargo, es ella quien le lleva al oculista («es daltónico»), quien le ha enseñado a hablar y quien lo soporta («es un gamberro»). Cuando le dice que se quiere ir, «es un golpe directo al corazón, pero haces lo que puedes y lo pones todo en manos de Otro». Todo es mío pero nada es mío. Lo mismo sucede con Alessandro, un niño guapísimo con parálisis cerebral. «Yo sólo espero que, si Dios quiere, nuestra compañía dé sus frutos». Ella y su marido Cristiano viven en la comunidad familiar de Bagnara, que comparten con Laura y Damián. Él se crió en el ambiente de la asociación. Cuando era un chaval, se encontraba de pronto una nota en la mesa y el saco de dormir en el sofá. Había alguien al que había que hacer sitio, y ahora se enfrenta a esa misma posibilidad, él y sus siete hijos.
Ellos «no se creen que les quieras», eso es lo más duro. «Pero de todas formas, Dios actúa», dice uno de ellos. Y don Mauro interviene al instante: «Terminamos siempre nuestras observaciones como si “cerráramos” un dicurso. Es verdad que Dios actúa; si no, no estaríamos aquí. Pero no es que Dios actúa y basta. Es que actúa en mí. Esto es lo que hace que nos pongamos de rodillas delante del otro, y lo que nos permite mirar la vida sin miedo. Porque es conmovedor que a Dios no le dé reparo tomar nuestra poquedad y hacerse presente a través de nosotros. Sólo si llegamos a verlo, nuestros hijos podrán descubrir que son queridos, que hay Alguien que les ama de verdad incondicionalmente».
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