A las 12 menos cinco un grupo de personas en fila india pide permiso para pasar. La plaza está abarrotada, y no es tarea fácil. Conozco a uno de ellos. Vienen desde Sicilia.
«¡Eh! ¿Qué tal?»
«Bien, a la carrera»
«¿Cuándo habéis llegado?»
«En este instante».
Me explica que, en cuanto termine el Papa de dar la bendición, tendrán que salir corriendo para no perder el tren de vuelta. Y por eso, ya que pueden estar tan poco tiempo, por lo menos que sea en la Plaza de San Pedro, y no en la vía adyacente.
Diez horas de viaje, cinco minutos aquí y después otras diez horas de viaje. La vida humana no es una broma, me dice, y verdaderamente es así. En ese momento me viene a la mente aquel rey bárbaro que, viendo a un pajarillo atravesar el pórtico donde estaba comiendo con sus oficiales, observó que también nuestro paso por la tierra era como aquel pajarillo: un breve instante, un batir de alas.
Sin embargo, existe una diferencia entre aquel rey antiguo y mi amigo siciliano, y es ésta: aquel rey estaba triste, mientras que mi amigo está contento. Aquel rey no tenía paz a causa de su propia nulidad, se sentía burlado por la vida, mientras que mi amigo está contento de las diez horas de ida más las diez horas de vuelta, porque ahora está aquí, en estos cinco minutos de ahora.
El sentido de nuestra gran civilización está por entero en el paso que hay entre aquella tristeza y esta alegría. Hoy quieren destruir este edificio: hace tiempo lo intentaban derramando sangre, hoy esparcen la infamia (y no hay que descartar que se termine derramando sangre).
Cuando se abre la ventana del Papa, a todo el mundo en la plaza le cambia la cara. Antes de ese momento, tengo que ser sincero, habían prevalecido en mí las consideraciones egoístas. Cada grupo cantaba por su cuenta, gritaba sus lemas, mostraba sus propios signos distintivos –globos, banderines, camisetas– e incluso aquellos que debían mantener la plaza no se habían esmerado demasiado. En la prensa de hoy se subrayan los nombres de las asociaciones, movimientos y grupos que se han adherido al evento.
Pero según se abre la ventana y aparece el Papa todo cambia, la plaza entera se orienta hacia él, nos convertimos todos en una sola cosa, como un solo hombre.
Regina Coeli, laetare, alleluia
Alégrate, Reina del Cielo, alégrate, Tú que has tenido entre tus brazos al Niño Rey del Universo por un inimaginable acto de preferencia por parte del Eterno,
Quem meruisti portare,
y que luego, llena de dolor, has acogido en tu seno Su cuerpo muerto a causa de nuestra maldad, Tú, que tendrías más derecho que cualquier ser humano a llorar, Tú, que con Tu llanto has consolado a tantas madres que lloran por sus hijos muertos siendo niños, o caídos en la guerra, o perdidos antes de su nacimiento; Tú, que para llevar la Misericordia al mundo has aceptado el dolor más grande que se le pueda dar a un ser humano, alégrate. Yo, que soy el último de los seres humanos, me atrevo a arrodillarme ante Ti para anunciarte que tu Hijo ha resucitado, tal como había dicho,
Resurrexit, sicut dixit,
y por tanto Sus palabras no son vanas. Nosotros, que habíamos vivido aquel sábado tan terrible en el que incluso Sus palabras nos parecían vanas, flatus vocis, un soplo de voz, y habíamos visto nuestra esperanza a punto de caer hecha pedazos como un castillo de cristal, precisamente nosotros podemos decirTe que Tu Hijo ha vencido a la muerte. Ruega por nosotros,
Ora pro nobis Deum,
para que de ahora en adelante no pase ningún día sin que este anuncio lleno de alegría, «Yo he vencido a la muerte», resuene en nuestro corazón, en nuestras familias, entre nuestros amigos, en el mundo entero.
En las grandes pantallas dispuestas por la plaza se puede contemplar al Papa feliz y conmovido. Ya no somos muchos grupos, somos tan solo tus hijos, somos tu pueblo. Sólo de la unidad contigo, con el Acontecimiento imprevisto que, a través del seno de una mujer, se ha hecho amigo nuestro, y que hoy tiene tu rostro amadísimo, sólo de aquí puede nacer un pueblo: no de la teología o de la filosofía, no del análisis, sino de algo que sucede ahora.
Me viene a la cabeza el recuerdo de la Magdalena penitente de Caravaggio, que ayer admiré aquí en Roma, en la Galería Doria Pamphili de la vía del Corso. Pintada por el genio bergamasco a la edad de 23 ó 24 años, esta Magdalena se muestra ante nosotros sentada, junto a sus joyas ya despreciadas y una vasija de perfume con el que ungirá los pies del Señor.
Ese gesto tan popular, sin rodeos, ese don de sí que abandona las cosas del pasado (no porque no sean bonitas, sino porque hay algo inmensamente más bello, la Belleza misma), ¡qué popular es! Ante una Presencia tan persuasiva, ¿para qué sirve el collar de perlas, para qué los pendientes de borlas?
¿Podemos acaso decir que Magdalena se adhirió al cristianismo? No, podemos decir que Magdalena corrió a escuchar la voz de Aquel que antes se había adherido a ella, pobre mujer, de Aquel que la ama verdaderamente, esa voz que, cuando la escuchamos por primera vez, nos hace decir: ¡Es Él!
Un pueblo es esto, nuestro pueblo es esto. Por eso no tenemos miedo de la maldad del mundo, del futuro incierto. Para nosotros el presente, este presente de ahora, en el que se osa insultar al Papa como «el último de los carreteros» (Péguy), está lleno de Cristo, que cada día nos ayuda a no morir bajo el peso del mal que hacemos.
Acaba de terminar el Regina Coeli, y el Papa nos habla conmovido, lleno de gratitud. Nos habla como si nos debiera algo, cuando somos nosotros sus deudores.
Pero el grupo de los sicilianos ya se está marchando, el tren no espera. Al pasar detrás de mí, mi amigo me agarra la mano y me la estrecha. Me doy la vuelta y él me da las gracias. Cuando voy a decirle: «Pero, ¿por qué?», él ya está lejos.
Pero tampoco aquí hay tristeza.
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