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Huellas N.6, Junio 2010

PRIMER PLANO / 16 de mayo de 2010

El pueblo, Pedro y yo

Alessandra Stoppa

Adhiriéndose a la propuesta de ir a Roma el 16 de mayo, han viajado durante la noche y han llegado desde muy lejos. Un día de viaje y unos pocos minutos de encuentro. Han acudido doscientos mil, todos bajo la ventana del Papa, a la espera del Regina Coeli con Benedicto XVI. Crónica de una plaza abarrotada y de una comunión silenciosa. Algunos, en medio de la multitud, se han sentido abrazados 

El tren se para de nuevo. Acababa de empezar a tomar velocidad desde la última parada, y ya se está deteniendo de nuevo en medio del campo. Ni idea de dónde está. Lo único seguro es que llevamos diez horas de viaje, y ya deberíamos estar en casa. La luz del compartimento se apaga. Sentado junto a la ventana, alguien mira hacia fuera, hacia el campo oscuro. Y se da cuenta del cielo estrellado. Lo dice a los demás, que, medio dormidos y hambrientos, tratan de matar el tiempo. De golpe, todos piensan lo mismo: «Observad más a menudo las estrellas… Mirad las estrellas… Así vuestra alma encontrará la paz». Se lo repiten como pueden, recordándolo a medias. Pero sigue intacta la intensidad de estas palabras, escuchadas hace algunas horas en la Plaza de San Pedro. De este modo, en un lugar impreciso entre Voghera y Pavía, algunos se entretienen en mirar el cielo, y el tren se vuelve de golpe amigable, porque te permite ver las estrellas.

Cambio de perspectiva. Estamos de vuelta del Regina Coeli con el Papa. Desde hacía meses, en la mente de todos resonaba la petición que hizo en su primer día de pontificado: «Rogad por mí, para que aprenda a amar cada vez más al Señor. Rogad por mí, para que, por miedo, no huya ante los lobos». Los lobos. El pecado de sus hijos y los ataques del mundo. Este tiempo los ha sacado a la luz, y han llenado periódicos, bocas y pensamientos. Por este motivo, los movimientos católicos y las asociaciones laicales italianas han querido congregarse el 16 de mayo, para pedir con y por el Santo Padre. Se han organizado trenes, autobuses, caravanas de coches. Excursiones familiares por los alrededores. Se han cambiado compromisos y bautizos, se han pedido razones. Discusiones en casa. Replanteamientos. Decisiones. Todo ante las palabras de Julián Carrón: «Queremos pedir a Dios que venza siempre en nosotros el vínculo con el punto histórico del Papa, que nos impide equivocarnos y caer en la confusión más total. No vamos a Roma para sostenerle, sino porque nosotros necesitamos de él». Podía ser un eslogan. O el cambio de perspectiva con el que sacabas los billetes de tren.
Ida y vuelta en veinticuatro horas. De ellas, dieciocho de viaje, para estar diecinueve minutos con Benedicto XVI. Otras doscientas mil personas hacen el mismo camino que tú, cada uno de formas distintas y en distintos tiempos. Los hay que están en Roma desde hace dos días. Algunos han llegado al alba con un autobús desde las regiones de Basilicata o el Trentino, algunos vienen desde Alemania. Otros han llegado solos a las 11:30 en un tren de alta velocidad. Pero todos están bajo aquella ventana, han acudido hasta aquí. Y es como te lo imaginabas: un mar de cabezas deslumbradas por el blanco de la arquitectura de Bernini, aunque el cielo esté nublado. Las pancartas, los globos, los abrigos de los previsores, los optimistas en camiseta. Podías pensar que se trataba de una llamada a las armas, y en cambio tienes ante ti un ejército con los músculos y los tendones cansados que, sin decírselo abiertamente, mira alrededor para comprender mejor qué ha venido a buscar. Un ejército que se agita, que se busca mutuamente. Es difícil llegar de un lado a otro de la plaza, pasando por un entramado de mochilas y personas. Los más temerarios lo intentan, otros deciden hablarse con el móvil desde un lado al otro de las inmensas pancartas.
Un ejército que incluye a todos, con gorras blancas y biberones. Claudio, bien pertrechado, prepara la comida de sus hijos, y se acerca a un bar para calentarla. Al lado, una madre amamanta a su hijo. Todos esperan. Una mirada al reloj, otra a la ventana. «La santa inquietud de Cristo… No es indiferente para Él que muchas personas vaguen por el desierto. Y hay muchas formas de desierto». Desde los altavoces, se lee la homilía que pronunció Benedicto XVI aquel 24 de abril de 2005. Con la extraña luz de esta mañana romana, miras la pancarta que va de un lado a otro de la columnata: «No tengáis miedo, Jesús ha vencido el mal». Y tú estás allí sin miedo, porque algunas personas casi desconocidas que están junto a ti se han puesto a rezar el Rosario contigo, para pedir por la curación de una amiga que de repente se vuelve también tu amiga. «Roguemos unos por otros», continúan los altavoces, «para que sea el Señor quien nos lleve y nosotros aprendamos a llevarnos unos a otros».
Sofía conoce desde hace un año a los estudiantes que están aquí con ella. No se encuentra a gusto en la plaza. Piensa que no está participando verdaderamente en este gesto. Entonces la multitud empieza a cantar: Non nobis, Domine… «También yo me puse a cantar. Y algo dentro de mí empezó a moverse. Estaba asombrada y feliz de rezar así por el Santo Padre». Otros cantos, lecturas, la liturgia de la Palabra, y el cardenal Bagnasco lee la pregunta que Cristo le hace a Pedro: «¿Me amas?». Entonces se abre la ventana. Es él. Se desata en toda plaza un aplauso emocionado. Luego, el silencio. La plaza no parece la misma de antes. Todo es distinto.
«No un pensamiento, ni un sentimiento religioso», escribe don Giussani: «Un acontecimiento, algo que antes no estaba y que de repente está». Un punto pequeñísimo en la enorme fachada vaticana, que empieza a hablar, explicándote la solemnidad de la Ascensión: «El Señor atrae la mirada de los Apóstoles –nuestra mirada– hacia el cielo para indicarles cómo recorrer el camino del bien durante la vida terrena». El cielo en la tierra. Miras aquel puntito blanco que extiende los brazos y sabes que es verdadero. Una evidencia imprevista. Es lo que nos tiene clavados a los doscientos mil, y nos hace estar en silencio. El método de Dios. «¿Te das cuenta? Todo se apoya en aquel puntito de allí, que es nada», te ayuda a ver un amigo. Mientras, el Papa insiste con el cielo: «Cuando tengáis un peso en el alma, mirad las estrellas».
No sabes que son las palabras de Pavel Florenski. No sabes que se trata de una carta escrita desde el campo de concentración, que te está diciendo que no te mires el ombligo, que levantes la mirada. Como estamos haciendo todos para mirarle a él, que devuelve el vigor a este ejército cansado por la costumbre. Y lo hace porque se conmueve. Da las gracias, vuelve a decirlo: «Os doy las gracias de corazón. ¡Gracias!». Nos abraza desde la ventana y se queda allí, más de lo habitual. El “protocolo” ha terminado, pero no se marcha.

«La vida vuela». Una amiga lejana, que está en el hospital, escucha sus palabras en directo, a través del móvil de un amigo: «Las pruebas que el Señor permite nos impulsen a una mayor radicalidad». Y él da las gracias de nuevo. En unos pocos minutos, Benedicto XVI reclama a su pueblo y vuelve a darle indicaciones para el camino. Recuerda cuál es «el verdadero enemigo que hay que temer y contra el que hay que combatir»: el pecado. «Vivimos en el mundo, pero no somos del mundo… En cambio, debemos temer el pecado y por esto estar firmemente enraizados en Dios». Pide a cada uno: «Prosigamos juntos con confianza por este camino». Saluda a los extranjeros, y vuelve a saludar a este pueblo: «Una vez más, ¡gracias a todos vosotros!». «¡Sigamos adelante en el Señor, con Su gracia!». Y desaparece de la vista. Ha terminado todo.
«La vida vuela como un sueño, y muchas veces no consigues hacer nada antes de que se te escape el instante de su plenitud». Florenski escribe su testamento espiritual, que habla del cielo, estando prisionero en las islas Solovki, pocos meses antes de morir. En él dice qué significa vivir: «Colmar cada instante de un contenido sustancial». Y hoy parece el mismo día que aquel primer día del pontificado de Benedicto XVI. El mismo contenido que el tiempo no consume, sino que hace verdadero. Contra toda esperanza: «Quien cree, nunca está solo; no lo está en la vida ni tampoco en la muerte… La Iglesia está viva y nosotros lo vemos… La Iglesia está viva; está viva porque Cristo está vivo, porque Él ha resucitado verdaderamente… Nosotros existimos para enseñar a Dios a los hombres. Y únicamente donde se ve a Dios, comienza realmente la vida». Pronunció estas palabras hace cinco años. Hoy llena la plaza con su agradecimiento. Y esto está antes que cualquier contenido. Su conmoción es el primer contenido. Su mirada sobre la multitud.

Besado por la gracia. A la sombra de una columna se halla Alessandro, con su pequeño cuerpo enfermo. Su madre lo ha traído hasta aquí, ha colocado la silla de ruedas al fondo de la plaza y le ha tapado. Lo ha puesto aquí. Lo ha expuesto a esa mirada. Y te recuerda cuando lo llevó un miércoles a la audiencia general: «Conseguí lo que quería», te dice: «Que el Papa le diera un beso». Besados por Su gracia. Una gracia que también le habrá sorprendido a él, el sucesor de Pedro, mientras nos miraba desde lo alto. Tan pequeños: en la perspectiva de la plaza y en la fidelidad de Dios. «Esto sí que es sorprendente», dice Péguy. «Que esos pobres niños vean cómo pasa todo eso y crean que mañana irá mejor. Que vean cómo pasa eso hoy y crean que irá mejor mañana en la mañana… Yo mismo me quedo sorprendido… Qué grande tiene que ser mi gracia y la fuerza de mi gracia para que esa pequeña esperanza, vacilante al soplo del pecado, temblorosa a todos los vientos, ansiosa al menor soplo, sea tan invariable, se mantenga tan fiel, tan recta, tan pura; e invencible, e inmortal, e inextinguible… Una llama temblorosa ha atravesado el espesor de los mundos».
Atraviesa la oscuridad de la Historia y de la historia de cada uno en esta plaza. «Se ha hecho justicia». Son las palabras que te dice Chiara mientras te abraza antes de dejar San Pedro. Una plaza que se vacía poco a poco, a oleadas. Aquí y allá hay grupos haciéndose fotos. Es una plaza eterna. Te vuelve a poner en el centro, estés como estés. La Iglesia. «He aquí el lugar del mundo en el que todo se vuelve nuevo... Lo que en cualquier otro sitio es constricción, aquí no es sino un ímpetu y un abandono... Lo que en cualquier otro sitio es una norma de conducta, aquí no es sino consuelo y alegría... Lo que en cualquier otro sitio es zozobra, aquí no es sino el día de la buena ventura». Cargadas las mochilas a la espalda, el río de este pueblo se dispersa fuera de la columnata.

Vittorio y Caravaggio. Sólo hay tiempo para un bocadillo antes de que salga el tren, mejor que una vuelta por Roma o una visita a San Pedro. Pero Vittorio aprovecha para ir con un amigo a la iglesia de San Luis de los Franceses para ver el cuadro de Caravaggio La vocación de san Mateo. Y, por primera vez, comprende su enseñanza: entre el que mira la obra y Cristo está Pedro. «San Pedro, reflejo de Cristo: en efecto, repite con su dedo el mismo gesto de Cristo», cuenta Vittorio: «Y nosotros, que para poder ver plenamente a Jesús debemos pasar a través de Pedro». Él es la garantía de la fe. También hablan de esto las tumbas de los Papas bajo la basílica vaticana: María va a visitarlas antes de dejar Roma, y allí se da cuenta de que el misterio de Dios la ha alcanzado así. Por esa cadena de hombres y santos que, uno detrás de otro, han guiado la Iglesia. «Quita a uno de ellos», dice, «y no hubiera llegado hasta mí». Y, sin embargo, llega hoy de nuevo. Con esa responsabilidad dulcísima con la que nos hemos visto inundados: «¡Sigamos adelante en el Señor, con Su gracia!». El largo 16 de mayo ha terminado. Pero el viaje de vuelta tiene el sabor de una ida. Como escribe Noemí a un amigo: «He venido a Roma y no ha terminado nada. Más bien ha empezado todo».

MI 16 DE MAYO
Ofrecemos a continuación algunos extractos de las contribuciones recibidas
al regreso de Roma.


¡Ante la propuesta, ninguna duda! He sacado mi espada, como Pedro en el huerto de los olivos. Y al igual que Pedro, yo también he sido corregido, ayudado paternalmente a comprender... «Vamos a Roma para ser sostenidos por el Papa». He vuelto a poner la espada de su sitio… con alguna dificultad. Y he partido, con los Amigos de Zaqueo, porque soy hijo de la unidad con ellos. Llego a la plaza: el pueblo no es un amasijo de caras, sino el Reino de Cristo que avanza, pienso mirando a los chicos del CLU que se preparan para levantar las pancartas. Luego esperamos juntos. Como en la vida. Llegan las 12, y aparece. Entonces comprendo conmovido que es verdad: soy yo el que le necesita a él. Escucho, pero en realidad no oigo, sólo quiero “mirarle hablar”. Quiero captar todo, una mirada, una mueca, una pausa… hasta ese: «¡Gracias!», con una sonrisa que no se puede olvidar. Entonces me acuerdo de Péguy: preguntadle a un padre si el mejor momento no es cuando sus hijos empiezan a amarle como un hombre, a él mismo, como un hombre, libremente, gratuitamente. Preguntádselo a un padre cuyos hijos están creciendo. Vuelvo a casa y, contento, vuelvo a sacar la espada, porque la batalla empieza de nuevo. Se me ha hecho más evidente que la verdadera paz es estar en guerra con uno mismo: es duro estar «en el mundo, pero no ser del mundo», pero se puede vivir en él con la certeza de la victoria. Porque esa victoria, una vez más, la he pregustado.
Davide, Milán

No hubiera querido estar en ningún otro lugar del mundo, más que allí. Por una parte, estaba la Iglesia como lugar de la Sabiduría sin límites, infinita, que nos atrae justamente porque supera cualquier atisbo de comprensión nuestra. Por otra parte, la gran facilidad para comprender la extraordinaria fuerza de lo divino dentro de lo humano, porque todo era sencillo y familiar. La alegría venía también de saber que lo que cada uno afanosamente busca estaba allí en medio de nosotros, y por eso hemos hecho la experiencia de ser testigos ante todos. Católicos. El sentimiento dominante en mí ha sido el agradecimiento por la educación que recibimos en el movimiento.
Gelsomina, Hermana de la Caridad de la Asunción

Estar allí significaba mirar y volver a mirar a cada uno de nosotros, mirar también el sentido y la finalidad de nuestros amigos, de nuestro trabajo, de todo... Por tanto, estar allí ha significado para mí percibir físicamente que las cosas más grandes no las podemos hacer nosotros. Se presentan como un don. Nos alcanzan, nos suceden. La amistad, la felicidad, pero también la permanencia. ¿Por qué, después de tantos años, estaba todavía allí? No por un esfuerzo de resistencia, sino porque Uno me ha amado con un amor grande y me ha preferido. Por eso estábamos contentos, con lluvia o sin ella: porque volvía a suceder algo que jamás te traiciona.
Angelo, Pescara

Momentos como éste han dado siempre un gran horizonte a mi vida: es el horizonte de la catolicidad, la percepción apasionante del valor que tiene tu vida personal para el mundo y para la Historia. Estás allí, rodeado de personas desconocidas, pero no te son extrañas: al igual que tú, también ellas aman al hombre que aparecerá en breve. Ese hombre tiene más autoridad que las personas más queridas para ellas, y te interpela a un nivel radical. Él habla al mundo y habla ante Dios: por eso te habla a ti. Allí ya no había “ni judío ni griego, ni esclavo ni libre”. Yo mismo he podido percibir lo mismo que sucedía en torno a Cristo, pero un 16 de mayo en Roma. Un día después, estoy agradecido por formar parte del pueblo cristiano, y soy más consciente de la dramaticidad de la tarea que me espera. Pero el corazón está más sereno, porque es mejor y tiene una certeza mayor.
Don Carlo, Bolonia

Estaba segura de que San Pedro se llenaría, ¡pero para mí! Tenía una cuestión pendiente con el Papa. Con siete años, había ido a Roma con las monjas: cuando llegamos, nos dijeron que el Papa estaba de vacaciones. Me quedé tristísima. Al hacerme mayor, no volví a pensar en él: no había encontrado razones y nadie me volvió a invitar. Pero hace un mes, me invitaron. Algo excepcional. Nada sucede por casualidad: no es casual que yo haya ido a Roma el 16 de mayo de 2010. He encontrado un movimiento que me ha movido y está junto a mí incluso ante mí misma: soy más consciente de lo que me sucede y de lo importante que es para mi vida el Santo Padre. Ha sido todo precioso. He conocido nuevos amigos. Ahora, un montón de gente de distintas escuelas y procedencias tenemos intención de vernos todos los sábados, unidos por la búsqueda del sentido de Su presencia en nuestras vidas.
Hassina, Milán

Había partido para Roma llena de agradecimiento, porque el mayor bien que me ha sucedido en la vida es el sí de algunas personas. Sin el sí de la Virgen, de don Giussani, de Pedro, del Papa, ¿dónde estaría yo ahora? ¿Qué sería de mi vida? Sin embargo, ¡cuántas veces me ha restituido Cristo a mí misma a través de la provocación del Papa y de los que repiten su desafío. En aquella plaza, Su gracia se tocaba con la mano bajo la mirada del Papa. Tenía un increíble deseo de silencio. Y he podido ver todo multiplicado en él: la gratitud, la alegría, la conmoción, la pasión por cada uno, por mí. En silencio, en esa plaza, he pronunciado mi sí. ¿Qué se puede desear más que dejarse atraer así?
Giusi, Matera

Cuando me llegó la propuesta, pensé: «Con toda seguridad, también éste será un gesto de Jesús hacia mí». Y verdaderamente allí he encontrado respuestas para mi vida. En la plaza, los jóvenes luchaban contra el viento para montar una pancarta: «No tengáis miedo, Jesús ha vencido el mal». ¡Qué alegría leerla! He sentido carnalmente que esa frase es verdad. Describía mi conversión. Hace algunos años me parecía que la vida no tenía significado alguno. Dentro de aquella sensación de muerte y de abandono, un encuentro me volvió a despertar a la vida. He visto que ningún mal puede definir tu humanidad, porque Cristo vence. Delante del Papa he comprendido que, sin él, no existiría el ciento por uno que estoy viviendo ahora.
Milena, Milán

Estamos agradecidas a cuantos se han movido para ofrecer un testimonio de fe, de pertenencia a la Iglesia y de filiación ante el Papa. Mucha gente ha dejado sus cosas para decir: «La Iglesia es esta comunión», mostrando así dónde está el tesoro de la vida. Si ha sucedido lo que hemos visto, es porque se ha movido el corazón de muchos hombres. Esta imagen de unidad nos ha confirmado que, en contra de las expectativas del mundo, la Iglesia sale de este dolor más bella y segura de su camino. Porque el mal pone en evidencia el bien.
Monjas de Vitorchiano

Ese día coincidían el cumpleaños de mi padre y la primera misa de mi hermano sacerdote. Me pregunté: «¿Quién me permite amar a mi padre? ¿Quién ha atravesado la vida de mi hermano, sino Tú, Cristo?». Partí hacia Roma con las palabras de santa Catalina: «Dulce Cristo en la tierra». Muchos de nosotros, viendo al Papa saludarnos a través de las pantallas, hemos escuchado su voz emocionada y hemos visto su mirada conmovida. ¡El Papa se ha conmovido por nosotros! Esta conmoción que se extiende por mi vida es la roca de mi corazón. Es lo que me hace renacer cada mañana llena de agradecimiento, porque Cristo ha resucitado y cumple mi vida.
Chiara

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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