Aristóteles, Baudelaire y Chesterton. Su hija Ester y el vecino con chaleco y pajarita. El filósofo francés FABRICE HADJADJ «excava en la profundidad de cada cosa hasta llegar a Dios. No necesitamos irnos muy lejos para llegar al misterio infinito. El otro es siempre un abismo». Una experiencia concreta que puede hacer cualquiera que mire al otro con atención porque toda la realidad es un signo
Un consejo. Si estáis leyendo estas páginas en un sillón, en el tren o en el descanso de la comida en un Centro Comercial, salid al balcón, al patio, a un parque. Mejor aún, id al campo. Porque al plantear qué significa conocer verdaderamente la realidad, descubrimos que todo pasa, ¡mucho más de lo que podamos imaginar!, por una piedra, un lirio o una manzana… Palabra de Fabrice Hadjadj, francés de treinta y nueve años que ya se cuenta entre los más importantes pensadores católicos de Francia. Un intelectual poliédrico, autor de obras de filosofía y también de obras de teatro, que ha preferido una cátedra en un instituto de las afueras de Tolón a una brillante carrera universitaria. Un hombre que se halla en camino desde hace tiempo, nacido en una familia de judíos tunecinos, militante maoísta, que en el umbral de los treinta años pidió recibir el Bautismo. Pero que, desde su conversión, dice: «Mi camino no ha culminado. No ha hecho más que empezar». En el acto conclusivo del Meeting de Rimini de este verano, presentará el nuevo volumen que reúne los diálogos de don Giussani con los universitarios de CL, El yo renace en un encuentro. Allí tendrá seguramente mucho que contar. En Italia acaba de publicarse una obra suya que, ya desde el título, dice mucho: La tierra camino del cielo. Manual del aventurero de la existencia (Ed. Lindau). En esta obra, sin asustarse por capítulos como El estiércol que beneficia al espíritu, o El Padre en el piojo, el lector es conducido a «excavar en la profundidad de cada cosa hasta llegar a Dios». Y no se necesita una perspicacia especial para percibir la sintonía con el recorrido que Julián Carrón ha desarrollado en los Ejercicios de la Fraternidad de CL (cf. el Cuaderno adjunto a este número, o en www.revistahuellas.org), empezando por el signo.
¿Qué significa que la tierra es un camino que lleva a Dios?
Todas las cosas son signo, y remiten a algo que está más allá de ellas mismas. Incluso las raíces de una pequeña flor como el diente de león se hunden en el Misterio. Pero, atención: el título que he elegido no dice simplemente que la tierra sea un camino hacia el cielo, sino que es un camino del cielo. Porque el cielo ha plasmado todo lo que vemos: al crear la cosa más pequeña, Dios se construye una morada nueva. En cambio, si nos limitásemos a ver la tierra sólo como un camino hacia el cielo, nos equivocaríamos.
¿Por qué?
Sería como decir que la tierra, en el fondo, tiene un carácter accesorio. Que es algo opcional. Pero, ¿cómo es posible que veamos en una persona cercana sólo un instrumento para llegar a Dios? No podemos reducir las cosas a simples medios, porque cada cosa y cada persona ha sido querida tal como es. Cuando hablo de misterio, no me estoy refiriendo a nada espectacular. Como dice el poeta Yves Bonnefoy, la trascendencia es lo más ordinario que hay: piense en el rostro de un niño, en la belleza de una flor… Si no tenemos prejuicios, cada cosa nos remite al misterio.
¿Qué papel juega el signo en nuestro conocimiento de la realidad?
Es necesario partir de la experiencia: ¿dónde vemos que las cosas son un signo? Tomemos los tres casos más evidentes: la experiencia de la belleza, de la verdad y del bien. Creo que la primera es la que remite al Misterio más directamente, porque afecta a nuestro corazón. Lo percibió estupendamente Baudelaire, cuando describía la melancolía que suscitaba en él algo bello, que le recordaba un Paraíso del que se sentía exiliado.
La experiencia de la verdad está presente en todos nuestros intentos de conocer algo. Aunque sea una brizna de hierba, me remite al misterio del cosmos entero: ¿Cuál es su causa primera? Está además la experiencia del bien, que puede darse ante una sobreabundancia o ante una carencia.
¿En qué sentido?
Los cristianos hablan con frecuencia de la segunda, subrayando por ejemplo que nada aquí puede saciar nuestro deseo, hecho a imagen de Dios. Creo, sin embargo, que no debemos olvidar la sobreabundancia de las cosas: como nos recordaba don Giussani, estamos llamados a vivir el ciento por uno aquí en la tierra. Pienso en la alegría desbordante que experimento jugando con mis hijas. Es un gusto por las cosas distinto, por el que me veo obligado a preguntarme: ¿Por qué existe este bien, pensado precisamente para mí? ¿Dónde está el origen de esta generosidad? Partiendo de la belleza y de la bondad de las criaturas, puedo llegar hasta su fuente. En este sentido, podemos decir que todo ser es signo del Misterio. Y cuanto más voy hacia el cielo, más me reclama éste a su vez a la tierra.
¿A qué se refiere?
Para nosotros, el signo es con frecuencia una etapa a superar, como si llegados a un punto pudiésemos decir: «He encontrado a Dios, ya no necesito la tierra». En cambio, cuanto más me dirijo al Creador, más retorno a las criaturas: Él las ha querido, y, por tanto, yo no podría ser amigo del Creador sin serlo de sus criaturas. Es lo que sucede en la Ascensión: subir al cielo es, al mismo tiempo, descender hasta las cosas más pequeñas de la tierra. La Ascensión de Cristo no es una evasión, sino el camino para ser la plenitud de todo. Es magnífico, ¿no cree? Porque no se nos pide que nos separemos de las cosas terrenas, sino que lleguemos hasta su origen. Y este origen es el cielo.
¿Podríamos decir que Cristo nos muestra cuál es la verdadera forma de relacionarnos con la realidad?
Sí, pero el problema es que hemos reducido todo esto a una serie de reglas. Olvidamos que Él nos invita a una mirada, a contemplar. Como digo a menudo, podríamos reducir todos los mandamientos a dos. El primero, en los orígenes de la vida cristiana, está en la invitación de Cristo: «Mirad los lirios del campo». No dice simplemente que existan los lirios, sino: «¡Miradlos!». Y nos muestra que, al contemplarlos, somos introducidos en el misterio de la providencia. El segundo mandamiento, al final de la vida cristiana, consiste en estas palabras al siervo fiel: «Pasa al banquete de tu Señor». Porque no somos masoquistas: la cruz no es una finalidad, es para la gloria. Nosotros, los cristianos, no buscamos el dolor, sino la alegría. Dios, que vive en la alegría, ha querido comunicarla a todos los hombres. Por eso la ha hecho bajar hasta nuestra miseria, clavándola en la Cruz. Y, desde ese momento, la Cruz se ha convertido en camino hacia la alegría. Nada más lejos de la moral y de las prohibiciones: antes que cualquier cosa, existe un asombro, la admiración por las cosas.
En el Meeting del año pasado usted afirmó que esa experiencia está en la raíz de cualquier intento de conocer la realidad…
Es lo que decía Aristóteles: la maravilla es el origen de la filosofía. La palabra “estupor” se acerca mucho a “estúpido”. Es así: cuando me hallo en ese estado, puedo sentirme estúpido. De hecho, hace falta una cierta humildad para llenarse de asombro y maravilla. Pero, al mismo tiempo, es la más alta inteligencia, porque ahí mi razón se abre al misterio. Distintos filósofos como Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, o el mismo Martin Heidegger, han dado espacio a esta experiencia de asombro, mientras que muchos otros la han despreciado completamente.
Es el caso de Descartes, al que está dedicada la primera parte de su libro…
Según su «Cogito, ergo sum», la primera disposición del hombre sería la duda. Exactamente lo contrario del asombro. Esta interpretación ha marcado toda la modernidad. Pero, en realidad, Descartes está a caballo entre estas dos posiciones: en el tratado Las pasiones del alma, por ejemplo, escribe que el primer afecto del hombre es la admiración. Por tanto, considerándolo bien, incluso Descartes ha tenido que admitir que lo que permite incluso la duda acerca de la realidad es haberla admirado. Sin este paso previo, ni siquiera la duda sería posible. Piénsese, por ejemplo, en la angustia ante la muerte de la que habla Heidegger. Con frecuencia se le reduce a esto, pero para tener esa angustia es necesario haberse asombrado antes por la realidad: sin esta experiencia ante la vida, la privación de ella no tendría nada de angustioso.
¿Cómo es posible, entonces, que muchas veces estemos tentados de bloquear este recorrido, deteniéndonos en la superficie?
Hay algo que nos impide conocer verdaderamente el ser: es una reducción del mundo a su utilidad, a un material que podemos manipular. Cuando somos prisioneros de esta preocupación práctica, se desluce la realidad: abandonamos la contemplación por la praxis, por la acción. Entra en juego, además, una deformación ligada a nuestro orgullo: existe en nosotros una ingratitud que nos impide reconocer el misterio. Porque admitir la bondad fuera de nosotros mismos significa aceptar que no somos nosotros los jueces de las cosas: si hemos recibido la vida, no somos dueños de ella.
Sin embargo, desde un cierto punto de vista no podemos evitar las preocupaciones prácticas…
Es cierto, la praxis es necesaria: no vivimos del aire, el mundo mismo necesita de lo que hacemos. Pero no debemos olvidar dónde hunde sus raíces nuestra acción y cuál es su fin: la contemplación. En el Génesis, el Edén se describe así: «El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos de ver y buenos de comer». Primero viene la contemplación («hermosos de ver»), y por tanto la acción («buenos de comer»). Mientras que cuando la serpiente sugiere a la mujer que pruebe el fruto del árbol que se halla en medio del jardín, ella ve que era «bueno de comer y hermoso de ver». Se ha invertido el orden: con el pecado se parte de la acción, se pasa por una contemplación –reducida a una especie de espectáculo útil para una buena digestión– y se vuelve luego a la acción: se vive en el activismo. Y en el desorden, porque una acción se ordena únicamente si en su inicio considera la realidad y las exigencias del corazón. Quien actúa al margen de esto, como si fuese un dios y decidiese acerca del bien y del mal, puede tener las mejores intenciones, pero se convierte en un destructor. No le prestamos atención, pero ahí se encuentra el origen del desorden.
En la actualidad, ¿dónde se encuentra este peligro?
Piense, por ejemplo, en el miedo a la vida: no se acepta como un don, y se trata de transformarla a partir de una idea. Por eso, en vez de acoger a un niño, se fabrica un producto. Partiendo de un proyecto de perfección, reducimos el ser a sus funciones: más que “perfección”, se trata de una degradación del ser a su utilidad. Por el contrario, cuando acojo al otro que me es donado, acojo en verdad el misterio de la vida. La vida no en su realización práctica, sino en el disfrute de ella. De este modo, puedo participar de la forma de mirar las cosas que tiene el poeta.
En este sentido, son conmovedoras las descripciones que, en distintos puntos de libro, hace de su vecino, con su maletín de piel, chaleco y pajarita: «¡Ah, Victor Franchon! ¡Con qué tierno asombro tendré que mirarte a partir de ahora…! Dios está en todas partes, pero especialmente ahí, en lo profundo de tu alma».
Verdaderamente, no necesitamos irnos muy lejos para llegar hasta el Misterio infinito. El otro, aunque sea una persona cualquiera, una persona gris, es siempre un abismo. Chesterton decía que lo más asombroso no es que uno tenga una nariz así o asá, sino sobre todo que tenga una nariz. Aunque la expulsión del Paraíso haya cambiado nuestro corazón, oscureciendo la facultad contemplativa, yo hablo de una experiencia concreta que puede hacer cualquiera que mire al otro con atención.
Entonces, ¿qué añade el encuentro con Cristo a esta dinámica del conocimiento?
Atención: Cristo la exalta, pero no porque añada algo. Toda experiencia del misterio es experiencia de Cristo: al ser Dios, está en el origen de todo. No siempre tenemos conciencia de ello, pero no se trata de algo opcional. Por eso me encanta cuando don Giussani escribe que las enseñanzas de Cristo no son sino «el orden de la realidad»: no se trata de añadir nada. En todo caso, se trataría de llevar a cumplimiento lo que ya existía. Como san Pablo, que reveló en el Areópago lo que los atenienses adoraban sin conocerlo. Ésta es la misión a la que somos llamados, ante cualquier “señor Franchon” con el que nos topemos: anunciar a Aquel que le acompaña desde siempre.
FULGURADO DELANTE DE UN CRUCIFIJO
En una ocasión, el filósofo francés Alain Finkielkraut presentó a Fabrice Hadjadj con estas palabras: «De orígenes judíos, de nombre árabe, por elección católico». Nacido en Nanterre, en 1971, en el seno de una familia judía de raíces tunecinas, cuenta que se quedó «fulgurado delante de un crucifijo de la iglesia de Saint-Séverin, en el centro de París». Se bautizó a los 30 años. Este joven intelectual poliédrico (filósofo, dramaturgo y ensayista) es profesor en un Liceo de la provincia de Tolón. En España, la editorial Nuevo Inicio, de Granada, ha publicado La fe de los demonios. (o el ateismo superado) y, recientemente, La profundidad de los sexos. Por una mística de la carne. El 28 de agosto, en el Meeting de Rimini, presentará el libro de Luigi Giussani L’io rinasce in un incontro.
LIBROS
La fe de los demonios (o el ateísmo superado)
Nuevo Inicio, Granada 2009
pp. 278 – 23,00 €
Muchos cristianos piensan que sus enemigos más peligrosos están entre los libertinos y los lujuriosos, sin embargo, los demonios son ángeles e ignoran los placeres de la carne. Otros los buscarían entre los ateos o los agnósticos, pero los demonios creen, nos recuerda Santiago, y tiemblan. No hay un solo artículo de fe que no tengan por cierto. Quizás lo demoníaco no sea algo tan exterior como imaginamos. Este libro no es un tratado de demonología, sino una reflexión sobre la lógica del mal, un pequeño breviario de combate (y de vulnerabilidad), una lección de ka(ra)tecismo para, como dice san Pablo, aprender a “pelear, sin dar golpes en el vacío” (1 Co 9, 26).
La profundidad de los sexos
Nuevo Inicio, Granada 2010
pp. 304 – 24,00 €
¿Qué son esos sexos que creemos conocer tan sobradamente? Algunos se preocupan por su longitud y propugnan su desinhibición; otros recuerdan sus diferencias y temen su confusión. Pero, ¿no es posible, más allá de su reducción biológica o de su sublimación psicológica, considerarlos en toda su profundidad? ¿Y si se abrieran bajo nuestras cinturas caminos impenetrables?
Contra todo dualismo (también contra todo proyecto técnico que reduzca el hombre a un material), este libro quisiera reconocer el espíritu que se da en la carne misma. Contra todo moralismo (también contra todo ese inmoralismo que no deja de aleccionarnos), se esfuerza en descubrir “una moral que se ríe de la moral”, reservando un lugar para la dramaturgia del deseo. Su itinerario a través de la literatura, la filosofía y los textos sagrados, nos invita a sumergirnos en profundidades sexuales sucesivas: el cuerpo, la pareja, el hijo, la ciudad y, finalmente, el Cielo posible. La Esposa del Cantar de los Cantares no teme decir a propósito del Esposo divino: Metió la mano por el agujero de la cerradura, y toda entera me estremecí (Ct 5, 4).
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón