Los sucesos políticos acaecidos en España y América a partir de 1808 desencadenarán en ambas un proceso de cambios. Desde el punto de vista de la historia, ¿se puede hablar, al menos inicialmente, de una “revolución” o más bien de un conjunto de circunstancias cambiantes dentro de un complejo panorama político y militar?
Una memoria celebratoria del hecho que nos ocupa debe intentar comprenderlo desde la totalidad de la historia de Hispanoamérica. No se pueden entender “Los sucesos de 1810” desvinculándolos de la fundación –tres siglos antes– de los Reinos de Indias, una aventura magistralmente guiada por Isabel de Castilla. Ni tampoco se puede comprender sin entrever la profunda cisura que provocó el preliminar siglo XVIII.
La Iglesia y el proceso de mestización. Son varios los actores y las intencionalidades de los sucesos de mayo de 1810 en Argentina. Pero podríamos decir que –en general– la mayor parte de ellos buscaron inicialmente salvaguardar una realidad forjada en el encuentro, conflicto y fusión de lo hispánico con lo autóctono americano a partir del siglo XVI. En aquella original sociedad que a partir de aquel momento se había constituído, lo fundamental fue el sustancial proceso de mestización, entendido no como un simple “asunto” étnico, sino como un proceso de verdadera re-generación humana y cultural. En ese proceso fue fundamental el papel educador protagonizado por la Iglesia Católica, que trasvasó a los pueblos encontrados toda la grandeza del Acontecimiento cristiano. No para sustituir ni para derogar las viejas cosmovisiones religiosas de los indoamericanos, sino para “incorporarlas” a una visión más universal, más personal y humanista, más católica. Con todos los avatares y penas de cualquier compleja construcción humana, con graves y masivas injusticias sufridas por gentes autóctonas a manos de conquistadores, encomenderos, bandeirantes y aventureros.
Pero todo ello era superado desde la raíz y desde el inicio mismo por el testimonio vivo de Cristo, mediante la acción profética de multitud de misioneros. Desde Antonio de Montesinos, Pedro de Córdova, el Tata Vasco de Quiroga, Bartolomé de las Casas, Junípero Serra, Bernardino de Sahagún, Pedro Claver, culminando en el sorprendente movimiento evangelizador y educador de la Compañía de Jesús, que se prolongó hasta finales del siglo XVIII.
Derecho, cabildos y corona. Todo ello dio origen a un mundo nuevo, articulado en un orden jurídico e institucional propio, forjado, precisamente, para interpretar la “novedad” humana y cultural de “las Indias”. En esa realidad fue decisiva la creación de una institución originaria y democrática en la América hispánica: los Cabildos. Cada ciudad, villa o pueblo lo tuvo, y el fuerte arraigo de esta institución nació del mundo cultural de los fundadores. Un mundo lleno del «sentido del honor, la profundidad de su fe, su espíritu individualista junto a su sentido social», que constituían los elementos esenciales de los cabildantes ante la comunidad.
Junto a esta implantación de los Cabildos, hay que mencionar además la naturaleza y carácter que la Corona daba a este Reyno de Indias. Todas las disposiciones reales consideraban a los dominios americanos como parte de la Corona de Castilla, como «integrantes de un Reino en un todo independiente, separado y distinto de los reinos peninsulares». Y, puesto que no eran colonias –sí lo serán para los extraños Borbones del s. XVIII–, la Corona se obligaba a mantener unidos estos Reinos, estableciendo que el Rey era «Señor de las Indias Occidentales, Islas y Tierra firme del Mar Océano, descubiertas y por descubrir». Es interesante agregar que el uso tanto de los términos colonia como de conquista fue expresamente prohibido por la casa real de los Habsburgos, tanto por Carlos V como por su hijo Felipe II.
En tal carácter, los Reyes de Castilla eran los depositarios y administradores de la soberanía, no pudiendo tratar al Reino «como propiedad o patrimonio personal», debiendo ejercer el «buen gobierno», «usando y disfrutando de sus regalías y beneficios, como auténticos usufructuarios del poder».
Asimismo, siguiendo al viejo derecho feudal que España conservó en todo el proceso de la Reconquista contra el moro, los Reinos establecían entre sí un pacto (foedus) para defender lo que era común a todos: «la patria, síntesis suprema de tierra, religión y cultura». Los Reinos de Indias y los peninsulares se aunaron en una verdadera confederación, manteniendo cada uno su naturaleza independiente. Y la Corona gobernaba a las Indias con un sistema de gobierno y administración, creando instituciones que la hacían presente como realidad viva, en los Virreyes, Capitanes Generales y Reales Audiencias. Así como también todo un sistema comercial, para proteger la variada producción económica americana.
Despotismo ilustrado y mundo indiano. Como anticipamos, el siglo XVIII significó un giro en la vida del Estado indiano. La llegada de los Borbones, una dinastía con su fuerte impronta absolutista y de centralización política y administrativa a tono con el clima del momento, chocó con aquella realidad que los padres fundadores de los dos siglos anteriores habían establecido. Sobre todo a partir de Carlos III, las provincias americanas serán «consideradas colonias, en un todo dependientes de la metrópoli, y cuya única función debía ser la de revitalizar la economía peninsular», tal como, por ejemplo, Inglaterra hacía con sus colonias. Objetivo no logrado del todo, ya que el contrabando burló estas disposiciones del despotismo real de la dinastía francesa.
Con el Despotismo Ilustrado en el gobierno de España en el siglo XVIII, estamos ya en la antepuerta del proceso que nos llevará a los Sucesos de Mayo, que acontecerán en todo el mundo indiano. En ello hay que ver el origen de estos sucesos. Es interesante citar, a modo de ejemplo, lo que un carmelita español enseñaba en su Catecismo Real, compuesto en 1786, en el siguiente diálogo: «¿Por qué los Reyes se llaman Dioses?Porque su Reino son unas imágenes visibles de Dios. ¿El Rey está sujeto al pueblo? – No, pues que esto sería estar sujeta la cabeza a los pies». Y en otro de 1796: «¿Quién es el Rey de España? –Es un Señor tan absoluto que no reconoce superioridad en la tierra. ¿Cómo se llama? – El señor Don Carlos IV».
Esto se llegó a enseñar entonces porque veinte o treinta años antes se había producido el más traumático hecho acontecido a los pueblos hispanoamericanos: la expulsión de los Jesuitas. Y, por tanto, prohibida la enseñanza de los jesuitas Suárez y Mariana, o los dominicos Francisco de Vitoria y Domingo De Soto y otros, doctrinarios de la soberanía popular o del pacto de sujeción, por el cual –como dijimos– el Rey gobernaba por delegación del pueblo.
Todo ello llevaría al problema de la legitimidad y de la representación, ante la ausencia de Fernando VII, cautivo de los franceses. Por lo cual, no se puede hablar de un «pensamiento de Mayo» ni de un acto fundacional de las nuevas naciones, «sino de un conjunto de circunstancias cambiantes dentro de una compleja trama política y militar» (Goldman, N.) que afectó a toda Hispanoamérica.
Soberanía, no revolución. Cuando a mediados de mayo de 1810 llegó la noticia a Buenos Aires de la formación de un Consejo de Regencia, al cual estos pueblos le negaban legitimidad, así como había ocurrido ya en otras capitales, las elites porteñas se decidieron por reasumir la soberanía, tal como lo mandaba el viejo Derecho español.
Es interesante al respecto consignar lo dicho por uno de los protagonistas de aquellos sucesos en el Río de la Plata: «¡Tales son en todo los cálculos de los hombres! Pasa un año, y he ahí que sin que nosotros hubiésemos trabajado para ser independientes, Dios mismo nos presenta la ocasión con los sucesos de 1808 en España y en Bayona» (Manuel Belgrano). O lo que el mismo Belgrano afirma en otra carta escrita a un agente de Carlota Joaquina, [hermana de Fernando VII, a la cual algunos querían coronar en estas tierras]: «…hoy hemos tenido el gusto de que se haya prestado el juramento de obediencia a la Central de España y de conservar la Constitución monárquica…». En Buenos Aires, el 26 de mayo, la Junta firmaba una Proclama a los habitantes del interior del Virreinato, comprometiéndose a conservar «nuestra Religión Santa, la observancia de las Leyes que nos rigen, la común prosperidad, y el sostén de estas Posesiones en la más constante fidelidad y adhesión a nuestro muy amado Rey y Señor don Fernando VII y sus legítimos sucesores en la Corona de España…».
Por tanto, al menos inicialmente, nada de términos como independencia o revolución. Menos aún en la acepción que hoy damos a estas palabras. Aunque también es cierto que el virus de la revolución ya estaba en el aire. La idea de revolución como ruptura total con la tradición y comienzo desde la tabula rasa, nacida al calor de la Revolución de 1789, con su mutación cultural consecuente, llegará a estas costas poco después.
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