Turín 1828-1842, catorce años bastaron para revolucionar la asistencia a los pobres. Catorce años bastaron para construir de la nada una ciudad dentro de la ciudad. La Piccola Casa hospedó en ese tiempo a más de 6.000 necesitados, proporcionándoles cuidados médicos, educación y trabajo, mientras en la capital del Reino de Saboya crecía a ojos vista el número de personas pobres que buscaban trabajo
Catorce años en los que las palabras de san Pablo «caritas Christi urget nos» se hicieron muy palpables implicando a una multitud de personas, desde los dos albañiles que ofrecieron gratuitamente su trabajo, pasando por la ayuda del ministro del Interior, hasta el mismo Rey. Pero el fundador, Giuseppe Cottolengo, nacido en Bra (Cuneo) el 3 de mayo de 1786 en una familia de clase media, el primero de doce hijos, decía que él tan sólo había obedecido a la Divina Providencia: era Dios quien obraba, bastaba con seguirlo. Después de él, don Bosco, don Murialdo, don Orione y otros más se expresarían con las mismas palabras, siendo testigos de una caridad operosa, que pudo construir lo que para los hombres sería “imposible”.
El primer hito de esta historia tiene una fecha precisa, el 2 de septiembre de 1827. Una mujer embarazada, durante un viaje de Milán a Lyon, para en Turín porque se encuentra mal. Por diversas razones, los hospitales no pueden alojarla, y la mujer, junto a sus tres hijos, encuentra cobijo en una hostal. Su estado es muy grave, así que alguien sale a buscar a un sacerdote a la cercana parroquia del Corpus Christi. Cuando llega don Giuseppe la mujer está agonizando y muere entre sus brazos. En un momento de crisis espiritual para el joven canónigo, éste es el signo que el Señor le envía para responder a sus dudas. No le esperan ni los estudios teológicos, ni la tranquila vida parroquial, sino la llamada a socorrer a los muchos que necesitan cuidados y no pueden ser atendidos. Para Giuseppe aquel hecho particular lo aclara todo. Pide al sacristán que toque las campanas para convocar a los fieles y acuden treinta personas. Ante el altar de la Virgen de Gracia, anuncia que quiere crear un centro para enfermos pobres que, por distintas razones, son rechazados en los hospitales.
El 17 de enero de 1828, en el barrio de Dora Rossa, en dos habitaciones preparadas con la ayuda de algunos parroquianos, se abre la enfermería con cuatro camas. Llegan los enfermos y también los voluntarios. Entre ellos, el doctor Lorenzo Granetti, que seguirá esta aventura hasta el final. El número de enfermos aumenta y don Giuseppe alquila otras habitaciones. ¿El dinero? La Providencia se ocupará de ello. No es una despreocupación irresponsable, sino una sólida fe que le hace decir: «Estoy más seguro de la Divina Providencia que de la existencia de la ciudad de Turín». Y empiezan a llegar los donativos. En un momento dado, se da cuenta de que es necesaria la presencia de enfermeros a tiempo completo que dediquen su vida a esta obra de caridad. Se lo propone a algunas jóvenes que, acompañadas por la viuda Marana Nasi, empiezan a atender a los enfermos. Estas primeras veinte aspirantes a hermanas son el núcleo originario de las “Hijas de la caridad bajo la protección de San Vicente de Paúl”. Don Giuseppe les enseña el catecismo para que conciban su trabajo al lado de los que sufren como la tarea de compartir total y gratuitamente las condiciones en que éstos viven. De día en el hospital y de noche en las casas de los pobres.
Pero el 19 de septiembre de 1831 llega la orden de cierre. La ciudad está en alerta por una posible epidemia de cólera y hay que tomar medidas preventivas. Los habitantes de Volta Rossa ven en el hospital un foco peligroso para la expansión de la enfermedad y solicitan una inspección. El resultado dice que en aquellas habitaciones se aplica una limpieza absoluta y se respetan todas las normas higiénicas. Pero no hay nada que hacer. Les obligan a cerrar. Las hermanas abren en los mismos locales una escuela para niños pobres y don Giuseppe da vida a una obra asistencial dedicada a jóvenes pobres y abandonadas que viven de limosnas. A estas jóvenes les ofrece aprender un oficio para salir de la miseria. Llegan más de cien jóvenes en estos meses.
Volver a empezar en la periferia. El cierre de la enfermería no desanima a Cottolengo, que empieza a vagar por la ciudad en busca de un lugar donde reabrir el hospital. Lo encuentra en Valdocco, un distrito de la periferia habitado sobre todo por población obrera. Aquí lo quiere la Divina Providencia. Alquila un local con granero y establo. Con la ayuda de dos albañiles lo acondiciona y el 27 de abril de 1832 llegan los primeros enfermos. Pero las puertas del nuevo edificio no sólo se abren para los enfermos, sino también para todas las personas pobres y abandonadas que buscan trabajo. La demanda es ingente y se alquilan más locales. De las cinco camas iniciales se pasa en pocos meses a cientocincuenta. Nacen la Casa de la Esperanza y la Casa de la Caridad. La Piccola Casa alcanza dimensiones considerables, que llaman la atención de las autoridades. El ministro de Interior, Antonio Tonduti Dell’Escarène, muy impresionado por cómo esta obra responde a las dramáticas condiciones de vida de los pobres en el Reino de Saboya, sugiere al sacerdote que escriba una memoria para pedir el reconocimiento jurídico, indispensable para poder aceptar herencias y donaciones. Don Giueseppe escribe al Rey contándole la obra que va surgiendo, pero sobre todo le pide que le dispense de rendimientos de cuentas e inspecciones gubernamentales, porque considera que la única autoridad a la que debe rendir verdaderas cuentas es la divina. El documento llega acompañado por un halagador informe del ministro, que habla de «trescientas personas que se benefician diariamente de la laboriosa caridad del canónigo». El 27 de agosto de 1833 llega el reconocimiento jurídico, que garantiza la plena independencia de la obra. Es el comienzo de una relación de estima con la Casa Real y las autoridades que se mantendrá en el tiempo.
Crece la Familia. Las necesidades crecen y la Piccola Casa también. En 1834 se inaugura el hospital de San Vicente, con capacidad para doscientas personas: enfermos que no pueden ser tratados en los hospitales y enfermos crónicos. Médicos conocidos alargan su jornada laboral gratuitamente. Para agilizar el trabajo, Cottolengo manda imprimir los informes con los datos generales de los pacientes, su diagnóstico y tratamiento. Nada se deja al azar. Ese mismo año se abre una escuela para chicos pobres sordomudos. Al año siguiente, el orfanato. Y después, la “Familia de los buenos hijos y las buenas hijas”, para enfermos mentales, la “Familia de los inválidos”, para mutilados, paralíticos y personas raquíticas. Para todos existe un lugar donde vivir con dignidad y aprender un trabajo. En pocos años nacen una decena de iniciativas que asisten a más de quinientas personas. Otros hospitales de la región piden la presencia de las hermanas de San Vicente. Cottolengo no hace más que obedecer a lo que el Señor le pide. No le interesa la justicia social o asistencial, ni resolver los problemas de los hospitales de Turín. Su manera de “gestionar” una empresa tan descomunal deja a todos boquiabiertos. Como escribe Camillo Benso, conde de Cavour, después de visitar la Piccola Casa: «Esta obra admirable está fundada y sostenida por un solo hombre, que no posee otra cosa en el mundo que el inagotable tesoro de una inmensa caridad. Él confía en la Providencia y ésta no le falla nunca, y suscita almas piadosas que, sin que nadie lo sepa, proporcionan los medios para hacer estas maravillas. El canónigo no cuenta con tesoreros ni administradores, no tiene libros de contabilidad. Sin embargo, aquí todo funciona ordenadamente, incluso los propios beneficiarios colaboran en el mantenimiento de la institución». El futuro estadista de la Italia unida capta un aspecto fundamental: Cottolengo no quiere gestionar un hospital sino guiar a una familia en la que cada miembro tiene su tarea y su responsabilidad.
Entre 1837 y 1839, la Casa se hace cada vez más funcional e independiente. Se construye un horno de pan y un matadero. La ermita se convierte en parroquia. Pero éste es también el periodo más oscuro desde el punto de vista económico. Las deudas crecen y la obra es sometida a una investigación gubernamental. Tras una larga charla con don Giuseppe, los inspectores escriben: «Después de tres horas de conversación, llegamos a la conclusión de que para cubrir el déficit ¡hay que aumentar los gastos! ¡Y confiar en Dios! Hay que decir que la fe de este hombre es asombrosa y oponerse parecería una blasfemia». Para cubrir una parte del déficit, el Rey y la Reina asignan una cifra considerable, llegan donaciones... libres de impuestos.
Don Giuseppe sabe que la obra puede subsistir sólo si permanece unida a Quien la ha querido y amado. Por eso funda cuatro comunidades de clausura femeninas, una masculina, un seminario y una congregación de sacerdotes al servicio de la Piccola Casa. En sus oraciones, en su entrega total a Dios, está el origen de todo. Un continuo reclamo a no caer en el peligro de la pura generosidad humana. La mirada debe estar siempre dirigida a Dios.
En la casa del Padre. Abril de 1842. Turín está de fiesta por la boda del príncipe heredero Víctor Manuel con María Adelaida de Habsburgo. Pero la ciudad sufre una epidemia de tifus petequial que se cobra muchas vidas, también entre los enfermos y voluntarios de la Piccola Casa. Don Giuseppe no tiene un momento de reposo, está extenuado. El 21 de abril acompaña a tres hermanas a cubrir el turno en el hospital del pueblo de Chieri. Tiene fiebre alta y le obligan a quedarse en casa del Hermano Luigi. Está muy grave, le atiende el doctor Granetti, pero no se puede hacer nada. Muere el 30 de abril de 1842 con estas palabras en los labios: «¡Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la Casa del Señor!».
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