Benedicto XVI llegó a Fátima como un peregrino fatigado por los vaivenes de una historia dramática, pero con una luz en los ojos que desafía todas las tormentas
El cielo radiante es como el horizonte del mundo para esta mañana inolvidable en la explanada de Fátima. Un cielo tan azul como el Atlántico inmenso que le sirvió de marco en Lisboa, cuando sintió el calor de su pueblo, de ese pueblo apretado que le aclamaba sin cansarse, que le agradecía de corazón su testimonio de estas semanas, su paternidad concreta, su mano firme y suave en el timón de la Iglesia. Allí habló de la Iglesia, a la que no le faltan «hijos reacios e incluso rebeldes», pero cuyos verdaderos rasgos podemos reconocer en los santos. Y lanza la severa advertencia de que a veces «nos preocupamos afanosamente por las consecuencias sociales, culturales y políticas de la fe, dando por descontado que hay fe» y reconoce que «se ha puesto una confianza tal vez excesiva en las estructuras y en los programas eclesiales, en la distribución de poderes y funciones, pero ¿qué pasaría si la sal se volviera insípida?».
Y después conforta a su pueblo con la única medicina posible: «es necesario anunciar de nuevo con vigor y alegría el acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo, corazón del cristianismo, el núcleo y fundamento de nuestra fe, recio soporte de nuestras certezas, viento impetuoso que disipa todo miedo e indecisión, cualquier duda y cálculo humano». Antes, en el avión que lo trasladaba desde Roma, había hecho temblar los teletipos de medio mundo al afirmar que «los ataques al Papa y a la Iglesia no sólo vienen de fuera, sino que los sufrimientos de la Iglesia proceden precisamente de dentro… que la mayor persecución de la Iglesia no procede de los enemigos externos, sino que nace del pecado en la Iglesia». Quienes le han atacado con saña se quedan ahora sin palabras y empiezan a preguntarse quién es éste hombre, de qué fuente bebe y qué persigue. Ellos no lo entienden, pero su pueblo sí.
Ha hecho cuentas con el misterio del mal presente también en los hijos de la Iglesia. Un mal que le ha hecho sufrir hasta las lágrimas, pero que él sabe que debe asumir en su propia carne, porque también para eso es Pedro. Pero ahora, ante la alegre multitud en el Terreiro do Paço de Lisboa, les conforta: «la resurrección de Cristo nos asegura que ningún poder adverso podrá jamás destruir la Iglesia». Y luego les habla de los anhelos más profundos de su corazón humano, de sus interrogantes sobre el sufrimiento, la injusticia y el mal, para decirles que sólo Cristo puede responder a su necesidad.
Trascendental también el discurso al mundo de la cultura, en el que profundiza la necesidad de una reconciliación operativa entre la tradición cristiana y lo mejor del pensamiento ilustrado e interpela a los católicos a aprender una nueva forma de estar en un mundo plural. Éste es un momento histórico que exige lo mejor de nuestras fuerzas: audacia profética y capacidad para expresar de nuevas formas la experiencia multisecular de la Iglesia. En este mundo complejo y confuso que se aleja de la sabiduría heredada de la tradición cristiana al tiempo que prueba con amargura el fracaso de tantas falsas promesas, la Iglesia propone un diálogo sin ambages y respetuoso con todas las corrientes, para abrir las puertas a la Verdad que ella anuncia: el Logos encarnado, el Dios hecho hombre que ha muerto y ha resucitado.
En Fátima el Papa se refiera a los sacerdotes. Le habla como un padre y un hermano, les recuerda la dignidad inmensa de su vocación pero comprende sus debilidades, la tentación de la soledad y del cansancio, las falsas ilusiones que también les acechan. Les insta a alimentarse una y otra vez de la fuente de la gracia, les pide que se acompañen y sostengan mutuamente, que se estrechen en el hogar de la Iglesia. Les recuerda el riesgo que Jesús ha querido asumir confiando su misión a gente pobre y débil, pero les asegura que esa pobreza y debilidad no son impedimento para quien se confía por entero al poder de Cristo y a la protección de María, a cuyo Corazón Inmaculado les consagra.
Ante medio millón de peregrinos Benedicto XVI subraya que sería una vana ilusión pensar que la misión profética de Fátima haya concluido ya. Fátima habla del padecimiento que acompañará siempre el camino de la Iglesia, habla del drama insondable de la libertad humana, creada para reconocer a Dios amorosamente pero capaz de rechazarlo y de desencadenar un ciclo de muerte y de terror como tantas veces hemos visto en la historia. Pero Fátima habla también, y sobre todo, de un Dios que no abandona a la humanidad, que se implica con su historia, que sale al rescate del hombre extraviado, que hace levantarse de nuevo a la Iglesia de sus postraciones. Habla del arrepentimiento y la penitencia que brotan de quien reconoce un Amor inconcebible que le sale de nuevo al encuentro. El Papa evoca de nuevo la llama de la fe que puede extinguirse en amplias regiones de la tierra, y recuerda que la prioridad es hacer presente a Dios en este mundo. Para esto ha venido, por esto sufre y trabaja el humilde obrero en la viña del Señor.
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