En la historia del cristianismo ha habido muchos momentos oscuros. Como en el siglo IV, cuando el obispo Donato quiso alejarse de una Iglesia hecha (también) de pecadores. Olvidaba que en ella se hace presente a Cristo. Para el padre NELLO CIPRIANI, teólogo del Agustinianum, tenemos mucho que aprender de este episodio...
En la Iglesia siempre han existido el límite y la “suciedad”. Desde Pedro y Judas en adelante. Y también ha existido, al mismo tiempo, la experiencia de la victoria de la misericordia. Por encima de todo. Pero ha habido algunos momentos en los que esta dinámica se ha manifestado de forma más dramática. Uno de ellos fue el siglo IV, en el norte de África, lugar de comunidades cristianas muy florecientes y ricas en testimonios (los mártires más importantes de los primeros siglos proceden de aquellas tierras) y escenario de uno de los enfrentamientos más violentos y peligrosos para el cristianismo que se hayan producido nunca: el cisma donatista.
Hemos hablado de este tema con el padre Nello Cipriani, profesor de Teología en el Augustinianum de Roma y especialista en san Agustín.
Antes de empezar, no podemos dar por descontado que nuestros lectores conozcan el donatismo y la obra antidonatista de Agustín…
Se trata de un movimiento cismático que dividió en dos a la Iglesia norteafricana entre los siglos IV y V. Tomó su nombre de Donato, que, aunque no fue su promotor, sí fue una de las figuras de mayor relieve en sus inicios.
¿Cuáles eran los términos de la disputa y en qué se oponían a los demás cristianos?
Su núcleo era una concepción purista y tradicionalista de la Iglesia. Todo comenzó al abrigo de la última gran persecución de Diocleciano (303-304), que provocó también muchas y dolorosas defecciones en el seno de la Iglesia. Una vez que se restableció la libertad religiosa y el régimen de favores con relación a los cristianos después del Edicto de Milán (313), muchos de los traditores (llamados así porque habían “entregado” –del latín tradere– los libros sagrados durante la persecución) pidieron a la Iglesia ser recibidos de nuevo en la comunión eclesial. Los “duros y puros”, que habían permanecido fieles incluso en medio de grandes sufrimientos, negaron esta posibilidad, a menos que los penitentes fuesen re-bautizados. Cosa con la que la Iglesia “Católica” no estaba de acuerdo, en base a una larga tradición y a la convicción de que el Bautismo marcaba para siempre al creyente más allá de su coherencia moral.
Hay que añadir que, en un determinado momento, la discusión pasó del ámbito eclesial al político…
Sí. De hecho, la causa donatista se había convertido en la bandera de un grupo de facinerosos, una especie de “terroristas” del siglo IV llamados “circumceliones”. Ellos se aprovecharon de las divisiones en el seno de la Iglesia para llevar a cabo revueltas de carácter social y actos tan violentos que el mismo Agustín los describe de forma muy cáustica: «Su violencia se había extendido por toda África atemorizando a todos y a todo con violentas agresiones, con latrocinios, asaltos a los viajeros, raptos, incendios, devastación de todo tipo y matanzas».
En un contexto tan dramático, ¿cómo se movió Agustín?
Ante todo, buscó el diálogo, convencido de que el uso de la razón podía superar cualquier división. Más tarde se dio cuenta, muy a su pesar, de la imposibilidad de sanar el cisma, pues los donatistas hacían de ello un motivo de orgullo nacional que desembocaba en una ideología, aunque fuera religiosa… Agustín les hizo frente con decisión, mostrando su error desde el punto de vista de los contenidos y del método cristiano. Pero siempre estuvo abierto a la acogida, sobre todo cuando, después del Concilio de Cartago de 411, los donatistas fueron condenados y, por tanto, excluidos de la Iglesia.
Frente al pecado, sobre todo cuando es grave y escandaloso, existe siempre la tentación de separar drásticamente: por un lado el bien y por otro el mal. ¿Cuál fue la actitud de Agustín? ¿Qué método utilizó?
Los donatistas se habían separado de la Iglesia porque decían que los buenos no pueden estar junto a los pecadores; si permanecen unidos a ellos, también ellos se vuelven pecadores. San Agustín se opuso siempre a esta lógica cismática. A la luz del Evangelio, él veía a la Iglesia como un campo cuyo dueño ha sembrado grano bueno, un campo en el que por la noche el enemigo siembra cizaña. A los jornaleros les gustaría que el dueño del campo les autorizase a intervenir rápidamente para extirpar la cizaña. Pero el dueño se opone porque, según dice, si arrancas las malas hierbas corres el riesgo de arrancar también el grano bueno. Prefiere dejar que el grano bueno y la cizaña crezcan juntos hasta la recolección, momento en que se producirá la separación definitiva. La Iglesia es este campo, en el que Dios ha sembrado con la ayuda de sus ministros grano bueno mediante la predicación de la Palabra y los sacramentos. Sin embargo, el diablo siembra en la Iglesia el mal, y crecen los pecadores. Pues bien, Dios es paciente con todos; no quiere la muerte de los pecadores, sino que se conviertan y vivan. Por eso san Agustín invitaba a los fieles a la tolerancia, a la paciencia y a rezar por su conversión, seguros de que «a los buenos no les perjudican los malos que, o son desconocidos o son tolerados por amor a la paz, a la espera de que Cristo venga y separe la cizaña del grano» (Réplica a la carta de Parmeniano II, 6, 11).
El nudo de la controversia fue el aspecto relativo a la naturaleza de la Iglesia: ¿Dónde se halla la verdadera Iglesia? Podría parecer que únicamente la coherencia moral de sus miembros puede hacer de la Iglesia un sujeto con autoridad moral en la Historia. ¿Cómo respondió Agustín a esto?
La verdadera Iglesia está ahí donde Cristo resucitado está presente, mediante su Espíritu. Él prometió a sus discípulos: «Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo». Cristo le dijo a Pedro, que había confesado su fe en Él: «Sobre ti edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno (las potencias del mal, ndr) no prevalecerán contra ella». En los siglos pasados la Iglesia ha atravesado situaciones mucho más difíciles que la que tiene que afrontar ahora, pero siempre ha resurgido, porque Cristo no la abandona y la renueva constantemente con su Espíritu. San Agustín tenía una fe inquebrantable en Cristo y en la Iglesia. Por lo demás, para uno que ama sinceramente la verdad no es difícil ver que también hoy en la Iglesia, junto a los malos cristianos, hay otros muchos cristianos, tal vez más, buenos y santos.
La acusación de los donatistas puso también en el punto de mira la moralidad de los sacerdotes. Sólo aquel que es puro y no tiene pecado puede celebrar los sacramentos con validez. ¿Qué dijo Agustín a este respecto?
En efecto, los donatistas pensaban que la validez de los sacramentos dependía de la santidad de los ministros. Si el ministro no tiene el Espíritu Santo porque es pecador, decían ellos, entonces no puede santificar a los demás, porque nadie da lo que no tiene. Para san Agustín, en cambio, es Cristo mismo el que obra y santifica en los sacramentos, aunque para ello se sirva de un ministro: «El Espíritu Santo está presente en el ministro de la Iglesia de forma tan activa que, aunque éste sea un hipócrita, el Espíritu obra a través de él tanto la salvación eterna como el renacimiento o edificación de aquellos que son consagrados o evangelizados por su mano» (Réplica a la carta de Parmeniano II, 11, 24). En el Comentario al Evangelio de Juan, Agustín se expresa con claridad meridiana: «Aunque bautice Pedro, es Cristo quien bautiza; aunque bautice Pablo, es Cristo quien bautiza; aunque fuera Judas el que bautizara, sería Cristo quien bautizaría» (Comentario al Evangelio de Juan, tratado 6, 7).
Al verse escasos de argumentos, en un momento determinado los donatistas atacan personalmente a Agustín reprochándole su pasado pecaminoso. El obispo de Hipona no sólo no se avergüenza, sino que descoloca a sus interlocutores… Emerge un Agustín lleno de dolor, que no rebaja el mal cometido, pero al mismo tiempo sereno: está seguro de la victoria de Cristo en él. Me parece estar viendo el rostro del papa Benedicto XVI en estos tiempos…
Nos llena de tristeza ver en estos tiempos al papa Benedicto XVI insultado y sentado en el banquillo de los acusados por culpa de los curas pedófilos. Él, que ha sufrido y condenado como nadie estos crímenes. La posición de san Agustín era algo distinta. Él era acusado por los donatistas a causa de su pasado de pecador por su compromiso contra el cisma. «Pero, ¿quién eres tú –le decían–, que proclamas tantas cosas contra nosotros?». Agustín no tenía dificultad alguna en reconocer sus antiguos pecados; ya los había reconocido públicamente en sus Confesiones. Por eso podía responder: «Contra mis pecados soy yo más severo que tú: lo que tú repruebas, yo ya lo he condenado. Quiera el cielo que me imites y que también tu error se quede en el pasado» (Comentario al salmo 36, disc. III, 19). En cambio, al Papa se le imputan crímenes que no ha cometido y contra los que ha luchado. Es una situación terrible, que nos produce un gran dolor. ¡Es la condena mediática de un inocente!
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