El encuentro con las víctimas y las lágrimas del Papa en Malta conmovieron a todo el mundo. ¿Pero qué ha sucedido después? Lo cuentan algunos de los protagonistas, que explican por qué «por primera vez podría perdonar a quien me hizo tanto daño»
«Cuando vi que al Papa se le escapaban las lágrimas delante de mí, me pregunté por qué sufría tanto por algo de lo que no tiene ninguna culpa. Entonces empecé a sentirme en paz. Por primera vez pensé que podría perdonar a quien me hizo tanto daño».
Joseph Magro, 38 años y dos hijas, acaba de salir de la Nunciatura de Rabat, en Malta, donde se ha reunido con el Papa y con otras siete víctimas de abusos. Lleva al cuello el rosario blanco con el escudo de Benedicto XVI. Junto a Joseph está Manuel. También él, sobre la corbata, lleva una cadena con una medallita con el rostro de Cristo. Tienecasi 40 años, dos hijas pequeñas y la herida todavía abierta de los abusos sufridos –de niño– por algunos religiosos en un instituto que hospeda a menores en situaciones difíciles, a pocos kilómetros de La Valletta. «El Papa me ha tomado las manos, las ha estrechado con fuerza, entonces comprendí cuánto estaba sufriendo», cuenta Manuel. «Le dije que lo sentía mucho por él, que no tiene nada que ver con estos hechos, que yo amo a la Iglesia y me duele en el alma por aquello que la ha manchado así, que han pisoteado el nombre de Jesucristo». Son las palabras del breve diálogo de tú a tú entre Manuel y Benedicto XVI. El Papa llegó a la hora del almuerzo, después de la misa con los católicos de Malta, visiblemente cansado. Pero también decidido a no defraudar a los corazones de aquellos ocho hombres que le esperaban, a los que algunos adultos habían violado su infancia y su inocencia. El encuentro tuvo lugar en la capilla y comenzó con una oración, todos juntos, antes del breve coloquio personal que Benedicto XVI dedicó a cada uno.
Manuel está nervioso, no puede contener las lágrimas mientras describe la mirada humilde de Benedicto XVI. Se ha sentido abrazado tan profundamente que, después de mucho tiempo, vuelve a sentir la confianza en sí mismo. «Me dijo que me creía, que confiaba en mí», repite sin parar.
Un gesto valiente. Manuel es un nombre ficticio, el anonimato –explica– es para proteger a sus hijas de 7 y 9 años, para no dejar caer sobre sus hombros el peso de una historia que él mismo durante trece años ha intentado olvidar a toda costa. Nunca se lo había contado a nadie, ni a su mujer.
Igual que Joseph, que vivió diez años en ese instituto y durante dos años –del 88 al 90– fue víctima de las perversiones de un sacerdote. El mismo que en 1995 celebró su matrimonio.
«Es muy difícil de explicar», relata Joseph. «Para nosotros, niños sin padres, aquel sacerdote era de verdad como un padre. Yo dejé el instituto a los 18 años y fue él quien me encontró un trabajo. Lo mismo les pasó a otros. Pero cada uno de nosotros creía ser el único chico del que abusaba».
Un secreto inconfesable, mucho más para un niño vulnerable al que la vida ya había pedido mucho, abandonado por sus padres y en un contexto que le había acostumbrado a salvaguardar a cualquier precio el buen nombre y la apariencia.
Hasta el año 2003, cuando Lawrence Grech, también víctima de las violaciones cometidas en aquella casa, decide denunciarlo para poner fin al asunto.
El juicio está en curso, ha sufrido retrasos y aplazamientos. Tras el llamamiento público de los obispos de Malta para denunciar ante la Ley a los sacerdotes pedófilos, pero sobre todo después del encuentro del Papa con los principales testigos de la acusación, otras tres víctimas lo han hecho.
¿Una paradoja? ¿El éxito de la presión mediática? No, quizás sea la consecuencia de la actitud del Papa que les permite mirar a la cara una herida hasta ahora censurada. Se lo deben al gesto valiente de un Papa que no tiene miedo a la verdad y que carga en sus hombros las culpas ajenas, mostrando al mundo el rostro del Único que puede sanar las heridas.
El mismo nombre. «Me sentí curado. He encontrado a un santo», dice Joseph sin dudarlo.
«El Papa es muy diferente a como se ve en la televisión o a la imagen que de él dan los periódicos. Es humilde y sensible, sereno pero muy dolido. Cuando le dije cómo me llamo, saltó en seguida, porque tenemos el mismo nombre. Le pregunté lo que llevaba en el corazón: ¿cómo pudieron unos sacerdotes hacer lo que me hicieron? El Papa me contestó que no lo sabía, que era un misterio, porque estas personas habían hecho juramento ante Dios. Me aseguró que rezará por mí. Fue un encuentro inolvidable».
Una memoria tan viva para Joseph que continúa, sorprendentemente, cada tarde cuando reza el Rosario con sus dos hijas. Confiesa que no sabía ni los Misterios, y que jamás había rezado antes con su familia. «¿Por qué ahora rezo el Rosario? Porque si el Papa me lo ha regalado, es porque quiere que lo use», es su respuesta. Sencilla e inmediata. Como la de un hijo que ha encontrado a su verdadero padre.
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