DISCURSO A los obispos brasileños en visita “ad limina” Vaticano, 15 de abril de 2010
Amados hermanos en el Episcopado: Vuestra visita ad Limina tiene lugar en el clima de alabanza y júbilo pascual que envuelve a toda la Iglesia, adornada con los fulgores de la luz de Cristo Resucitado. En Él, la humanidad atravesó la muerte y completó la última etapa de su crecimiento penetrando en los Cielos (cf. Ef 2, 6). Ahora Jesús puede libremente volver sobre sus pasos y encontrarse como, cuando y donde quiera con sus hermanos. (…) Vuestra presencia aquí tiene un sabor familiar, pues parece reproducir el final de la historia de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 33-35): habéis venido a contar lo que ha pasado por el camino hecho con Jesús por vuestras diócesis diseminadas en la inmensidad de la región amazónica, con sus parroquias y otras realidades que las componen, como los movimientos y nuevas comunidades y las comunidades eclesiales de base en comunión con su obispo (cf. Documento de Aparecida, 179). (…)
En esta aparición, las palabras –si las hubo– se diluirían en la sorpresa de ver al Maestro vuelto a la vida, cuya presencia dice todo: Estaba muerto, mas ahora vivo y vosotros viviréis por Mí (cf. Ap 1,18). Y, por estar vivo y resucitado, Cristo puede convertirse en “pan vivo” (Jn 6, 51) para la humanidad. Por eso el centro y la fuente permanente del ministerio petrino está en la Eucaristía, corazón de la vida cristiana, fuente y culmen de la misión evangelizadora de la Iglesia. Podéis así comprender la preocupación del Sucesor de Pedro por todo lo que pueda ofuscar el punto más original de la fe católica: hoy Jesucristo continúa vivo y realmente presente en la hostia y en el cáliz consagrados.
Una menor atención que en ocasiones se ha prestado al culto del Santísimo Sacramento es indicio y causa de oscurecimiento del sentido cristiano del misterio, como sucede cuando en la Santa Misa ya no aparece como preeminente y operante Jesús, sino una comunidad atareada con muchas cosas en vez de estar en recogimiento y de dejarse atraer a lo Único necesario: su Señor.
Al contrario, la actitud primaria y esencial del fiel cristiano que participa en la celebración litúrgica no es hacer, sino escuchar, abrirse, recibir… Es obvio que, en este caso, recibir no significa volverse pasivo o desinteresarse de lo que allí acontece, sino cooperar –porque nos volvemos capaces de actuar por la gracia de Dios– según «la auténtica naturaleza de la verdadera Iglesia, que es simultáneamente humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, empeñada en la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y sin embargo peregrina, pero de forma que lo que en ella es humano se debe ordenar y subordinar a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación, y el presente a la ciudad futura que buscamos» (Const. Sacrosanctum Concilium, 2). Si en la liturgia no emergiese la figura de Cristo, que está en su principio y que está realmente presente para hacerla válida, ya no tendríamos la liturgia cristiana, toda dependiente del Señor y toda suspendida de su presencia creadora.
¡Qué distantes están de todo esto cuantos, en nombre de la inculturación, caen en el sincretismo introduciendo ritos tomados de otras religiones o particularismos culturales en la celebración de la Santa Misa (cf. Redemptionis sacramentum, 79)! El misterio eucarístico es un «don demasiado grande –escribía mi venerable predecesor el Papa Juan Pablo II– para soportar ambigüedades y reducciones», particularmente cuando, «despojado de su valor sacrificial, es vivido como si en nada sobrepasase el sentido y el valor de un encuentro fraterno alrededor de la mesa» (Enc. Ecclesia de Eucharistia, 10). Subyacente a varias de las motivaciones aducidas, está una mentalidad incapaz de aceptar la posibilidad de una real intervención divina en este mundo en socorro del hombre. Éste, sin embargo, «se descubre incapaz de rechazar por sí mismo los ataques del enemigo: cada uno se siente como prisionero con cadenas» (Const. Gaudium et spes, 13). La confesión de una intervención redentora de Dios para cambiar esta situación de alienación y de pecado es vista, por cuantos participan de la visión deísta, como integrista, y el mismo juicio se hace a propósito de un signo sacramental que hace presente el sacrificio redentor. Más aceptable, a sus ojos, sería la celebración de una señal que corresponda a un vago sentimiento de comunidad. Pero el culto no puede nacer de nuestra fantasía; sería un grito en la oscuridad o una simple autoafirmación.
La verdadera liturgia supone que Dios responda y nos muestre cómo podemos adorarlo. «La Iglesia puede celebrar y adorar el misterio de Cristo presente en la Eucaristía, precisamente porque el propio Cristo se dio primero a ella en el sacrificio de la Cruz» (Exort. Ap. Sacramentum caritatis, 14). La Iglesia vive de esta presencia y tiene como razón de existir ampliar esta presencia en el mundo entero.
«¡Quédate con nosotros, Señor!» (cf. Lc 24, 29): están rezando los hijos e hijas de Brasil camino hacia el XVI Congreso Eucarístico Nacional, [que se celebrará] de aquí a un mes en Brasilia, que de este modo verá el jubileo áureo de su fundación enriquecido con el “oro” de la eternidad presente en el tiempo: Jesús Eucaristía. (…)
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